La media naranja: 07

VI
La media naranja de José Alcalá Galiano
VII
VIII
Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España: Tomo XI


VII.

Para entrar en la estancia de una mujer elegante y hermosa parece que hasta el sol limpia sus rayos y los purifica al pasar por el cristal de una primorosa ventana.

Limpio, fijo, y más lleno de esplendor que el lema de la Academia, caia un templado rayo del sol sobre la blanca esfera de un reló de bronce dorado, colocado sobre una chimenea de mármol blanco, y hacía relucir las manecillas, que señalaban las doce y media.

Una vez allí dentro, el rayo de sol se complacía en comerse el azul de la lujosa sillería, en pasar al través de las colgaduras, que se trasparentaban con vigorosos claro-oscuros; en trazar caprichosos vivos, cortados por sombras rectangulares, sobre la preciosa alfombra; en descomponerse en mil iris á través de los objetos de cristal; en reflejarse en los espejos; en brillar en todos los dorados y pulidas maderas; en reproducir en sombra por suelos y paredes, graciosamente desfigurados, mil caprichosos objetos que llenaban las mesas y etagéres; en trepar por las paredes, avivar los matices, templar la atmósfera, juguetear con el azulado polvillo que se agita en el espacio y es acaso el cuerpo de nuestros abuelos ó el gérmen de nuestros nietos; y por último, en rodear de reflejos, calor y vida á una hermosa mujer que estaba sentada en una butaca situada frente al reló.

Clara era aquella mujer, y hasta su nombre luminoso parecía adecuado á su hermosura, clara y esplendente como la del enamorado rayo de sol que la acariciaba. Vestida con un sencillo vestido de glacé negro que dibujaba con más vigor la esbeltez de su cuerpo; con una cinta de seda azul graciosamente enlazada en su cabeza, un cinturon negro con broche de acero y un par de hermosas perlas por pendientes, Clara estaba encantadora en su sencillez, romántica sin afectación.

Hallábase sentada frente al reló de la chimenea, y el mármol, reflejando el rayo de sol, le enviaba á su rostro, que aparecía doblemente blanco resaltando sobre su negro vestido.

El rostro de aquella hermosa criatura revelaba emoción, inquietud, ansiedad, y al mismo tiempo una imperceptible sonrisa y contracción de sus labios le daban una expresión como de ironía, orgullo y atrevimiento. Unas leves ojeras denunciaban la agitación de un insomnio y le daban un tinte melancólico y picante al mismo tiempo El conjunto de su expresión era imposible de definir; pero en su rostro se trasparentaban grandes pensamientos, secretas luchas y supremas resoluciones.

Un par de copas llenas de agua y colocadas en una bandeja de plata labrada estaban sobre la mesa, y cada vez que Clara las miraba, una extraña sonrisa, que degeneraba en meditación, se pintaba en su fisonomía.

— Ahí está ya! — dijo Clara al oir un timbre que anunciaba la llegada de una persona; y dominando una visible emoción que hacía palpitar su corazón, arregló su falda, dió un ligero toque á su cabello, se dió, en fin, ese pase de mano que, como las pinceladas de un gran artista, dan el tono, la gracia, el chic, la afinación, á esos encantos imperceptibles al examen y decisivos para la supremacía de una mujer hermosa y elegante.

Abrióse la puerta que comunicaba con el salón, y apareció Alfonso, elegantemente vestido. Su ligera palidez indicaba una secreta emoción; pero al mismo tiempo la mirada firme, arrogante, casi provocativa, demostraba una voluntad avasallando todas las emociones íntimas, y resuelta á afrontar todas las situaciones, á fingir todas las mentiras, ó á oponer el descaro como última defensa del que ya ha perdido todas las armas de la razón.

Después de los saludos de ordenanza, y de preguntarse mutuamente por su salud, Alfonso se sentó en una butaca, que acercó á la de Clara.

— Amigo: se fué Vd. anoche tan bruscamente, que creí que habiamos perdido las amistades, á pesar de lo insignificante de mi exigencia.

