La guerra al malón: Capítulo 18

La guerra al malón
de Manuel Prado
Capítulo 18


Sería imposible abarcar, en el espacio los contornos de gigantesca nube si de ella no estuviéramos separados lo bastante para reducir la perspectiva a líneas capaces de caber en la retina. Del propio modo debemos dejar que los años transcurran para que puedan juzgarse en el tiempo, con equidad y con acierto, aquellas obras humanas que la pasión del momento desconoce o deforma.

Yo no pretendo establecer paralelo, si bien no fuera despropósito, después de haber visto parangonados, sin asombro, al vencedor de Farsalia con el caudillo de los Llanos; yo no pretendo, digo, establecer paralelo entre la campaña de César en las Galias y la expedición al Río Negro; pero sí, sostengo que la colosal maniobra que llevó al ejército desde Trenque Lauquen al Río Negro, es la más importante, la más fecunda, la más noble operación de guerra que se haya verificado en el Continente, después de la epopeya inmortal de nuestra independencia.

Despejar las tinieblas que envolvían, como en un sudario, al desierto y derramar en sus ámbitos regueros de luz, que como la del sol, llevaban todos los gérmenes de la fecundación en sus rayos; arrancar al salvaje veinte mil leguas de territorios capaces de albergar y enriquecer a cincuenta millones de hombres libres y entregarlas como en aguinaldo al país para que surgiera, como ha surgido de su pobreza y de su descrédito, grande y respetado, es algo que compromete la gratitud de la República.

Para historiar esa hazaña, acaso fuera necesario un López o un Mitre; para cantarla haría falta el estro de Andrade o el numen de Ercilla. Para revivir recuerdos anecdóticos de escenas desarrolladas al relampagueo de un sable o al brillo tembloroso de los fogones, no es instrumento impropio, me parece, el lápiz de un alférez con inclinaciones de reporter, ni creo que, con intentarlo, se eche en cara lo pedestre ni lo vulgar del estilo.

Al aclarar el día 9 de abril de l879, estábamos listos para marchar, con las monturas en líneas, infladas las maletas por la provisión de víveres y vicios para quince días, gárrulos como loros barranqueros, alegres con la ilusión de llegar al río Negro, agobiados por el peso de las pilchas que soñábamos hallar en ilusorias tolderías.

De pronto oyóse en la comandancia el agudo toque de "a ensillar", y partimos al trote, con el bozal en la mano, a tomar cada uno su caballo.

En el vasto corral se atropellaban, asustados y rabiosos, levantando cegadora polvareda, los fletes que el gobierno nos mandara de refuerzo, y que, por recién llegados, no era posible conocer. Verlos y pedir a Dios su divina protección, fue todo obra de un segundo. Aquello no eran caballos de silla; eran baguales más viejos que el diluvio, o cuando mucho redomones de un par de galopes, llenos de mañas y de vicios.

Pero, no había que hacer. Cada cual agarró lo que le cupo en suerte, y medio hora más tarde salíamos del antiguo campamento, jineteando o charqueando, cayéndonos y levantándonos, hasta que, rendidos de cansancio, se entregaron los pingos y se pudo, mal que bien, organizar los escuadrones.

Antes de mediodía, en cuatro horas de camino, habíamos andado dos leguas, y ya era preciso acampar.

La generalidad de la tropa era gente "de a caballo"; pero, con todo no habían faltado los aporreados más o menos graves. Lo que sufrió mayormente, fueron las provisiones. Quedaba el campo sembrado de galletas y de yerba, y nosotros reducidos a reemplazar dentro de poco el mate por el té pampa!

¡Bien empezaba la campaña!

Sin embargo, por la noche, ardieron los fogones y mientras chirriaba la carne ensartada en los asadores, y cantaba el vapor en las ollas de puchero, los milicos reían festejando el cuento picaresco del camarada o zapateaban al compás de las guitarras gatos o malambos.

