Poesías sueltas
de José Zorrilla
La ignorancia

La ignorancia

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Somos doce millones de españoles
que no sabemos leer. ¡Dato inaudito!
Si aún nos queda valor, honra y vergüenza
es menester probarlo o desmentirlo:
y si probado está, meter luz pronto
de ignorancia y baldón en ese abismo,
o, al fin del siglo de la luz, a oscuras
nos quedamos sin ver y sin ser vistos.

Yo soy el español de menos fuste,
pero el más español de los hoy vivos,
y España no podrá jamás tomarme
por desertor, rebelde o tornadizo.

La vida me pasé glorificando
la prez de España y sus varones ínclitos:
saqué la cara y enristré la pluma
para loar doquier el mal que hizo.

Sus creencias canté y supersticiones,
porque ese es de mi pueblo el simbolismo:
creer y pelear, soñar con oro,
pedir limosna al son de un guitarrillo,
desperdiciar el bien que Dios le envía,
y en Dios fiando y su valor nativo,
explotarse dejar por quien le halague
contando cuentos lúbricos o místicos.

Cada cual es como es; hay a hombre o pueblo
que tomar como Dios hacerle quiso:
yo he cantado a mi patria sesenta años,
a mi modo de ver como la he visto:
gloriosa con sus fastos militares,
grande con sus virtudes y sus vicios,
prendida con sus tocas de castaños,
de nogales, de almendros y de olivos,
con su manto de mieses y viñedos
y el cinturón de plata de sus ríos,
piadosa con la fe de sus mayores,
gaya con su carácter expansivo,
y hermosa con su vello y sus lunares,
morena tez y mosqueadores rizos.

Puede ser que la gente venidera,
y aun la de hoy, al juzgar mis pobres libros,
les niegue utilidad y trascendencia,
mas no podrá negar su españolismo.

Amé a mi patria como amé a mi madre;
ni tierra ni mujer para mí ha habido
mejores que ellas dos, y siempre he estado
dispuesto por su honor a dar el mío:
y hoy que de España, por lo que oigo y leo,
roe un gusano el corazón dormido,
voy a ver si mi voz se le despierta,
y si no oye mi voz, a darla un grito.

Tengo aquí poco tiempo y poco espacio:
conque hay claro que hablar y jugar limpio,
que a mí ya ni me engañan chachareros
ni comulgo con ruedas de molino.

¿Somos doce millones de españoles
que no sabemos leer? ¿Sí? ¡Pues por Cristo!
¿qué han hecho en sesenta años de progreso
y libertad, maestros y ministros?
¿No habíamos quedado en que los pueblos
en ignorancia estúpida sumidos
estaban en España, por aquello
que dimos en llamar oscurantismo?

¿No habíamos quedado en que el sistema
parlamentario, desoldando grillos,
rompiendo celosías y enverjados,
rasgando velos y apagando cirios,
iba aire, luz, salubridad y vida
a dar a inteligencias y a edificios,
e íbamos todos a aprender al menos
a escribir bien o mal y a leer corrido?

Yo creí que todo eso estaba hecho;
que al fin de tanta lid y tantos tiros,
de tanta ley y de discursos tantos
e instalar tal sinnúmero de círculos,
colegios, asambleas, gremios, centros,
logias, clubs, ateneos y casinos,
ya era el pueblo español como los otros
ilustrado y capaz… y ahora salimos
con que hay doce millones de españoles
que no sabemos leer. —¡Gran fin de siglo!

¿Qué hay que impida aprender a nuestro pueblo?
¿Es su incapacidad? ¿Es maleficio?
¿Hay a quién interese que no aprenda?
¿Por qué, pues hay maestros, no ha aprendido?
¿Por qué a aprender a leer no le han forzado
los que a aprender le fuerzan su servicio?

Si a aprender en pro ajena se le obliga,
¿por qué no ha de aprender para sí mismo?
¿Por qué el legislador, el gobernante,
el gremio, la parroquia, el municipio,
todo el que gente donde quier reúne
para darla trabajo, pan o asilo,
en talleres, en obras, en cuarteles,
cárceles, hospitales y presidios,
no consigna el leer obligatorio
y el aprender a leer como principio?

El que no sabe leer no sabe nada;
la luz, la idea, el alma está en el libro:
el Evangelio, nuestra historia patria,
el Código civil, el catecismo.