— Perdone Vd., Clara; pero la cólera me tenía ciego, y para cumplir su mandato preferí ser descortes y marcharme, antes de exponerme á perder la sangre fria y desobedecer á Vd. Mi descortesía era sumisión....

— Si es así, gracias, Alfonso, y no hablemos más del caso. Olvidemos, más, riámonos de la escena de anoche, que no tiene importancia alguna ni merece su cólera de Vd.

— Sin embargo....

— No fué nada: apénas Vd. salió, vino un criado de esa casa contigua al jardín á pedir el libro, que devolví en el acto sin inconveniente, pues según dijo, todo se había reducido á que una señora muy severa sorprendió á su hija leyendo aquel libro, y como la tiene prohibidos novelas y versos, en su concepto perniciosos, le quitó aquel libro, que llena de enfado arrojó por la ventana.

Aunque la invención de Clara era un tanto inverosímil, Alfonso se la tragó, sintió quitársele un peso del corazón, sus esperanzas renacieron, y resolvió continuar la escena del jardín, interrumpida á lo mejor como la plana de un folletín de periódico.

— Siendo lo que Vd. dice, consiento en tomar á risa la extraña casualidad, y hablemos de cosa que más nos interesa.

— Precisamente por eso le he avisado á Vd. temiendo que no viniera. Anoche me hizo Vd. una pregunta, y casi me alegro de la circunstancia que me ha dado tiempo de reflexionar más y confirmarme en mi respuesta.

— Piense Vd., Clara, que de esa respuesta depende toda mi felicidad ó mi desgracia.

— Dígame Vd., Alfonso, ¿Vd. no ha mentido nunca?

— Clara!...

— No se ofenda Vd.: cuando una mujer va á dar respuestas que contienen su destino, no extrañe Vd. que vacile, que aclare todas sus dudas y apure todos sus escrúpulos.

— Clara: le juro á Vd. por mi honor, solemnemente, que jamas ni de pensamiento, palabra ni obra he manchado mi conciencia con la más leve mentira. Le he dicho á Vd. que la amo con locura, y recuerde Vd. si hay un sólo acto mío que desmienta mis palabras.

— Es verdad!

— Pues bien, ahora mismo, aquí, le juro por cuanto hay sagrado en la tierra, que la amo como no ama nadie en el mundo. Ponga Vd. á prueba mi cariño; pídame Vd. todo género de sacrificios: la muerte, si es preciso, y me verá morir ahora, aquí mismo, á sus pies.

Alfonso estaba sublime de expresión.

— No sabe Vd., Alfonso, el inmenso bien que me hace con esas protestas y juramentos. Creo en ellos, si, creo, y sólo esta creencia me da valor para pronunciar la respuesta que mil veces la desconfianza y la duda han helado en mis labios. Al fin me atrevo á pronunciar el que tantas veces me ha pedido y que ahora le doy, llena de fe, como premio de su amor, como pacto de nuestra felicidad.

— Clara de mi vida! — exclamó Alfonso radiante de pasión y alegría, y tomando con efusión una mano que Clara le abandonó con graciosa confianza.

— Está Vd. satisfecho de mí?

— Clara; la felicidad que me embriaga no se expresa con palabras humanas; era necesario poseer un lenguaje sobrenatural, divino, para decir lo que yo siento en el alma.

— Bien, Alfonso; ya que nuestras dos almas se han comprendido y se han abrazado para siempre; voy á exigirle á Vd. una prueba y á hacerle una revelación.

— Exíjame todo, Clara idolatrada; no hay sacrificio que no esté dispuesto á hacer; mil vidas que Vd. me exigiese se las ofreceria....

— Es que la prueba es tremenda.

— A todo estoy dispuesto.

— Lo jura Vd.?

— Lo juro!

— Pues bien, escúcheme Vd. atento y mida bien sus fuerzas.

Hubo una pequeña pausa.

— Mi experiencia propia y agena, mis meditaciones y mis lecturas han llegado á persuadirme de que de todas las cosas que los hombres han inventado para atormentarse, la más terrible, la que termina en la desesperación, la que viene á ser el resumen de toda la infelicidad humana, es la institución del matrimonio.

El asombro que se pintó en el rostro de Alfonso rayó en la estupefacción.

