Cementerio de aldea


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Entre los llantos desgarradores de la señora y de sus hijos, se colocó el modesto ataúd en un carro de trabajo, ingenuamente adornado con improvisados atavíos de luto, y la fúnebre comitiva emprendió, a trote y tranco, el viaje al pueblito, distante seis leguas de la estancia. Y la ondeante faja de aquellos treinta a cuarenta jinetes, más o menos enlutados, según su grado de parentesco con el finado, y su estado de fortuna, -pues no pueden todos comprar, así no más, un chiripá de paño negro, o una pechera de merino-, entristecía, al pasar, con su larga mancha de duelo, todo el horizonte primaveral de la Pampa verde.

Por mucho que viva, siempre tiene el hombre que dejar sin concluir algunas de las tareas que, en sus sueños siempre renacientes y siempre vanos, había creído poderse asignar; y, aunque el que vive cuidando rebaños, demasiado sepa que la muerte siempre anda a la par de la vida, también se había figurado don Gerónimo, ser tan indispensable en esta tierra, que, cuando, en sus momentos de reflexión, consentía en admitir la remota posibilidad de su propio fin, se preguntaba con terror lo que sería entonces de su estancia, de su cabaña, de su mujer y de sus hijos, acabando por rechazar la importuna suposición de que la muerte se pudiera atrever a faltarle de respeto.

Así había sucedido, sin embargo. Pero, al cruzar el acompañamiento por este mismo campo que le había pertenecido, ya se podía tranquilizar para el porvenir, su alma inquieta, al ver pacer, tan indiferentes, sus propias ovejas, gozando de la vida, saboreando el pasto tierno en la pradera sin fin, y disgustadas tan sólo por la molestia que les diera la comitiva, al removerlas, para poder pasar.

Es que la muerte no borra la vida, sino que sólo la enmienda, para que pueda perfeccionar su obra.

Pocas tumbas había en el pequeño y desnudo campo santo, término del fúnebre viaje, simple retacito de Pampa inculta, cercado por un tapial, con un portón de madera, pintado de negro, sin un árbol, sin una planta que corrigiese con una verde nota de vegetación vivaz, la tristeza de la muerte, el horror de la nada.

El sol requemaba y grietaba a sus anchas la tierra amarilla, esa tierra greda, pegajosa, del suelo removido de los cementerios, que húmeda, parece querer detener al transeúnte, y, seca, corre en torbellinos, de tumba en tumba, como para mezclar en polvo impalpable y hacer definitivamente impersonales las cenizas humanas.

Si pobres son las chozas de los primeros habitantes del pueblo nuevo, más pobre tiene que ser la morada de sus muertos: pero en este cementerio pampeano, donde se iban a depositar los restos del finado, a más de los siempre banales y siempre conmovedores epitafios que enternecen al visitante sobre las jóvenes esposas arrancadas en la flor de su vida feliz, o sobre la suerte de las blancas novias sacrificadas por el destino envidioso, o sobre la tumba de inocentes criaturas, víctimas prematuras de las irreparables torpezas de la muerte, otra cosa había, capaz de distraer, por un momento, la atención, hasta de los más devotos amigos de don Gerónimo.

Muy cerca de la misma tumba que le era destinada, bajo una sencilla cruz de madera, descansaban, juntados después de muchos años, los restos de las últimas víctimas de los indios, mártires olvidados de la civilización, defensores del pueblito, cuando, apenas naciente, había sido destruido por el salvaje. Se elevarán ahí, con el tiempo, cuando la aldea se haya vuelto ciudad, sepulcros pomposos, ridículo homenaje de la riqueza engreída a la vanidad necia, pero pocos merecerán ser honrados a la par de esa humilde cruz de palo.

Al lado, otra cruz: otros precursores del adelanto del pueblo, muertos también en la brecha. Tres eran: un inglés y dos italianos; el primero, ingeniero, los otros, peones, empleados todos en la construcción de la vía férrea, que hoy empieza a traer, cada día, al pueblo creciente, su paulatino aluvión de pobladores.

Y, al volver lentamente, con aire compungido, hacia la puerta del cementerio, para despedirse de los deudos del nuevo habitante que allí dejaban, los de la comitiva podían, de reojo, leer a ambos lados de la calle principal, en modestas cruces, o en lapidas toscamente esculpidas, con fechas cada vez más recientes, entre apellidos de consonancia bien criolla, o, por lo menos, ibérica, muchos otros, como ser: Huhuequil, Garibotti, Martini, Wilson, Baurin, Ibarturuá, Zimmermann; nombres que claramente indicaban que lo mismo que de la Pampa cristianizada, ciudadanos de los países más distintos y más lejanos, habían ya venido a traer a ese rinconcito, todavía ignorado, de la patria argentina, el grano de arena de su buena voluntad.

Seguramente, cada uno de estos muertos, durante su vida, había creído trabajar para sí; los más, con la esperanza de llevar a su patria la fortuna conquistada por su trabajo, en tierra extranjera, sin acordarse, que, quiera o no quiera, el hombre, aun el más egoísta, no trabaja más, al fin, que para aumentar la herencia común de la humanidad.

Estancieros y peones, negociantes y obreros, ingenieros y albañiles, ricos y pobres, todos duermen allí, al lado uno de otro, después de haber dado a la tierra argentina, en pago de su hospitalidad,-en menor grado quizás, los pocos que han dejado capital, que los mil anónimos que, toda su vida, sólo han conseguido, a duras penas, el pan cuotidiano-, lo mejor de su vida: el sudor de su frente, la fuerza de sus brazos, la habilidad de sus manos, los esfuerzos de su ingenio, las palpitaciones de su corazón; mezclándose la cosmopolita sangre europea con la de los hijos del suelo; injertándose, moral y físicamente, las razas del Viejo Mundo en el vigoroso y silvestre tronco de este país nuevo; elaborándose, con él y para él, una nacionalidad única en el mundo, amalgama de elementos tan diversos, que -según el soplo que lo vivifique-, todo se puede temer, y todo también se puede esperar, de este formidable amasijo, de misteriosa complicación, cuya intrincada incógnita sólo despejará el porvenir.