La "Piña" del Señor
LA "PIÑA" DEL SEÑOR
Vivía en el año del señor de 1860, en remota y mediterránea provincia, Doña Ramona de Z., linajuda y garbosa señora que frisaba en los setenta años. Era el último vástago viviente de los de Z., y sólo ella habitaba la solariega casa de tan sonada familia. Su única compañía éranlo cuatro criadas, dos, hijas de esclavos, menores que Doña Ramona, y dos, mozas de veinte años la una y de diez y seis la otra, hijas de la Rita, una de las dos primeras, que habían venido al mundo casi sin darse cuenta la propia madre, pecado que Doña Ramona supo perdonar magüer que era asáz católica.
Las dos mulatillas — como llamábalas Doña Ramona, cuando dábanla fatiga — eran con todo la niña de sus ojos: eran las que la peinaban, las que la calzaban, las que le llevaban el chisme más gordo del barrio, y marchaban delante cuando la noble señora iba a oir su misa todos los días, llevando en el brazo la alfombrilla en la cual debía arrodillarse; las que, en fin, corrían a la calle cuando sonaba la música anunciadora del bando que el señor Gobernador hacía leer en las cuatro esquinas de la plaza.
Pero las dos chicuelas no gozaban por igual del favor y afecto de la augusta señora, que ya comenzaba a hablar de legados. Era la preferida la mayor, la Juanita, por su inocencia, su devoción y respetuoso amor por Doña Ramona. No así la Carmencita, un tanto revoltosa y más dada a ciertos placcrcillos mundanos, que daban mala espina a la ilustre dama.
Andando el tiempo, la Juanita llegó a ser el alma de la casa, y Doña Ramona depositó en ella toda su confianza.
Pero la noble señora, cuya edad no era óbice para que conservara su lucidez y señoril energía, comenzó a notar un buen día, no sin cierta desazón, que los menudos que le entregaba la Juanita, después de los gastos del día, y que ella abandonaba aquí, acullá, disminuían sin que la propia Juanita acertara a dar una razón. Concidía esto con un acicalamiento en la Carmencita que perturbaba la austera sencillez de la noble casa.
Quiso Doña Ramona poner coto en el desmán y acudió a un remedio eficaz: el temor de Dios.
Había en la cuasi solitaria mansión una pieza espaciosa, sombría, con penetrante olor a cedro: ahí, en un rincón, y sobre una mesa de torneadas patas, descansaba un crucifijo, ofrenda de un obispo de Granada, según Doña Ramona, a uno de sus antepasados. La escultura era en madera y no tendría más de un metro de altura, comprendida la cruz.
La imagen de nuestro Señor tenía siempre una vela encendida, que protegía del viento un enorme fanal. A la peana, sobre la cual descansaba la cruz, llamábala Doña Ramona "piña". Allí, en la "piña del Señor", resolvió poner en adelante la linajuda señora los reales, medios y cuartillos sobrantes de la despensa del día.
Pero cátate que un buen día, al hacerse noche, desaparece la Carmencita. Se la ha tragado la tierra. Echase todo el mundo en su busca. A la puerta de calle no está; en el corral tampoco. Qué será de ella?...
—No estará en la "pieza del Señor", dijo alguien.
Pues todo el mundo a la "pieza del Señor". La primera en entrar fué la Rita. La vela que alumbraba al Señor estaba apagada, de la pavesa enrojecida salía un hilo negro. La Carmencita estaba en el suelo, como presa de un insulto.
Echáronse todos sobre ella. La mecieron, la estrujaron. Pero la niña no daba señales de vida. A las cansadas, la Carmencita dió un suspiro, levantó los brazos como sacudiendo una gran pereza y echóse a llorar...
—Qué tienes?, dijéronla a una.
—Ay!, dijo, ay!... una cosa horrible!... Y, poniéndose de pie con rapidez, se expresó de esta guisa: — Vine a sacar de la "piña del señor" un real... como ya lo había hecho otras veces... Y, cuando ya lo tocaba, se apagó la vela y sentí que me apretaban la mano, a la vez que una voz que parecía del Señor me decía:
"Mulata ladrona!... No voy a permitir sigas robando este dinero que Doña Ramona pone bajo mi guarda, no; máxime cuando a mí me va mucho en el despojo, pues cuando disminuyen los menudos que aquí se ponen flaquea también la cera que se me enciende... Ladrona!..ladrona!... Toma!... toma!... Y yo sentía el taloncito del Señor que me traspasaba la mano... que me la agujereaba... No ven que tengo la mano agujereada?... No ven la sangre?..."
—Si no tienes nada, mujer, dijéronla todas.
—Es que Vds. no ven!...
En ese instante Doña Ramona miró el crucifijo y parecióle que el clavo que atravesaba los pies estaba como flojo... y hasta notó cierto desaliño en la barbilla de la imagen:
—Que me descompongo!... exclamó la santa señora.
Tomáronla las criadas y se dirigieron con ella, paso a paso, a las otras habitaciones. Cuando cruzaban por uno de los ángulos del enorme patio, dijo a grito herido la Carmencita:
—El tiene la culpa!... él...
—Quién?, preguntó su madre.
—Mi padre...!
—Qué padre? — dijo Doña Ramona si tú no tienes padre...
—Que no tengo padre?... Si él me dijo que sacara de la "piña del Señor" para emborracharse...