— Comprendo su sorpresa de Vd., Alfonso. De fijo en este momento he perdido en el concepto de Vd., y en este instante me toma Vd. por una mujer extravagante, por una libre pensadora, una sectaria de Jorge Sand, una....

— No, Clara....

— Si, Alfonso, lo comprendo; es natural que piense Vd. mal de mí; pero ante todo soy sincera, y si hasta hoy le he ocultado mi pensamiento, hoy que me abandono á su confianza creo mi primer deber abrir mi alma, y arrojar todo disimulo. Por eso le confieso á Vd. que después de maduras reflexiones he resuelto firmemente no casarme nunca.

Esta revelación de Clara desconcertó á Alfonso. Todos sus proyectos y esperanzas caian por tierra. Esta mujer me quiere para amante, se dijo entre sí, y aunque esta idea halagaba su amor propio, sus sueños y sus ambiciones se hundían. Cosa rara: aquel calavera deseaba casarse con aquella mujer hermosa; jamas le ocurrió la idea de seducirla. Iba con lo que el mundo llama buen fin, lo cual prueba que los más buenos fines suelen obedecer á los más malos principios; que no siempre es casarse lo más honrado, y que hay mil maridos más viles en su virtud que los seductores en su depravación.

Alfonso sondeó rápidamente su corazón; Clara le pareció una calavera, y él se creyó un hombre de bien; pero comprendió que una vacilación de su parte podia avivar las dadas de Clara, y por lo pronto resolvió apoderarse de su corazón, abandonarse á la lógica de aquella situación, y más adelante ver de casarse honradamente con aquella mujer que, al parecer, pretendía ser su querida.

Todo esto lo meditó Alfonso en un segundo, y con exajerada vehemencia respondió:

— Clara: su revelación de Vd., lejos de hacerme formar la mala idea que supone, me hace ver que Vd. es la mujer de mis sueños; la mujer que no sólo responde á mi modo de sentir, sino á mis pensamientos. Nunca la hubiera á Vd. dicho mi modo de pensar por temor de aparecer inmoral á sus ojos; pero ya que su declararación de Vd. responde en todo á mis doctrinas, le diré á Vd. que creo que el matrimonio, no sólo es una infelicidad sino hasta un atentado á las leyes de la naturaleza. No hay más vínculo entre dos almas que el amor, ni más ley que la voluntad, ni más deber que la conciencia. Nada hay para mi tan inícuo como esos enlaces en que al esclavizar el cuerpo, lo primero que se hace son los contratos de una venta mútua, y se habla de los intereses.... Ah! Clara, eso es repugnante! El amor sólo ha de vivir de sí mismo, ha de sobreponerse á todos los intereses mezquinos; ha de tener alas para volar libre y elevarse sobre la común bajeza. El amor es el abandono de la tierra, la posesión del cielo en la libre identificación de dos almas. Clara! Clara! Vd. es sublime! Vd. es grande! Vd. me comprende!

Alfonso desbordaba en una oratoria que su misma perfidia le inspiraba. Su elocuencia y su acción llegaron á un punto que hubo de alarmar á Clara y ponerla en guardia contra una verbosidad que iba degenerando en atrevimiento, y un romanticismo que empezaba á rayar en sensualidad. Alfonso tuteaba ya á Clara.

— Basta, Alfonso, creo todo lo que Vd. me dice: nuestras dos almas han celebrado su eterna unión; pero no me abandonaré á las expansiones de este amor, hasta recibir la prueba que le he exigido.

— Exígela, Clara mia; pídeme hasta la vida!....

— Sería Vd. capaz de morir por mí?

— Ahora mismo! aquí mismo, á tus pies!

— De veras?

— Lo juro!

Clara se levantó con solemnidad; se dirigió á la puerta, echó el pestillo, y volviéndose á sentar, clavó sus hermosos y penetrantes ojos en los de Alfonso, que la miraba con ansiedad y sin saber qué pensar.

— Estás resuelto á todo, Alfonso?

— A todo!

— Pues bien: ¡necesito que mueras!

