La loca de la casa: 2

La loca de la casa de Vicente Blasco Ibáñez


Capítulo II editar

La guerra vino á aumentar considerablemente la gloria de Simoulin.

En un mes, su actividad muscular y su actividad mental funcionaron con más apresuramiento que durante varios años. Se le vió en todas partes: en la estación del ferrocarril despidiendo á los hombres que iban á incorporarse á sus regimientos; en el paseo principal, donde, al caer la tarde, entonaban las músicas himnos patrióticos coreados por la muchedumbre. La gente interrumpía sus cantos al ver las blancas melenas del poeta. «¡Que hable el señor Simoulin!», gritaban mil voces. Y al poco rato lloraban las mujeres, rugían de entusiasmo los hombres que aún no habían ido al ejército, y hasta las banderas tricolores parecían aletear con más fuerza, como azotadas por el vendaval patriótico del lírico orador.

Cruzaba los brazos lo mismo que Napoleón después de una victoria; otras veces manoteaba y rugía igual á Dantón al declarar la patria en peligro. Los más grandes personajes históricos pasaban por él, y de tal modo se identificaba con sus evocaciones, que Simoulin era el primer engañado. Prometía el triunfo con la certidumbre de un gran estratega capaz de derrotar á los enemigos cuando se lo propusiese; hacía llorar á su público con una sugestión irresistible, pero él era el primero en verter lágrimas, conmovido por su propia elocuencia al describir la injusta agresión que sufría la patria.

Esta vida imaginativa y elocuente duró sólo unas semanas. Simoulin se mostraba insensible á las malas noticias. Eran, según él, invenciones de los enemigos. Pero ¡ay! la realidad se encargó de despertarle un día, con rudo manotazo. Los alemanes se habían extendido por Bélgica é iban á pasar de un momento á otro la vecina frontera, entrando en Francia. Muchos vecinos de la ciudad huían. Algunos burgueses prudentes insinuaron al poeta la conveniencia de retirarse á París, por creer que el gobierno necesitaría la colaboración de un hombre tan célebre.

—¡Que vengan los enemigos!—contestó con sencillez—. Aquí los aguardo.

Sus hijos estaban en el ejército; las mujeres de la familia se habían ido á una ciudad del interior con todos los nietos. Simoulin, completamente solo, se consideraba preparado para toda clase de heroísmos.

—Yo también—le había dicho Pierrefonds.

El comandante consideraba una felonía abandonar la ciudad. Al declararse la guerra, había sufrido una amarga decepción viendo que no lo aceptaban para combatir en el frente, á causa de sus enfermedades de antiguo soldado colonial. Al fin, para que no insistiese en sus quejas, lo hicieron director de un modesto servicio de administración militar en la misma ciudad.

—Mientras el ministro de la Guerra no me ordene otra cosa, aquí estaré.

Y como el ministro de la Guerra, preocupado por el avituallamiento y la suerte de los ejércitos en retirada hacia el Marne, no se acordó de que exista en el mundo un comandante Pierrefonds encargado de unos cuantos centenares de capotes viejos, el belicoso numismático pudo ver desde una ventana de su casa cómo llegaban á la ciudad los primeros pelotones de hulanos.

El ama de gobierno tuvo que arrodillarse ante él, abrazando sus piernas y recordándole las dulces intimidades de otros tiempos ya olvidados. Sólo así consiguió arrancar de sus manos el viejo revólver con el que pretendía recibir á tiros á los invasores. Por su culpa podían morir fusilados muchos vecinos de la ciudad, según afirmaba su vetusta compañera. Además, se acordó de los consejos del maestro:

—Pierrefonds, cuando vengan (si es que vienen), mostrémonos grandes y altivos en la desgracia. Un heroísmo que se sacrifica es muchas veces más poderoso que el heroísmo que vence.

El ilustre Simoulin tuvo numerosas ocasiones de conocer este sacrificio predicado por él. Cuando intentó presentarse á los generales invasores para formular una elocuente protesta contra los atropellos cometidos por sus tropas, sólo pudo ver á un oficial, que le contestó sarcásticamente, acabando por amenazarle con el fusilamiento. Nadie hacía caso de su nombre; aquellos guerreros vestidos de gris verdoso parecían oirlo por primera vez. Los hijos del país que meses antes rodeaban al poeta con su cariñoso entusiasmo no podían servirle ahora de consuelo. Unos estaban en la guerra; otros habían huído; los demás sufrían en la ciudad toda clase de vejaciones, y para evitarlas, se mantenían ocultos en sus casas.

