La loca de la casa: 3

La loca de la casa de Vicente Blasco Ibáñez


Capítulo III editar

Al terminar la guerra recobró poco á poco la ciudad su antiguo aspecto. Empezaron á volver á ella los vecinos huídos, y los que habían soportado durante más de cuatro años la dominación extranjera les relataban sus miserias.

Regresaron también en pequeños grupos los deportados al interior de Alemania, pero su número había disminuido durante la esclavitud. Eran muchos los que se quedaban para siempre en las entrañas de aquella tierra aborrecida y hostil.

Entre tantas desgracias, representaba una alegría para la ciudad la certeza de que Simoulin, «nuestro poeta», no había muerto. Es más; al principio, los enemigos lo habían tratado sin ninguna consideración, pero el mérito no puede permanecer mucho tiempo en la obscuridad, y cierto profesor alemán que había sostenido en otro tiempo correspondencia con el grande hombre sobre hallazgos arqueológicos, al saberle prisionero, consiguió trasladarlo á su ciudad, haciéndole más llevadero el cautiverio. El poeta hizo partícipe de esta buena suerte al comandante, en su calidad de numismático, y para los dos transcurrió el período de cautiverio en una dependencia humillante pero soportable.

La ciudad, á pesar de sus recientes tristezas, hizo grandes preparativos para recibir á Simoulin á su vuelta de Alemania. Ya era algo más que un gran poeta, gloria de su país adoptivo; había pasado á convertirse en héroe, digno de servir de ejemplo á las generaciones futuras. Cuando tantos huían, él continuaba en su puesto, y el brillo de su gloria era tal, que los feroces enemigos habían acabado por respetarlo, tratándole casi con tanta admiración como sus convecinos.

Un aplauso inmenso saludó á Simoulin al descender del tren. «¡Qué viejo está!» Y las mujeres, vestidas de luto, lloraban, olvidando momentáneamente sus dolores para no ver mas que los sufrimientos del adorado grande hombre. Pero aunque había perdido en el destierro una parte de su cabellera de plata, conservaba intacto su entusiasmo, su inquietud movediza, su verbosidad lírica, que volvió á estremecer la ciudad lo mismo que un soplo primaveral.

Detrás, como un perro fiel, llegaba Pierrefonds, sin que los años de esclavitud hubiesen dejado en él ninguna huella aparente, reconcentrado y agrio lo mismo que antes, pero con una expresión de inmensa melancolía en los ojos. Los alemanes le habían robado su colección de monedas. Ya no le quedaba en su casa mas que el ama de llaves. ¿Qué entretenimiento podía encontrar un hombre después de esto?... ¿Era posible, á sus años, empezar una nueva colección?...

Desalentado, seguía á Simoulin por la fuerza de la costumbre, abriéndose paso entre un gentío que aclamaba al maestro y no lo reconocía á él.

Cuando el poeta, conducido en alto por un grupo de jóvenes, fué depositado en el gran balcón del Palacio Municipal, extendió sus manos augustas sobre la plaza negra de muchedumbre y rompió á hablar como en sus mejores tiempos.

Pasarán varias generaciones antes que se extinga en el país el recuerdo de este discurso.

¡Qué de aplausos! ¡Qué de lágrimas de emoción!... El poeta describió el martirio de la ciudad; los sufrimientos de sus hijos, arreados como esclavos; la agonía de los que murieron de miseria lejos de la amada tierra natal.

Luego creyó llegado el momento de hablar un poco de su persona.

—No me tributéis honores—dijo modestamente—. He cumplido mi deber, lo mismo que mis compañeros de desgracia. Todos nos hemos mostrado grandes y altivos frente al invasor; todos hemos sido héroes con el heroísmo del que se sacrifica, más poderoso mil veces que el heroísmo que vence.

Aquí tuvo que detenerse, ahogada su voz por el estrépito de una ovación inmensa.

—Permitidme, para terminar—continuó—, que os relate una breve historia, como demostración de lo que puede el heroísmo humano cuando no teme á la muerte. Callaría, si mi persona fuese la única que figuró en este suceso; pero otro que está cerca de mí hizo tanto como yo, y mi modestia no debe arrebatarle la gloria que le corresponde.

Simoulin describió la salida del triste rebaño humano conducido á la esclavitud. Al frente iban él y el comandante.

—Y al pasar ante el jefe de aquellos bandidos, Pierrefonds y yo, estrechamente abrazados, deseando morir, le gritamos en pleno rostro: «¡Abajo Guillermo! ¡Mueran los verdugos!»

El comandante, que estaba en el balcón junto al grande hombre, abrió los ojos con asombro y espanto, mientras le temblaban los bigotes, como si no pudiese contener una avalancha de frases de protesta.

Pero el orador, uniendo la acción á la palabra, se había abrazado á él nerviosamente, desafiando con la mirada á un enemigo imaginario y dispuesto al fusilamiento. Además, era imposible hablar. La muchedumbre rugía de entusiasmo; los aplausos sonaban como una granizada interminable.

«La loca de la casa» había resucitado, haciendo otra vez de las suyas.

Y el comandante, librándose del abrazo, acabó por inclinar su cabeza, rojo de vergüenza al pensar que aceptaba una mentira, pero agradeciendo al público aquella ovación, la primera de toda su existencia.