Alfonso quedó petrificado. Habia protestado y jurado, no imaginando que pudieran exigirle el cumplimiento de sus solemnes palabras. Sintió frió, calor, espanto, risa; estaba sorprendido, embobado, cogido; no sabía ni qué pensar, ni qué decir, ni qué hacer; jamas se habia visto en una situación más cómica y terrible, más ridicula y seria, más apurada y peligrosa. ¡Maldito romanticismo! — se decía — Morir! Cá! eso no!

— Vacilas! — exclamó Clara viendo la turbación de Alfonso. — Acuérdate de tus propios versos:

"Pedid que me dé la muerte
Y á vuestras plantas muriendo
Espiraré sonriendo
Y bendiciendo mi suerte." — Es cierto, Clara, que el verdadero amor es el que arrastra la muerte; ¿pero á qué viene morir sin necesidad cuando ningún obstáculo nos separa, cuando somos dueños de nuestra voluntad y de nuestros actos? Qué motivo hay para morir? Si yo muriera á tus pies, ¿de qué te servirla luego mi cadáver? Sería un sacrificio inútil y sin recompensa.

Aquí Alfonso superó á Demóstenes, Cicerón y á todos los oradores y poetas antiguos y modernos, clásicos y románticos, para convencer á Clara de que morir si giovane, en la flor de la edad, de la ilusión y la esperanza; dejar el sol, la vida y los placeres, era ni más ni menos que una solemne y mayúscula barbaridad.

Y tenia razón de sobra.

— Es verdad, Alfonso, — dijo Clara. — Sé que morir en la flor de la vida es una locura; sé que obrando como la mayoría de las gentes, lo natural era casarnos y legitimar nuestro amor; pero yo no soy una mujer como todas, ni puedo avenirme á la prosa y al servilismo del matrimonio. Mi corazón es extraordinario. Alfonso: un desengaño, una ingratitud, una infidelidad me daria la muerte. Sé lo que son los hombres, y por eso sólo seré del que sea capaz de morir por mí. Quiero reconcentrar en una hora todas las dichas del amor, toda la fuerza de la vida; quiero una hora de unión, sacrificio, identificación, embriaguez, y que después de esta quinta esencia de vida, la muerte venga á dar el descanso antes que el desengaño, el hastio, amargue tanta felicidad.

Alfonso estaba asustado de la elocuencia de Clara, quien ponía á contribución todas las reminiscencias de sus lecturas de novelas. Buscó una solución que la sacase del aprieto y sólo le ocurrió usar las mismas armas de Clara.

— Clara! poco me importa morir ahora mismo á tus pies, sin honra y sin gloria; morir en tus brazos es una dicha inmensa. Pero conozco la veleidad del corazón de la mujer, y quizás mañana olvidarias mi sacrificio en brazos de otro hombre. Esto sería horrible. Yo moriria aquí mismo, por una hora de amor, si supiese que tú también morias en mis brazos, que la muerte celebraba nuestra unión, que el sepulcro encerraba nuestra fidelidad, y que la historia consignaba nuestro ejemplo.

— Alfonso! y podías imaginar que yo te exigiera tamaño sacrificio sin corresponder á él? No, Alfonso; yo quiero morir también en tus brazos, abandonar un mundo mezquino que aborrezco y.... Me has fastidiado! se dijo Alfonso, á quien aquella ternura abrumaba. Sudaba y cavilaba, y no sabía cómo salir del atolladero. Él imaginaba á Clara una mujer sencilla, y se encontraba con una loca romántica capaz de erizar el cabello á la misma musa de Víctor Hugo.

— Bien, Clara: si tú mueres, moriré también, — dijo maquinalmente.

— Gracias, Alfonso! Pronto seré tuya, y seremos los seres más felices de la tierra.

— ¡Buena felicidad! — se decia Alfonso.

Clara sacó de su bolsillo un frasquito de cristal con tapón de oro: le destapó, y con cierta solemnidad vertió una corta cantidad de un licor en cada una de las copas, volviendo á guardarse el frasquito.

Alfonso tiritaba á pesar de estar sudando. Su garganta estaba seca, y sus sienes latian con violencia.

