La guerra al malón: Capítulo 9

La guerra al malón
de Manuel Prado
Capítulo 9


Una tarde —hacía apenas una semana que estaba en el regimiento— oí que la banda de música del 2º de Infantería y la nuestra de cornetas tocaban alegres y entusiastas dianas. Salí apresuradamente de la carpa y corrí a ver lo que aquello significaba.

Había llegado el coronel Villegas y sus cuerpos lo saludaban dándole la bienvenida. Me incorporé a un grupo de oficiales que se dirigía a la comandancia y fui también a llevar mi saludo.

Apenas me vio el coronel, dirigiéndose al mayor Sosa le preguntó:

—¿Como se porta esta firma?

Y el mayor Sosa se deshizo en elogios. Era yo un muchacho aplicado, obediente, respetuoso... sería un excelente oficial.

Villegas me felicitó, me dijo que perseverase en el estudio, que tal vez no pasaría mucho tiempo sin ascender a oficial.

El corazón me dio un salto dentro del pecho, la sangre se me subió a la cabeza y juró que, en aquel momento no hubiese cambiado mi uniforme mugriento de cadete por la túnica de un príncipe.

Nos retiramos de la comandancia; y yo, estimulado por las palabras del coronel, me fui a repasar por vigésima vez la lección de táctica, único libro con más de cuarenta hojas que circulaba con abundancia en el campamento.

Llegó por fin un gran día de fiesta para la tropa y para todos: el 9 de julio. La víspera se dio una orden general disponiendo que al salir el sol estuvieran las tropas formadas frente a sus respectivos cuarteles para hacer los honores correspondientes, suspendiendo todo trabajo durante veinticuatro horas y mandando poner en libertad a los presos que no estuviesen sujetos a proceso.

Al día siguiente, cuando salió el sol los cuerpos estaban, como se había ordenado, en líneas de batalla, saludando al astro que simboliza nuestra gloriosa independencia. Si alguien de afuera nos hubiese visto formados, se habría preguntado qué hordas de forajidos éramos. No había dos soldados vestidos de igual manera. Este llevaba de chiripá la manta; aquel carecía de chaquetilla; unos calzaban botas viejas y torcidas, otros estaban en alpargatas; los de éste grupo tenían envueltos los pies con pedazos de cuero de carnero; aquellos otros descalzos.

Lo único uniforme y limpio eran los caballos y las armas. Sin embargo, cuando se tocó el himno nacional, cuando el jefe dio un grito vivando a la patria, aquellos pobres milicos respondieron con todo el entusiasmo de sus corazones y acaso creyeron que no habían hecho aún bastante para merecer la gratitud de la nación.

Después de la parada, se tocó "carneada"; y por primera vez, después de un año, se mataron reses vacunas de excelente estado de gordura. Hubo además una distribución de caña a la tropa, con acompañamiento de azúcar y café.

¡Por la noche gran baile!

Pero antes, durante el día tenían que verificarse diversos números de un variadísimo programa.

El más importante de todos lo constituía un palo jabonado, alto de cuatro o cinco metros, en cuya punta colgaba nada menos que un vale de cincuenta pesos.

Todo el mundo intentó apoderarse de la codiciada prenda; y después de tres largas horas de chacota y de broma consiguió arrebatarla un músico del 2º de Infantería.

Después del palo jabonado, la atracción del día fue ron las carreras, en las cuales más de un milico logró quedarse sin sueldo para cuando volviese el comisario.

A la puesta del sol, vuelta a formar lo mismo que por la mañana y pasada la retreta, al baile.

En una de las cuadras que se construían para el 3º de Caballería se improvisó un salón. Y cuando la banda del 2º rompió el fuego con una cueca, estaban presentes todas las de la guarnición.

En aquellas épocas, las mujeres de la tropa eran consideradas como fuerza efectiva de los cuerpos; se les daba racionamiento y, en cambio, se les imponían también obligaciones: lavaban la ropa de los enfermos, y cuando la división tenía que marchar de un punto a otro, arreaban las caballadas. Había algunas mujeres —como la del sargento Gallo— que rivalizaban con los milicos más diestros en el arte de amansar un potro y de bolear un avestruz. Eran toda la alegría del campamento y el señuelo que contenía en gran parte las deserciones. Sin esas mujeres, la existencia hubiera sido imposible. Acaso las pobres impedían el desbande de los cuerpos.

Pasada la gran fiesta nacional, la vida del campamento volvió a reanudarse, dura y monótona como hasta entonces. Las obras de defensa tocaban a su término; las carpas iban reemplazándose por construcciones de adobes y ladrillos; cuando llegase la primavera empezarían las operaciones contra los indios. El coronel Villegas estaba resuelto a llevar malones a los toldos, y lo había de conseguir.