Para aquellos hombres no había malos tiempos ni golpes recios. Impagos, desnudos, hambrientos y castigados, iban lo mismo, indiferentes y alegres, al peligro que a las fiestas.

Después de salir de Trenque Lauquen, ya cuando los caballos habían entrado en caja, dominados por sus jinetes y la columna se organizaba regularmente, hubiera hecho falta que un pintor como Malharro, perpetuase por la magia de su arte aquel espectáculo curioso y singular.

Adelante, en la extrema punta de vanguardia, destacándose por el poncho blanco que flotaba al viento, como las alas de una fantástica mariposa, el coronel Villegas y su estado mayor: Montes de Oca, Ruiz, Solís, Alberto Biedma, Jorge Rhode. Más atrás el 3º de Caballería con su primer escuadrón de lanceros en columna de a cuatro, y en seguida el Batallón 2º, cuyos infantes habían rivalizado con los mejores jinetes de la división en la doma de baguales.

Y luego las mujeres y los niños, cabalgando sobre montañas de pilchas, al compás de las ollas, de las pavas, de los platos que se golpeaban al traqueteo de la bestia.

A los flancos, la enorme caballada de la división, fraccionada en trozos de cien caballos, y cada trozo arreado por un soldado y dos mujeres sin hijos. Aquello parecía antes bien un pueblo de guerreros antiguos en emigración que no el desfile de tropa moderna y regular.

El caballo de cada milico era un cambalache ambulante: en la montura la cama y un lienzo de carpa; a los tientos estacas, mazos, trabas, maneadores, ollas, jarros, la ración de carne para el día, sucia de sudor y de polvo; en las caronas, apretado con el cinchón, el asador; en la argolla del bozal la pava, y a media espalda la carabina o el fusil.

Así seguimos, y cruzamos Guaminí, Carhué, Puán, Fuerte Argentino y nos internamos en la Pampa, rumbo del Colorado, sin guías ni baquianos, por encima de las huellas que abriera el indio con sus arreos robados.

Llegamos a Salinas, fabuloso dominio de Calfucurá, y por último, después de un mes de marcha, hicimos alto en las cercanías del río Colorado. Allí debíamos aguardar la incorporación del general Roca, ministro de Guerra, al frente de la División de Puán y del 6º de Infantería con Vintter, Manuel Campos, Teodoro García, Cerri, Marcial Nadal, Fernández Oro, Voilajusson, Leyría, Romero, Olascoaga, monseñor Espinosa y tantos otros cuyo nombres es imposible recordar.

A esta altura la campaña estaba en todo su desarrollo, abarcando las operaciones militares una superficie mayor de diez mil leguas cuadradas. Racedo y Rudecindo Roca batían la zona en que dominaran los ranqueles; Godoy ocupaba los viejos pagos de Pincén y de Nahuel Payun, en Malal y Toay; Levalle la dilatada comarca en que reinaran los Catriel hasta más allá de la laguna de Carancho, y Napoleón Uriburu se desplazaba a lo largo de la cordillera de los Andes, para dominar la vasta cuenca del Neuquén.

Y entretanto los indios, hasta entonces soberanos del desierto eran amenazados por aquella formidable avalancha de hierro que los empujaba, obligándolos a buscar más allá de los grandes ríos australes, refugio para sus huestes desmoralizadas y deshechas.

La primera operación a que asistimos, bajo el mando directo del ministro de Guerra, fue el paso del Colorado.

Ancho, impetuoso, turbio a fuerza de arrancar y diluir en la ira de su rabiosa corriente la tierra de las barrancas que lo oprimen, vimos precipitarse atraído por el abismo del lejano mar, el caudaloso río, cuyas aguas limitan, por el sur, el territorio de la Pampa.