— Alfonso, — dijo Clara: — en estas copas hay un precioso veneno asiático. Hasta una hora después de bebido no se sienten sus efectos: al cabo de esa hora un irresistible sueño se apodera de la persona. Sus efectos narcóticos son tan poderosos, que se duerme uno... y... no se vuelve á despertar!

La serenidad de Clara estremeció á Alfonso.

— Bebe, Alfonso!

Alfonso tomó maquinalmente la copa que Clara le presentó. Contempló á aquella hermosa criatura, que cogiendo la otra copa le dirigió una mirada tan penetrante, que tuvo que desviar los ojos para disimular su espanto.

— Tienes miedo, Alfonso? ¿Tendrá una mujer que enseñarte fortaleza?

— No, Clara; ¡yo miedo! Pero morir tan jóvenes!...

— Que haya un cadáver más, ¿qué importa al mundo?

A no haber estado en tan duro trance, Alfonso hubiera soltado la carcajada: pero entónces aquel verso le parecía una sentencia de muerte. Su egoísmo le inspiró la última prueba.

— Bebe, Clara, bebe tú primero, y te imitaré, — dijo, confiando en que á ella le faltaría el valor.

Sin decir una palabra, llevó Clara la copa á sus labios, y con la mayor serenidad apuró más de la mitad del contenido.

Alfonso con el cabello erizado se levantó á impedirlo. — Qué horror, Clara! estás loca? Voy á llamar á un médico! ¡Oh, Clara mia!

— Bebe! — dijo Clara señalando la otra copa con ademan imperioso.

— Si, Clara, yo beberé; pero ahora pensemos en salvarte. No imaginé que harías tal locura. ¡Muera yo; pero sálvese tu preciosa vida! Clara, Clara!

— Bebe, Alfonso: ¡una hora tengo de vida! No perdamos un instante; ¡bebe, Alfonso mio! — Y agarraba á Alfonso por las manos.

— No; Clara, ante todo quiero salvarte. ¡Por piedad, déjame avisar á un médico!

— No hay contraveneno contra este veneno. ¡Bebe, y pensemos sólo en morir amándonos!

Alfonso, lleno de terror, hizo un esfuerzo para desasirse de Clara, que le apretaba las manos con una fuerza convulsiva.

— Ingrato! — dijo Clara con amarga desesperación, y sentándose en la butaca; — ¡me dejas morir sola! Pues bien; yo me vengaré de tu ingratitud; yo diré al morir que tú me has envenenado, y ya que no muera en tus brazos, tendré el placer de saber que expiarás tu ingratitud sobre un patíbulo.

La angustia de Alfonso llegó á su último límite; y para salir de aquella terrible y violenta situación, no le ocurrió más medio que dirigirse á la puerta, descorrer el pestillo, y salir precipitadamente.

Al llegar á la mitad de la sala contigua, oyó á Clara que le gritaba:

— Alfonso! Por piedad! Oye la última palabra!

La circunstancia de haber dejado olvidado en el gabinete su sombrero, que, á más de serle indispensable, podia comprometerle si Clara cumplía su amenaza, le movió á acudir á la voz de aquella mujer, y volvió al gabinete.

Por grande que fuese su espanto, mucho mayor fué su asombro y turbación cuando al entrar oyó una estrepitosa y prolongada carcajada de Clara, que, como vulgarmente se dice, se desternillaba de risa, y en vano intentaba hablar.

— Esta mujer está loca, — dijo Alfonso entre inquieto y avergonzado.

— Qué es eso, Clara? De qué te ries? — No es nada, Alfonso. Está Vd. temblando de miedo. Cálmese Vd. No tengo nada, estoy buena, perfectamente curada. Esto que cree Vd. veneno es, por el contrario, un remedio que me ha curado de una enfermedad que empezaba á padecer.

— Qué enfermedad?

— La credulidad. Ayer tuve un ataque de credulidad; empecé á creer en sus palabras de Vd., en sus protestas, en su amor; pero Vd. mismo me dio la receta. En sus versos me indica Vd. el modo de poner á prueba el amor de un bombre. He querido ver si habia un hombre capaz de morir por una mujer; pero he visto, lo que ya sabia; que son VV. muy ligeros de lengua y muy pobres de corazón.