El que no sabe leer, leer no puede eso,
y ni aun sabe rezar más que de oído:
no sabe orar a Dios, no le conoce,
la ignorancia sofoca hasta el instinto.

El que no sabe leer no adquiere ideas,
piensa con las que ya le han imbuído.
¿Quienes? Probablemente los que quieran
explotarle o hacérsele propicio;
y si Eva engañó a Adán, y estaban solos,
y habitaban aún el Paraíso,
¿qué harán en nuestros pueblos ignorantes
la audacia, la ambición y el fanatismo?

El que no lee, no sabe; y quien no sabe,
del que sabe en poder constituído,
sólo está de la acémila a la altura;
es como el asno o como el buey sumiso;
y ese está siempre, o al señor o al pueblo,
o a los que más que él saben sometido,
y aunque bestia ignorante, es bestia útil,
pues del común trabaja en beneficio.

El feroz, el rebelde, el que no entiende
razón, contra las leyes levantisco
y el progreso social, es una bestia
con quien la sociedad rompe sus vínculos.

A ese hay que echarle de ella… o suprimirle:
porque el que nada sabe es un perdido
que , de todo incapaz, empieza en vago,
desde el ocio haragán cae en el vicio,
y luego en la miseria, y en el crimen
después, y al fin un juez le echa al patíbulo.

Es la historia del hombre no educado,
montaraz como el lobo y el erizo,
que huye la sociedad, y al que le aborda
le presenta no más dientes o pinchos.

Ese no supo leer, y nada supo;
jamás comprendió bien frase ni dicho:
lo quede lo que oyó recogió al vuelo
fué lo trunco no más, lo sin sentido;
y como nada concibió a derechas,
se echó a través de todo, a todo esquivo;
y a través de su bárbara ignorancia,
sin idea de Dios fué su alma a juicio.

Y ese es el que no lee: la bestia humana.
¿Por qué hay doce millones de individuos
que leer no sabemos en España
y de la escuela y el maestro huímos?

Comprendo bien que alcaldes y caciques
por el maestro al verse corregidos
(porque el maestro al fin sabe más que ellos)
cobren a los maestros omecillo:
de gramática parda profesores,
ven con desdén lo sabio y lo científico,
y vanidad no existe más indómita
que la soberbia ruin de los pardillos.

Mas que en villas de rollo y en ciudades
miren con tal desdén los municipios
a los maestros, que a pagar se nieguen
los pocos reales de su haber mezquino;
que impasibles toleren los gobiernos
que ya ascienda a millones lo debido;
que anden ya los maestros señalados
de miseria ridícula por tipos,
y al lápiz, a la pluma y en la escena
se les ponga ante el público en ridículo,
entre buenos cristianos se me antoja
sandia conducta y proceder inicuo.

¿A quién estorbar pueden los maestros,
ni a quiénes tienen hoy por enemigos?
Si los tienen, quitárselos de en medio,
que ampara ante la ley les da su título.
¿Es que no tienen los gobiernos fuerza
ni mandan para ser obedecidos?
Quien ordena al maestro abrir la escuela,
que obligue a entrar en ella a sus discípulos.
¿Qué es, pues, en qué se basa, quién fomenta
el odio inverosímil, el instinto
de aversión a la letra y al maestro
que demuestra en España el campesino?
¿Qué hay bajo esta vergüenza que revela
este reciente cálculo estadístico
del país, que nos deja estupefactos
a los que en él leemos y escribimos?

Creó el gobierno la instrucción primaria,
reclamó el clero la instrucción del niño,
centros y clubs la del obrero pobre,
los sabios jesuítas la del rico,
la del centro burgués los escolapios,
y cientos de hermanitas y hermanitos,
por santos institutos y conventos
con objeto tan santo repartidos,
la de las vendedoras del mercado,
la de los camareros, los mendigos,
asilados, zinzayas, costureras,
todo lo perdulario y perdedizo,
todo lo suelto, abandonado y prófugo,
todo, en fin, lo extraviado y lo perdido…
¡Y aún hay doce millones de españoles
que no sabemos leer!… Pues… es un mito.

¿Por qué? Señor Sagasta y señor Cánovas,
si ustedes no lo saben, averígüenlo:
porque si a leer a España no enseñamos,
verán lo que es la España fin de siglo.
Yo ya no lo he de ver: yo ya del mundo,
como dijo el gitano, me las guillo:
mas si a ustedes les coge de sorpresa,
no es porque yo al morir no se lo aviso.