La guerra separatista del Perú

Nota: Se respeta la ortografía original de la época
La guerra separatista del Perú.


El señor don Fernando Valdés, conde de Torala y coronel de artillería en el ejército español, ha tenido la amabilidad de remitirme para la Biblioteca Nacional, acompañado de benévola carta, un ejemplar del primer tomo de la obra que, sobre nuestra guerra de Independencia ha entregado á la publicidad. El tomo contiene, con el carácter de preliminar, la exposición que el general don Jerónimo Valdés dirigió desde Vitoria, en Julio de 1827, el rey don Fernando VII, documento que, hasta ahora, permanecía inédito, pero del cual tuve, hace años, oportunidad de leer una copia entre los manuscritos que poseía mi egregio amigo el general Mendiburu, autor del Diccionario histórico biográfico del Perú. Gran servicio prestaría la Real Academia de la Historia compilando las exposiciones ó manifiestos de Pezuela, La Serna, Rodil, Ramírez y demás prohombres del partido realista, documentos en su mayor parte inéditos, siendo muy difícil conseguir hoy ejemplar de los pocos que se imprimieron. Sólo me es conocido el de Rodil.

En tres partes divide el señor general Valdés su exposición. Consagra la primera á justificar lo injustificable de ese acto clásico de indisciplina, conocido por revolución de Aznapuquio, en virtud del cual quedó depuesto el virrey Pezuela. En la segunda parte se contrae á recriminar la detección de Olañeta, en el Alto Perú; y en la tercera y última, á probar que la batalla de Ayacucho no se perdió por traición ni por ignorancia, sino por cobardía de la tropa (colecticia y en tres cuartas partes compuesta de peruanos) y por haberse adelanlantado, más de lo que se le previno, el comandante del primer regimiento de la izquierda. Achaques quiere la muerte.

Sintetiza el general Valdés su exposición, pidiendo al monarca que considere en autoridad de cosa juzgada todo lo relativo á la deposición de Pezuela; que declare odiosa la memoria de Olañeta; y que estime merecedores de nacional aprecio y de sus reales bondades á los vencidos en Ayacucho. No era poco pedir.

El afecto filial conquista siempre simpatías, y confieso que muy cordial me la inspira el señor conde de Torata, al intentar la defensa de los errores y extravíos políticos del que le legara su nobiliario título y su apellido histórico.

Como peruano, debo y quiero reconocer que la rebelión de Aznapuquio significó, para la causa patriota, tanto como una batalla ganada á España. Todo el elemento civil de la capital, impresionado por el escándalo que dió el militarismo, se hizo partidario de la Independencia. Y nada de forzado, sino de muy lógico y natural, hubo en ello. El motín personalista de Aznapuquio desmoralizó por completo una sociedad acostumbrada, por cerca de tres siglos de administración colonial, á mirar con profundo respeto el principio de autoridad civil, hasta creer la persona del virrey tan sagrada é inviolable como la del monarca.

Pero tratándose de juzgar un hecho histórico, pongo aparte mi condición de peruano, desciendo del campanario de mi parroquia, ceso de ver las cosas por el lado egoista del beneficio reportado, y échome á discurrir con criterio desapasionado, recto, independiente. Yo no conocí ni traté, como el general Mendiburu, á los políticos españoles de 1821; los juzgo sin personales antipatías ni interesados afectos. Ruego, pues, al señor conde de Torata, que en mi manera de apreciar la revolución de Aznapuquio [1] tres cuartos de siglo después de acontecida, no vea más que la opinión individual de uno de tantos aficionados á estudios sobre el pasado del Perú. En la página 12 del libro, el señor conde me honra con gratulatorias palabras por los conceptos justicieros que dedico al general Valdés en varias de mis Tradiciones, si bien lamentando que, en una de ellas, al llamar á La Serna virrey de cuño falso, virrey carnavalesco y de motín, revele, muy á la ligera, reprobación por lo de Aznapuquio. Disculpe el señor conde que la justifique en este artículo.

Siempre que á los puntos de mi pluma vino el nombre del general Valdés, fué para acompañarlo de un adjetivo encomiástico. Como el general Mendiburu, creo sinceramente que Valdés fué un distinguido talento; un militar instruído, gran ordenancista y mejor táctico; soldado valiente, decidido, perseverante, desinteresado y severo, sólo cuando la severidad era oportuna. Poseía, en fin, todas las cualidades necesarias para encabezar un partido. Precisamente ese conjunto de circunstancias le fué fatal, porque lo arrastró á cometer gravísima falta que, ante la posteridad imparcial, empaña el brillo de su nombre. Esa falta es la rebelión de Aznapuquio, de la que él fué el inspirador, el alma.