— Luego, todo esto ha sido una burla?

— No: ha sido que he querido pagar su amor de Vd. en la misma moneda. Usted me representó anoche una comedia al dirigirme una pregunta, y he contestado con otra comedia.

— Clara! le juro á Vd

— Basta de farsa, Alfonso. Usted ha demostrado que es un gran actor cómico; pero como Vd. vé, yo soy mejor actriz dramática. Usted no logró engañarme, y yo, confiese Vd. que le he hecho temblar de miedo. No es verdad? Si Vd. quiere, en mi teatrito podemos representar, porque somos dos admirables actores.

Alfonso estaba corrido, abrumado bajo el peso de aquella ironía.

— Convengo en que Vd. ha fingido admirablemente; pero ¿quién le ha dicho á Vd. que yo he mentido?

— Usted mismo.

— Yo!

— Usted Alfonso: Vd. me dijo que sus versos eran la expresión más pura de su alma: empezaba á creerlo, cuando un libro, llovido del cielo, si, del cielo sólo pudo venir, llegó para descubrirme la falsedad de Vd. Usted quiso reírse de mi; pero yo me he reído más á costa de Vd.

Y Clara, sacando un papel del bolsillo, se le entregó á Alfonso, diciendo con risa burlona:

— Tenga Vd. sus versitos para engañar á mujeres más inocentes y crédulas. Yo no los necesito, porque ya me han curado, y además los tengo aquí impresos en letras de molde.

Y sacando de un cajón de la mesa, el tomo de poesías que ya conocemos, le abrió por una página señalada, y se la presentó á Alfonso, que colorado como un tomate, á pesar de su habitual desfachatez, no sabia qué replicar.

— Confieso, Clara, que en este punto he mentido; pero estos versos expresan tan bien mis sentimientos, que me atreví á cometer un engaño que mi intención disculpa.

— Eso me ocurrió, y por eso, cuando vi que no eran de Vd. esos versos, quise probar si á lo menos era Vd. capaz de cumplir lo que expresan. El veneno asiático que he echado en estas copas, se reduce á unas cuantas gotas de un agua de los dientes. Un sorbo que Vd. hubiera bebido, hubiera disculpado el engaño, hubiera borrado mis dudas, me hubiera hecho ver en Vd. un hombre capaz de hacer lo que dice; un hombre sincero y apasionado, capaz de morir por mí, cosa que todos dicen. En medio de esta escena tan cómicamente seria, un sorbo de Vd. me hubiera decidido á darle mi mano y mi corazón en pago de tan sublime prueba. Esta comedia, que hubiera podido titularse «mis bodas», la titularé «mi desengaño.»

Alfonso hubiera querido beberse una tinaja entera de aquel agua milagrosa, pero ya, ni toda la del Jordán lavaba la mancha de su bajeza. Intentó algunas torpes disculpas, pero todas se estrellaron contra la cortante ironía de aquella mujer, primera que le ponia colorado y le hacía bajar los ojos; primera que le había engañado como á un chino, y se vengaba abrumándole con el ridículo y castigándole con la ruina de todas sus esperanzas.

Una mujer inocente habia vencido, derrotado á un calavera consumado. Aquel hombre no podía reírse de ella en las mesas de un café: ella podía reírse de él á casquete quitado.

El ángel habia derribado al vampiro.

Abochornado, humillado, acribillado por los dardos epigramáticos, plastroné por los golpes á fondo que Clara le asestó, el conquistador Alfonso tuvo que abandonar su castillo en el aire, el palacio de Clara.

Tan turbado y confuso estaba, que al salir á la calle ni siquiera advirtió la terrible mirada que le dirigió Gonzalo, quien á la puerta del palacio se paseaba como esperando á alguien.

Alfonso tomó precipitadamente hacia la calle de Alcalá, con las orejas gachas, como el raposo de la fábula, y Gonzalo le siguió largo tiempo con la vista, quedando al fin apoyado en el quicio de la puerta.

La infelicidad se alejaba de casa de Clara.

Acaso la felicidad esperaba á su puerta.