El poeta sufrió el tormento del hambre y el suplicio aún más intolerable de la humillación. ¡Quién hubiese podido reconocer á los pocos meses de tiranía alemana al ilustre director de la Biblioteca!... Parecía haber vivido diez años en unas cuantas semanas. Estaba triste. «La loca de la casa» había abandonado indudablemente aquel desván de su cuerpo en el que tantas cabriolas llevaba hechas.

Al encontrarse con algún grupo de míseros compatriotas, intentaba reanimarlos lo mismo que cuando hablaba en la plaza pública bajo el aleteo de las banderas, coreado por trompetas y tambores.

—Esto pasará pronto. He recibido magníficas noticias, que no puedo decir.... ¡Los nuestros se aproximan!

Pero su voz tenía el sonido de una moneda falsa. Necesitaba engañarse á sí mismo para hablar con el entusiasmo de otros tiempos, y «la loca de la casa» ¡ay! parecía haber muerto.

Un día, los alemanes, aburridos sin duda de repetir monótonamente los mismos procedimientos de intimidación—quema de edificios, fusilamientos, trabajos forzados—, pusieron en práctica un nuevo suplicio. La esclavitud del vencido, castigo de las guerras antiguas, fué resucitada por los invasores. Una parte del vecindario se vió deportada al interior de Alemania para trabajar las tierras del vencedor.

Viejos, mujeres y adolescentes formaron una masa de desesperación y miseria, encuadrada por los caballos y las lanzas de los jinetes alemanes. Al frente de este rebaño de esclavos figuraban, para mayor escarnio, los dos vecinos más respetables que habían quedado en la ciudad: Simoulin y su discípulo Pierrefonds.

—Comandante—dijo el poeta una vez más—, piense que el heroísmo que se sacrifica es más grande, etc....

Le daba miedo el aspecto del veterano. Tenía los ojos inyectados de sangre; bufaba de cólera, haciendo temblar su bigote. Parecía no oír á su maestro. Pensaba por primera vez que había sido una gran torpeza no moverse de la ciudad. Envidiaba á los que podían morir en el frente. «¡El comandante Pierrefonds llevado en cuadrilla, como un esclavo negro!... ¡Ira de Dios!»

Había pasado los días oculto en su casa, para no ver á los invasores. Su ama de llaves le evitaba toda salida, temiendo que hiciese un disparate. Pero ahora los tenía ante sus ojos; podía verlos de cerca....

No eran muchos: un destacamento de infantería y unas cuantas parejas de hulanos iban á escoltar á los deportados hasta otra estación algo lejana.

Un jefe único vigilaba desde lo alto de su caballo los preparativos de marcha de este rebaño dolorido: un militar pálido y de una delgadez ascética. Simoulin creyó ver en él una expresión de cansancio y de remordimiento. Tal vez exageraba su rigidez militar para hacer menos visible la vergüenza que le producía esta vil función de guardador de esclavos.

Pierrefonds, en cambio, le miraba fijamente, por ser el jefe. Al iniciar el grupo su marcha, pasando ante el caballo del alemán, estalló la cólera del comandante, muda y reconcentrada hasta entonces. Quiso morir fusilado antes que dar un paso más.

—¡Abajo Guillermo! ¡Mueran los verdugos!—gritó con una voz ronca.

El hombre á caballo parpadeó vivamente bajo la visera de su gorra, hizo un movimiento de sorpresa y de cólera; quedó indeciso contemplando al prisionero. Los ojos agresivos de éste parecieron devolverle la calma, y miró á otra parte, levantando los hombros levemente.

«¡Suicida!» Y esta palabra, que pareció proferir el enemigo con su indiferencia afectada, irritó aún más al comandante. También le irritó el automatismo de aquellos soldados, que indudablemente le habían entendido; pero eran incapaces de oír mientras no oyese su jefe.

Quiso lanzar por segunda vez el insulto, pero no pudo. Alguien le tiraba del brazo; una cara se pegaba á la suya, hundiendo en sus ojos una mirada de espanto.

—¡Pierrefonds! ¡Amigo mío! ¿Está usted loco? ¡Por Dios, cállese! Va usted á conseguir que nos fusilen á todos.

Y Simoulin dijo esto con tal expresión de angustia, que el comandante desistió de continuar.

Pero el miedo sufrido hizo rencoroso al poeta.

—¡Qué disparate!—continuó diciendo—. ¡Pero eso es una niñada sin objeto, impropia de su edad!...

Y transcurrieron muchos días sin que el grande hombre le perdonase el susto pasado.

A pesar de los sufrimientos de su esclavitud, cada día mayores, Simoulin decía de pronto, mirándole con ojos severos:

—Pero ¿dónde tenía usted la cabeza?... ¿Qué se propuso usted al lanzar aquellos gritos absurdos?... ¿Quería usted mi muerte y la de tantos infelices?