La guerra al malón: Capítulo 8

La guerra al malón
de Manuel Prado
Capítulo 8


Mucho antes de aclarar el día, oyóse en el campamento tocar diana. Me levanté, me vestí apresuradamente y fui a formar en la fila exterior de mi compañía. Desde ese momento quedaba incorporado a ella como recluta.

Pasada la lista, el regimiento ensilló los caballos de reserva y, formando en batalla frente a la línea de las carpas, pasó allí más de dos horas, a pie firme, esperando a que fuese el día y que volvieran las descubiertas enviadas a explorar el campo. Estábamos al frente del enemigo, de un enemigo audaz y sutil, capaz de presentarse de improviso, y así todas las precauciones que se tomaran para defenderse de sus agresiones no eran nunca demasiadas. A la salida del sol, se mandaron soltar los caballos, pero no antes de cepillarlos y de rasquetearlos; de revisarles los cascos y de arreglarles las crines y las colas. En la división Trenque Lauquen, los caballos estaban mejor cuidados que los hombres, y se habían dado casos de estar cubiertos con buenas mantas los mancarrones, mientras el pobre milico tiritaba de frío, sin otra cosa encima de su cuerpo que una chaquetilla llena de agujeros y un chiripá deshilachado y sucio.

Después de soltados los caballos, el corneta de órdenes de la comandancia inició el toque de "carneada" e inmediatamente el de "trabajo".

La primera de esas operaciones fue breve y triste: se mataron para la provisión del cuerpo, dos yeguas cuya carne fue repartida en el acto a las compañías.

La distribución del trabajo vino en seguida. Todo el regimiento —todo absolutamente, excepción hecha de los enfermos y de la guardia de prevención— fue dispersado en numerosas cuadrillas: una, al pisadero a fabricar adobes; otra a las chacras del Estado a preparar la tierra para sembrar alfalfa; otra a hacer fosos y fortines; otra a seguir la construcción de ranchos para cuadras de tropas y alojamiento de oficiales, etcétera.

A las once de la mañana se dio descanso de una hora para preparar la comida y almorzar, y transcurrida, vuelta al trabajo hasta la entrada del sol.

Entonces se agarraron los caballos, se limpiaron de nuevo, se les ató y, verificado esto, la instalación de guardias en el campamento. Todo el mundo estaba de servicio. Se colocó una avanzada en la laguna, otra en el camino a Lavalle, otra en el que iba a la extrema izquierda; otra aquí y otra allá, por todas partes guardias; en todas centinelas, sondas, rondines, patrullas... ¡qué se yo! Aquella pobre gente no dormía, no descansaba, no comía; carecía de ropa y de calzado; en la botica no se encontraban medicamentos y en cambio, a la menor palabra de protesta, al menor gesto de cansancio, funcionaban las estacas, llovían las palizas, y los consejos de guerra verbales dictaban la muerte. Y todos los días el mismo horario, la misma distribución del trabajo y el empleo del tiempo.

Más felices eran los milicos que guarnecían las líneas de fortines. No se les daba racionamiento, pero siquiera podían salir al campo, bolear avestruces, cazar gamas y agenciarse de tabaco y de yerba, cambiando por estos artículos a los pulperos, los cueros y las plumas.

Es verdad que en los fortines el peligro era mayor; pero acaso ¿no lo había también en el campamento?

¿No salían comisiones que regresaban mermadas, dejando por ahí en medio del campo, para que lo charquearan los indios y lo comieran los caranchos, el cadáver de algún compañero? ¡Y siquiera diesen la baja al soldado cumplido!

¡Pero qué! Se cumplía, y era lo mismo que nada. El gobierno ajustaba doble sueldo a los soldados cumplidos; más, ¿cuando se veían esos sueldos? Y si llegaba el comisario con dos o tres meses de los más atrasados, se iban de un soplo, camino de la pulpería. El milico recibía con una mano su haber y con la otra la pasaba al bolichero en cambio de los vales que le había descontado. Y luego, ¿que eran ciento cincuenta pesos moneda corriente por mes, si una libra de yerba costaba veinte pesos, cinco un atado de cigarrillos, treinta un puñado de azucar, diez media docena de galletas, y así sucesivamente?...

De tal manera estaban atrasados los pagos del ejército en esa época, que el ó0, después de la revolución, nos liquidaron, abonándose de golpe treinta y seis meses de sueldo... ¡Tres años juntos y cabales!

Me acuerdo bien de aquel pago memorable en que me tocó intervenir.

Fue una lista pasada a la puerta del cementerio.

—¡Fulano de tal! —llamaba el pagador; y para uno que no contestaba presente, exclamaba el sargento de la compañía en que había revistado el llamado:

— Muerto por los indios.

