La guerra al malón: Capítulo 20
Habíamos cruzado el Colorado y las raciones escaseaban. La galleta era un articulo de lujo, y la yegua una ilusión. De vez en cuando nos racionaban de harina y entonces en cada fogón había un banquete. Se hacían tortas al rescoldo o se freían en grasa de caballo. Luego las comíamos de una sentada y para evitar los peligros de un cólico o de un empacho, disolvíamos aquella masa indigesta, inundando el estómago con sendos jarros de té pampa o de tomillo. La ropa iba deshaciéndose podrida por las lluvias y desgarrada por las espinas.
El tiempo se hacía crudo; y a medida que iban faltándonos el abrigo y las provisiones, el invierno se acercaba desprendiendo, a manera de advertencia o de amenaza, sus vanguardias de escarchas y de vientos.
De vez en cuando solíamos tropezar, en alguna ronda nocturna, con un caballo cortado de las tropillas, y si no había quien nos delatara o nos viese, hacíamos carne para rato.
¡Y que sabrosos y exquisitos aquellos fiambres de hígado de yegua, duros como piedra, pero caros a nuestro paladar y a nuestro estómago!
Las mismas mujeres de la tropa —previsoras como las hormigas— iban quedando con las maletas vacías, viéndose obligadas a substituir la yerba por el tomillo y a mezclar, en la chuspa del marido, el tabaco con las hojas de algarrobo.
La miseria nos invadía y contagiaba a todo el mundo. Una tarde sorprendí al mayor Sosa, nuestro jefe, desnudo y tiritando a la orilla del río. Acababa de hervir el vestuario en la olla inútil para otra cosa, y mientras las pilchas se secaban tendidas en las jarillas y en los piquillines, él se distraía echando y recogiendo un aparejo, en cuyos anzuelos se imaginaba ver salir de repente sabrosas y codiciadas truchas. Me retiré discretamente diciendo para mis adentros que el mayor era un chambón. Si hubiera querido pescar algo en realidad, debió poner en los anzuelos —antes de hervirlo— los pantalones o la blusa. Así, a lo menos, no tendría necesidad de buscar lombrices para cebo, toda vez que en las costuras de aquellas prendas, los peces hallarían abundante y bien nutrida fauna.
Ignoro si al cuartel general habrá llegado, por error de los baquianos, alguna invasión de yaguaneses; pero tengo para mí que el general Roca, si leyese estas líneas, es capaz de sentir todavía escozor en el pescuezo. No se anda impunemente desprovistos de paraguas a la intemperie, sin que lo moje el agua cuando llueve. Al fin, cuando menos lo esperábamos recibimos orden, los ayudantes, de concurrir a la comandancia en jefe en busca de raciones, Aquello fue un estallido de entusiasmo y de alegría. Íbamos a tener yerba, tabaco, arroz y galletas para tiempo. Los carretones que seguían al cuartel general, y que suponíamos depósitos de armamento y munición, estaban repletos de víveres y vicios. El comando no había descuidado un solo detalle, y si nuestras privaciones fueron grandes hasta entonces, era debido a que, portador cada soldado de su ración para un mes, la habría extraviado o consumido en la primera semana.
A partir de este momento la abundancia volvió a los campamentos y la expedición, con nuevos bríos, sintióse capaz de seguir al fin del mundo.
Llegamos a Choele—Choel sin contratiempo. Las indiadas que habían quedado en la pampa, estrechadas y envueltas en las maniobras de Racedo, de Levalle y de Godoy, se entregaban o huían, tratando de pasar a la Patagonia entre la columna que guiaba el ministro y la que conducía el general Uriburu desde la frontera de Mendoza. Sintiéndose hostigadas y perseguidas, no pudieron organizarse para venir a hostigar nuestra marcha, audaz y atrevida operación, durante la cual, y en trayecto mayor de noventa leguas, nos deslizamos ofreciendo el flanco al punto más peligroso del desierto.
Si el general Roca se hubiese equivocado, si hubiesen fallado las instrucciones que, antes de empezar de la campaña envió a los comandantes de división o de brigada, los indios habrían podido reunirse en masas considerables y comprometer nuestra marcha, arrebatándonos las caballadas, incendiando los campos o acosándonos incesantemente en los desfiladeros y en los campamentos. De haberse producido esto ¡quién sabe si ese llamado paseo militar desde el deslinde de Buenos Aires hasta la línea del río Negro, no se habría convertido en sangriento y pavoroso desastre!
La gloria de esa grande operación militar consiste, precisamente, en haberse realizado, como se realizó, sin dejar señalado el trayecto con arroyos de sangre ni con filas de osamentas.
Mañana, cuando se escriba la historia de la ocupación del río Negro, y cuando se estudie la actuación del ministro que la preparo y la dirigió, tendrá la república que adquirir un pedazo de tierra en la confluencia para levantar en ella el justiciero monumento que falta y que ha de imponer, más tarde o más temprano, la gratitud nacional.