La loca del barranco
LA LOCA DEL BARRANCO
En la orilla boscosa de un torrente que corría en un hondo barranco, vivió una mujer que llamaron "la loca".
Su historia es sencilla. Fué huérfana, y de pequeña siguió un rebaño que la amamantó como un corderillo. Más tarde, ya moza, vagó por las aldeas trastornando a los galanes con su belleza y desdén. Después huyó de las gentes y fuése a vivir en el olvido y el misterio.
Los trajinantes que trepaban o descendían por el camino de la ladera solían detener sus cabalgaduras al divisar allá abajo la figura extraña de la loca recogiendo leña para la lumbre o flores y frutas silvestres, o lavando alguna blanca tela en la mansa espuma que besaba sus pies. Nunea respondía a los requiebros o burlas punzantes que le llegaban desde lo alto. Seguía en su ocupación y sólo a veces lanzaba desde abajo el flechazo de una mirada salida de dos ventanas de cielo claro.
Un día un apuesto mozo quiso bajar a la gruta donde vivía la loca para renovarle de hinojos antiguos ruegos. De industria tuvo que valerse el empecinado para no arriesgar su vida en la empresa de ir hasta el fondo del barranco.
Cuando la loca lo vió echó a correr medrosa; él la siguió de cerca. Ella se doblaba como un junco, y de salto en salto salvaba los precipicios y obstáculos. Al fin el perseguidor llegó a tocarla por la espalda. Ella volvióse como un rayo, tomó dos piedras con sus manos de marfil, y, transfigurándose en una mujer de bronce, díjole:
—Si dais un paso os mato!... os mato!...
—Que yo os amé siempre...
—Yo no os amo... yo no amo a nadie.. Idos!..idos!.... idos!... dijo tres veces.
Vino tal hielo, tal terror al intruso, que dióse a la fuga y jamás pensó en renovar la aventura.
Pero había un leñador que veía a la loca a menudo: un viejo leñador que transitaba por el camino a la hora en que el sol hería a plomo, en que, filtrándose por entre el ramaje, dibujaba arabescos de azabache en el pedregullo azulado o plomizo no tocado por el agua.
Había a un lado del sendero un trozo de piedra sobre el cual el leñador podía apoyar la carga al bajarla de sus hombros; allí se detenía a descansar; tiraba de su petaca, hacía un cigarro y hundía la mirada en el barranco. Pronto aparecía la loca, él la miraba con su vista empañada, y ella le miraba también con emoción infantil.
Un día que el viejo leñador reposaba en el camino vió un pájaro hermoso en la copa de un árbol: su pecho era rojo, sus alas azules, su pico amarillo.
Desde ese día el leñador vió siempre el pájaro en el árbol, y vió también a la loca contemplándole absorta, inquieta.
Pero un día el pájaro no volvió. Y el leñador vió a la loca trepada en el cerro opuesto a la senda, mirando el lejano horizonte. Estaba triste. Y todo parecía triste en el barranco: el torrente había amortiguado su rugir, el verdor parecía envejecido, las vetas rojas de las piedras habíanse tornado amarillentas...
Un grito enérgico y dolorido subió desde el barranco hasta el leñador otro día. Era la loca. Le llamaba. Cuando resbalando, resbalando, llegó el viejo a la orilla del torrente, sintió al ver aquella rara mujer una mística opresión...
—Os llamo, le dijo, para que matéis aquel pájaro, le véis?
—Ah!, sí, le veo...
—Si le matais, os haré poseedor de un secreto que os hará dichoso.
—Voy por la escopeta, dijo el viejo, y subió veloz la cuesta.
Poco después llegó jadeante, con el arma pronta.
—... Pero no le matéis, díjole la loca. Heridle sólo. Esperad... quiero taparme los oídos... quiero mirar al suelo... Ahora!... ahora!...
Sonó un tiro como una castañeta, y el pájaro comenzó a caer pesadamente por entre las ramas.
La loca, al oir el tiro, quitóse las manos de los oídos y miró hacia arriba... y se rió, en una mueca amarga, hermosa.
El animal cayó en la maleza. Tenía un ala herida. La loca y el leñador apresuráronse a tomarle; el pájaro retrocedió, abrió el pico y desplegó el ala sana, como diciendo: es una traición...
—Marchad.... dejadme a solas con él, dijo la loca al leñador, volved más tarde.
Y púsose a contemplar de cerca al pájaro. El fué recogiendo poco a poco el ala. Ella avanzó, la boca temblorosa, el pecho palpitante; sus ojos eran dos enormes turquesas lubrificadas por la pasión. El ave orgullosa sintió el calor de la llama que se le aproximaba y se apaciguó. Puso la loca suavemente la mano en el terciopelo turquí de la cabeza y el animal cerró los ojos. Le tomó, le alzó, dió un beso en el ala herida y hechó a correr con él. Llegó a la gruta; estaba obscuro. Huyó hacia un viejo y ralo granado, y allí, bajo un palio de sol recamado de ramas y frutos rasgados, sangrientos, la pobre loca volvió a besar el ala herida; y desplegando la otra ala, la altanera, acercó a su boca el flanco cubierto por ella y aspiró el calor tibio, de vida... Después apartó al animal en sus manos abiertas, como en patena, para mejor verle, y le dijo gimiendo:
—Ingrato!... Por qué no bajaste cuando te llamaba?... por qué?...
Quiso aproximarle de nuevo para besarle en la cabeza, y el pájaro dióla un picotazo en la boca. El picotazo no la sacó sangre, sólo le puso la boca más roja..como las granadas del palio.
Vínole entonces ira, ira amarga: apretó al pájaro con las dos manos, se lo restregó con fuerza en el pecho desnudo, y, alzándole alto, lo arrojó al suelo... y cayó, cayó al lado del pájaro y se durmió.
Cuando el frescor del atardecer la despertó, alzó la cabeza y vió al leñador junto a ella.
—Y el secreto?, le dijo el viejo.
—Qué secreto...?
—El que me prometiste, repuso el hombre, con dureza.
—Tengo frío... — dijo la loca y cerró otra vez los ojos.