Es indudable que el general Valdés fué de los pocos hombres que hacen de la amistad un culto, y que todo lo sacrifican ante ella. En 1816 vino de España con La Serna, embarcados en la fragata Venganza, y después de la capitulación de Ayacucho regresaron juntos á Europa en la Ernestina. Eran dos inseparables: estaban ligados por el afecto más que los hermanos siameses por un cartílago. El cariño de Valdés por La Serna, unido al resentimiento que contra Pezuela abrigaba, porque éste pretendió separarlo del Perú, destinándolo al ejército de Quito, fueron causas que bastaron para acallar en su alma el sentimiento del deber, arrastrándolo á fraguar la desleal defección de Aznapuquio.

Gran esfuerzo cerebral revela el general Valdés en su exposición, para atenuar el pecado y sus consecuencias; pero la voz de la conciencia le grita que todos sus argumentos son deleznables ante el rigor de las ordenanzas y de las leyes del honor militar; y por eso, termina solicitando del monarca, no precisamente la absolución, sino que se eche tierra sobre el acto de rebeldía. Así en España como en el Perú, han sido siempre una grandísima calamidad estos generales que hacen política con criterio de cuartel.

La rebelión de Aznapuquio no se defiende con palabras ni con chicana de abogado. Si defensa cabe, es la del hecho triunfante:—la victoria, y no la derrota de Ayacucho. Un hecho quizá se justifica con otro hecho, que es el éxito, suponiendo moralidad en la máxima jesuítica de que el fin bonifica los medios.

El militarismo derrocó á Pezuela, no por lealtad ni amor al soberano, sino porque sólo prolongando la guerra había ancho campo para ascensos y medros:—«Era preciso [2] (dice Mendiburu en su artículo sobre La Serna) dar soltura á las ambiciones, recibir ascensos en abundancia, (como sucedió con García Camba, que en menos de dos años ascendió desde comandante hasta general), volver á España para figurar en elevada escala, jugar el todo por el todo, frase frecuente en boca de Canterac. Dieciocho jefes, convirtiéndose en cuerpo deliberante, destituían al que representaba al soberano, al virrey Pezuela, que había servido al rey más que todos ellos reunidos. Abusaron de la ignorante tropa que les obedecía, y á la cual desmoralizaron, dejando al Perú un ejemplo funesto. [3]

Ningún jefe de marina autorizó con su firma el escándalo, si bien acataron, como era natural, el hecho consumado. Y en cuanto al vecindario de Lima, á los hombres civiles que no medran con las turbulencias de cuartel, títulos de Castilla, clero, comerciantes acaudalados, ricos agricultores, propietarios urbanos, todos negaron su contingente de simpatías al entronizado militarismo.

El vecindario, por intermedio del Cabildo de Lima, había obligado al virrey Pezuela á las negociaciones de Miraflores, negociaciones contra las que murmuraron sin embozo esos militares, á quienes nada importaba la ruina y aniquilamiento social. Y esos mismos hombres fueron más tarde partidarios de las negociaciones de Punchauca, sólo porque en ellas se estipulaba una Regencia de la que sería jefe el virrey La Serna.

Un mes antes de la felonía de Aznapuquio, el general Ramírez que mandaba las fuerzas del Alto Perú, escribió desde Arequipa al rey de España, manifestándole que la adhesión de los pueblos á la causa independiente era incontenible, que el espíritu revolucionario había penetrado hasta en los cuarteles, donde, á fuerza de vigor, había tenido que reprimir varios amagos de motín; y terminaba asegurando que, si de la metrópoli no se enviaba pronto una poderosa escuadra, el Perú se perdería para la corona. Ramírez no hizo en este documento más que repetir lo que Pezuela, en diversos oficios, había comunicado á la Corte. El mismo La Serna, á los cuarenta días de ser gobierno, clamaba por buques y refuerzo de tropa, reconociéndose ya tan impotente como Pezuela para detener la ola revolucionaria.

El motín de Aznapuquio no tuvo, pues, más propósito que el personalísimo de cambiar hombre por hombre. Los jefes que no imperaban bajo Pezuela, vinieron á ser los omnipotentes con La Serna.

Abundan en la exposición de Valdés cargos que por sí solos se refutan, como el de la defección del Numancia, que era uno de los cuerpos que mandaba el general. Alega éste que ignoraba lo que todos sabían sobre el espíritu dominante en oficiales y tropa; que no tenía noticia de un reciente plan de sublevación, conjurada en los momentos de estallar; y hasta era para él desconocido el hecho de que, en Guayaquil, tres capitanes del Numancia habían cambiado de bandera alistándose en las filas patriotas. El alegato es pueril. Don Jerónimo Valdés no era de los hombres que están siempre en Babia para necesitar que el virrey Pezuela le recomendase vigilancia con los numantinos.—Mendiburu dice que en esta ocasión no le asistió á Valdés su reconocida inteligencia para proceder con la cautela que pudo y debió emplear.

