La pulpería de don Juan Antonio Martínez, poéticamente denominada por su dueño: «La Nueva Esperanza», quizá en homenaje a anteriores descalabros, era la más acreditada de todas las casas de negocio brotadas a veinte leguas alrededor.

Muchos eran los bolicheros, y bastantes también los comerciantes de regular capital, que se habían gastado las uñas en la infecunda tarea de hacerle competencia. Don Juan Antonio, regordetón y risueño, hijo de las costas cantábricas, se reía de esos inútiles esfuerzos, conteniendo con admirable diplomacia a los clientes buenos que hubieran podido tener veleidades de saldar definitivamente sus cuentas, y dejando irse sin un gesto, a los clientes dudosos a quienes La Verde de Espinosa, o La Blanca; de Lissagaray, o La Colorada de Fulánez ofrecían libreta...

¡Tener libreta!, es decir, cuenta abierta en la casa de negocio; poder -sin dar un peso en efectivo, durante todo el año, de esquila a esquila- sacar de la casa todo lo necesario a la manutención de la familia y a la administración del rebaño: comestibles y maderas, vacios, ropa, calzado, remedios, muebles y utensilios, y el antisárnico para curar las ovejas, y las tijeras para esquilarlas, o las herramientas para mover la tierra, y los aperos y monturas, todo, en fin; y también, de cuando en cuando, poder girar contra la casa un valecito por algunos pesos: para sueldo de algún peón conchabado en un momento de apuro, o para algún viaje al pueblito y hasta platita para satisfacer los caprichos de la patrona, loca siempre por comprar al mercachifle, napolitano o turco ambulante, despreciado y odiado más que temido competidor de la casa establecida, algún cachivache de lata niquelada, o cinco metros de género estrambótico.

¡Si lo viniera a saber don Juan Antonio!... ¡Vaya!, venirle a pedir plata prestada para gastarla con mercachifles: capaz de cerrar la libreta y de dejarlos plantados; y, entonces, ¿cómo esquilamos? Pues, en tiempo de la esquila, la pulpería es el banco que adelanta dinero para todos los gastos.

¡No tengan ese cuidado! Don Juan Antonio Martínez, puede ser que se haga el enojado; pero no es tan tonto como para cerrar una libreta segura, en medio del año, cuando ya le deben mucho y que se viene acercando justamente la esquila; pues sería lindo que, por una nimiedad, permitiese que viniera otro a quedarse con el diente y con la lana, teniendo él, después, que correr detrás de su plata. No; él sabe que hay que dejarle soga al redomón, para que no corte, y que, si el nudo es bueno, la huasca fuerte y el poste seguro, no hay peligro.

Y el palenque de don Juan Antonio es seguro, pues es el de la necesidad. La soga es la libreta.


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En el patio interior de la pulpería se ha parado un carrito; lo maneja el hijo mayor de misia Tomasa, buen muchacho, quien, hace poco, ha dejado sus estudios en la escuela del pueblito; ha aprendido a leer y ya puede escribir -orgullo de sus padres- unas cartas que, por lo claro, parecen una conversación por gestos. Algo se ha olvidado del lazo, pero pronto lo volverá a conocer.

Don Juan Antonio se precipita; a gritos, llama a los dependientes; pide un banco, un cajón, para que se bajen del carrito misia Tomasa, una señora muy gorda, y dos de sus hijas: Ceferina, en toda la flor de sus diez y siete años, cuyos morenos encantos no sufren de la ausencia de corsé, siéndoles, sí, fatales, el corte tosco del vestido de percal muy relavado, las medias mal estiradas en los botines a la crimea, enormes y sin lustrar, y el pañuelo de algodón floreado que le tapa toda la cabeza, dejando apenas pasar el relampagueo de sus ojos; y Concepción, una niña de trece años, pintona, como dicen entre dientes, allá en un rincón, dos viejos gauchos mirones.

Trabajoso, el desembarco de doña Tomasa, mientras los perros que han venido con ella, empeñan con los de la pulpería una conversación a rezongos y ladridos roncos, precursores de cercanas luchas.

Don Juan Antonio, con amable sonrisa, remite a misia Tomasa una libreta nueva, que lleva, para no desperdiciar nada, su propio precio en el primer renglón, y al haber, una bonita cantidad de pesos: sobrante del importe de la lana que compró él y ya realizó.

Y empieza el delicado trabajo de volver a atar suavemente la soga al bozal, sin hacer corcovear al cliente.

-¿A cómo me vende el azúcar? -pregunta, antes de todo, doña Tomasa, instalada en una silla, cerca del mostrador.

-Se lo pondremos a 0,45 el kilo, este año, señora. Hacemos este nuevo sacrificio para nuestros clientes.

Y aunque parezca mentira, es un sacrificio; pero, en trampa sin cebo, no se caza pajarito.

Y después de conquistada así la buena voluntad de doña Tomasa, hace bajar de los estantes los artículos que pide, y otros muchos que no necesita; le llena los ojos con el relumbrón de las piezas de percal y de los pañuelos de seda, la abomba con incesante palabreo, y le hace rebajas, y, galante, le regala un abanico japonés de diez centavos, y otro a Ceferina, y a Concepción un paquetito de caramelos, y apunta, apunta, apunta.

Ahora, cada dos o tres días, vendrá el muchacho, con las maletas, a buscar las mil cosas que, para comer y vestirse, necesita la familia.

El marido de doña Tomasa no dejará de venir, él también, de vez en cuando, a jugar un partido y convidar a los amigos; y en la duda de cuántas copas son, siempre se apuntan algunas más, y la libreta se va llenando de garabatos, de manchas sangrientas, y de sumas cada vez más abultadas.

Cada mes, es cierto, el carro de la pulpería pasa por el rancho, a alzar los cueros o la cerda, y también se apuntan en la libreta; pero don Juan Antonio apunta entonces lo menos posible; y como el muchacho, aunque diga, no revisa nada, los cueros resultan casi todos de epidemia o pelados.

De modo que la libreta tan bien se hincha que, por poco que pinte mal el año, le empieza a entrar recelo al mismo pulpero. El cliente, él, no se asusta por tan poca cosa.

Por su parte, los competidores ofrecen al esposo de doña Tomasa precios altos por la lana; y don Juan Antonio, para no perder un parroquiano que, al fin, no está todavía fundido del todo, y para asegurar su crédito, no vacila en comprarla a cualquier precio.

Queda, asimismo, una cola que sólo se podrá liquidar con la venta hipotética de novillos o capones que, quizás, engorden; y cuando, poco a poco, la libreta se haya comido, después de lo gordo, los animales al corte; después del rédito, el capital, entonces llegará el momento oportuno del ahorcamiento final; pues, siempre se debe degollar con tiempo la oveja moribunda, para que siquiera el cuero resulte un poco mejor.

Y al cliente arruinado que le venga a decir humildemente:

-¿Podremos seguir con la libretita, patrón? -contestará don Juan Antonio Martínez:

-Amigo, vea; ¿por qué no lo ve a Fulánez?

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Nota de WS editar

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