— Fallecido en tal parte.

— Desertó.

— Se ignora su destino.

— Perdido en la expedición de tal año, etcétera.

Y volvían al tesoro los sueldos de aquellos pobres mártires, cuyos huesos se pudrían en la pampa, o cuyos cuerpos mutilados y deshechos rodaban por ahí, en la miseria y el dolor. Hoy, en aquellos lugares donde tanto hemos sufrido, se levantan ciudades prósperas y ricas; el trigo crece en la pampa exuberante de vicio, abonada con la sangre de tanto pobre milico, y, en cambio, los hijos de éstos no tendrán acaso un rincón donde refugiarse, ni un pedazo de pan con que alimentarse allí mismo, en ese antiguo desierto que sus mayores conquistaron y que otros más felices, o más vivos supieron aprovechar.

Al mes de estar en el regimiento ya era yo un veterano completo. Sabía tomar a lazo un caballo en el corral; colocar admirablemente la carabina en la montura para que no me estorbase en las marchas; y para dormir de pie estando de centinela, era como mandado hacer.

Todos los sábados por la tarde se suspendía el trabajo para dedicarnos al aseo. Íbamos a la laguna y cada cual se lavaba su ropita.

Allí aprendí a planchar mis camisas y mis calzoncillos empleando al efecto y en lugar de plancha una botella calentada al sol, y haciendo servir de mesa a la carona de suela. Sufríamos atrozmente, pero éramos felices. El espíritu de compañerismo se había desarrollado prodigiosamente, se conservaba invulnerable, y de un pucho de alegría, pescado por un compañero, participaba todo el regimiento.

Más tarde cuando desapareció el servicio de las fronteras, cuando no hubo más privaciones ni miseria, las cosas cambiaron. Desapareció el compañerismo; se perdieron aquellas buenas y verdaderas amistades que se creaban alrededor del fogón y que la muerte misma no lograba romper en ocasiones; el ejercito evolucionó haciéndose mas científico; y cuando pasado algún tiempo se hizo el estudio comparativo de una época con otra, nos hallamos que entre el ejército del año 70 y el del 90 había una distancia insalvable en ideas, en propósitos y sobre todo en indumentaria.

Mi viejo amigo, el ayudante Conde, de célebre e inolvidable memoria, solía decir:

—Mucho hemos andado en materia de progresos militares. Los de ayer, no somos siquiera prójimos de los de hoy. Nosotros montábamos en recado; estos montan en silla húngara. Nosotros usábamos poncho; éstos usan capotes y pellizas. Y singularmente, la evolución fundamental, se observa en que los viejos llevábamos el bigote con las puntas para abajo y la visera del kepi para arriba, mientras los nuevos doblan las puntas del bigote para arriba y la visera del kepi para abajo.

Y, en parte, tenía mucha razón el viejo Conde. Así empezaron a diferenciarse las dos escuelas: la vieja de la nueva. Primero en el uniforme, después en el uso del bigote. Recuerdo que antes del ó0 se anunciaron grandes y radicales innovaciones en el ejército. Todo sería cambiado; y para demostrar que el cambio iba a ser hasta el hueso, se anunciaba en francés: "de fond en comble". Pasó el tiempo— se dictó una ley de ascensos que, si para algo sirvió, fue para hacer más irritante y alevosa la injusticia; se dieron leyes que nadie pensó en aplicar y el ejército siguió su camino, perdiendo más que ganando en disciplina y en instrucción. ¡La primera reforma efectiva que se introdujo en las leyes y reglamentos del ejército tiene la fecha de 1895! En cambio, desde el ó0 hasta el mismo 95 modificamos el uniforme media docena de veces. El ministro, que deseaba dejar en el ministerio algo más que su retrato, cambiaba la indumentaria. Parece que se pretendía reformar la mentalidad del ejército sustituyendo el saco por la guerrera o el color azul gris por el negro... o el castaño.

Sin embargo —el tiempo, más eficaz y mis enérgico que los hombres— ha impuesto y realizado la evolución. La antigua oficialidad de las fronteras; digna y brillante por su heroísmo y por su abnegación, está reemplazada por esos cuadros que salieron del Colegio Militar llenos de capacidad, anhelosos de saber y perseverantes en la acción.

Alejémonos, pues, de las filas los cansados, los vencidos en la lucha por la vida; y, lejos de estorbar a los que nos reemplazan, brindémosles lo poco que nos queda de energía para que la utilicen, si la necesitan, en el noble y patriótico ideal que persiguen.

Nada es eterno, y todo cambia o muere. No pretendamos oponernos a la acción avasalladora e implacable de los años... Chacun son tour.