No desconocemos que Pezuela cometió no pocos desaciertos políticos y militares. Pero, ¿acaso el que se propuso enmendarle la plana no incurrió en ellos, y en mayor escala? ¿No llegó también La Serna á declarar, en oficio de 7 de Marzo, dirigido al Ministerio de Guerra, que los recursos estaban agotados, que nada podía alcanzarse sin marina, que la causa insurgente progresaba y que, en habitantes y soldados, había decisión por la Independencia? Comentando este oficio, dice Mendiburu (y dice bien) que La Serna vindica con él al anterior virrey, quien no pudo hacer más de lo mucho que hizo.

En resumen, el gobierno militar y civil en manos de los hombres de Aznapuquio, fué un elefante blanco; pues ni siquiera amagaron á las fuerzas de San Martín ó las derrotaron, como creían fácil cuando mandaba Pezuela. Se mantuvieron seis meses á la defensiva, entre los muros de Lima, dando campo para que los patriotas aumentasen sus fuerzas y ganasen en prestigio. No es razonable presumir que el objetivo de los revolucionarios de Aznapuquio hubiera sido entregar la capital á San Martín sin que éste tuviera para qué gastar pólvora.

En la segunda parte de su exposición, el general Valdés desahoga bilis y fulmina rayos contra el rebelde Olañeta, quien desconociendo la autoridad del virrey La Serna, virrey de motín y de farándula, no hizo más que seguir el ejemplo que le dieran los revoltosos de Aznapuquio. Estos sembraron mala semilla, y no debían prometerse cosecha de buen grano. La autoridad de Olañeta nació de la misma fuente que la de La Serna: del cuartel. Sable por sable, tanto daba el uno como el otro.

En esta parte de la exposición hay algo que no habla muy alto en favor de la firmeza de convicciones en el general. Valdés. Desde 1816, en que llegó al Perú, hasta principios de 1824, era considerado como uno de los jefes del partido que se bautizó con el nombre de liberal peninsular. Que el liberalismo del general Valdés no era de purísimos quilates, lo comprueba el hecho de que, en la expedición contra Olañeta, proclamó el régimen absoluto, restablecido por el ingrato y desleal Fernando VII, renegando de la liberalísima Constitución que dictaran las Cortes de Cádiz. Las razones que para justificar cambio tan radical y repentino exhibe el general Valdés, en su manifiesto de Vitoria, son razones de momentánea conveniencia partidarista, y nada más; pero que no recomiendan al general como hombre de convicciones y de doctrina. Desde 1824, la consigna para el soldado, que antes se distinguiera por su liberalismo, fué ésta: ¡vivan las cadenas!

El día de la desgracia llama el general Valdés al de Ayacucho. No, el día de la desgracia fué el de Aznapuquio, porque fué el día del deshonor. La derrota no fué sino el corolario preciso, inevitable, de la desmoralizadora é injustificable rebeldía. El día de Ayacucho no fué más que el día de la expiación para el militarismo, ambicioso y corruptor, que sembró en el Perú semilla cuyo fruto estamos cosechando todavía, en nuestros tiempos de república. Gamarra, nuestro primer motinista de cuartel, se educó en la escuela de Aznapuquio. Gamarra tuvo discípulos que lo aventajaron.

Fresco aún el recuerdo del suplicio de Atahualpa, principiada apenas la conquista, él sable avasallador del militarismo derribó al primer virrey del Perú, Blasco Núñez de Vela. El militarismo español no quiso despedirse de América sin repetir el escándalo. La conquista terminó como empezara. Principió con la destitución de un virrey, y concluyó con la destitución de otro virrey. El sombrío Felipe II castigo, como él sabía castigar, á los que, en la persona de su representante, ultrajaron la majestad del soberano. El débil Fernando VII, rey también absoluto y por derecho divino, no quiso ni supo castigar. Fué el pueblo español, quien se encargó de hacer justicia, más tremenda que la realizada por el hacha del verdugo, bautizando á los rebeldes de Aznapuquio con el oprobioso y muy significativo epíteto de ayacuchos.

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El señor conde de Torata contestó á este artículo con un folleto personalísimo, al que no estimé digno de mí dar respuesta.

  1. Aznapuquio. Vocablo quechua que significa manantial hediondo.
  2. Diccionario histórico tomo VII, página 228.
  3. Los dieciocho motinistas ó amotinadores fueron los brigadieres Canterac y Valdés, los coroneles Bayona, Toro, marqués de Valle-umbroso Landázuri, Rodil, Otero, Ferraz, Seoane, Bedoya, Martín, y los comandantes García Camba, Ramírez, Narváez, Ortíz, Tur y García.