Un soldado lo cruzó en explorador, y detrás echáronse el ministro, su estado mayor, los regimientos, las mujeres, los carros, el ganado, las caballadas produciendo los alaridos de los caballerizos y de los carreros, las voces de mando de los oficiales y los gritos de las mujeres y los niños asustados, un concierto monstruoso que realzaba el formidable rezongo de la corriente.

Y cuando íbamos saliendo a la orilla, pudimos leer en un cartel que alguien colgara en las ramas de elevado sauce, estas palabras: "Paso Alsina".

Ningún nombre, por cierto, más digno de perpetuarse en aquel vado que venía a ser algo así como la puerta de honor para entrar en la Patagonia.

Una vez al sur del Colorado, nos hallábamos en el más completo misterio; y en adelante iba a guiar nuestra marcha la sola intuición del general en jefe.

Seguimos, pues, aguas arriba, unas veces culebreando por la estrecha senda que la barranca disputaba al río; otras abriendo picadas a filo de machete en los tupidos bosques de chañar y piquillín; otras escurriéndonos por entre espesos carrizales y enmarañadas cortaderas; pero sin perder un hombre ni un caballo, sin vacilar un instante en el rumbo ni en el propósito.

Por fin, el 2l de mayo resolvió el general Roca adelantarse con la División Villegas, para explorar la marcha del resto de las fuerzas y llegar, como lo tenía prometido solemnemente, a la hora de saludar, en las orillas del río Negro, el sol de nuestra independencia.

Alzamos carne para tres días y al aclarar del 24, nos deteníamos a la altura de Choique Mahuida. De allí partían numerosos caminos con rumbo general al sur, era allí seguramente el punto en que debíamos torcer para el Río Negro.

¿Pero qué camino era el que conducía a Choele—Choel? ¿Cual era el más fácil y más corto? Podríamos tomar uno al acaso y lanzarnos en peligrosa travesía, sin agua en esa estación, sin forraje para las caballa das y comprometer la suerte de la expedición.

El general Roca se puso a la cabeza de la columna, y confiando a su instinto o a su buena estrella la elección del camino, lanzó el caballo sobre la huella que mejor le pareció y dirigiéndose al corneta de órdenes le dijo:

—Toque al trote.

Y los dos cuerpos —el Regimiento 3º y el Batallón 2º— escalaron en breve la subida que conduce a la árida y triste altiplanicie que va desde el Colorado al Negro.

Así marchamos, parando solamente para mudar caballos, todo el día.

¿Íbamos bien? ¿Se habría equivocado el general?

Tendríamos que desbandarnos, acosados por la sed, en aquellas pavorosas soledades que se extendían, se alargaban, se dilataban hasta perderse en los confines del lejano y neblinoso horizonte?

Seguíamos silenciosos, irguiéndonos sobre los estribos para aumentar el campo visual, cada vez que alguno pretendía descubrir a lo lejos el culebreo del río.

De pronto —el sol iba ya buscando su ocaso, detrás del tupido celaje de las nubes— vimos que el general detenía su caballo en lo alto de una lomada y señalaba a su frente.

"Al galope", indicó el corneta de órdenes, y envueltos en enorme remolino de polvo, nos precipitamos detrás del ministro.

Diez minutos o un cuarto de hora, en esa rauda marcha y ¡alto! Descorrida por el viento la cortina de tierra que nos impedía mirar a distancia, vimos serpentear allá abajo, en el valle profundo, la línea verdosa de los sauces, y dentro de ese marco, la plateada superficie del río.

En aquel momento todos los corazones latieron con violencia, todas las almas se estremecieron de alegría, todos los brazos se agitaron movidos por el entusiasmo. La República había suprimido el desierto, y sus dominios se extendían sin barrera que los cortase, hasta el extremo sur de Cabo de Hornos, en donde si la patria concluye es porque Dios no quiso hacer más grande el Continente.

Mudamos caballos. La División Trenque Lauquen no podía pisar el valle del Río Negro cabalgando en los matungos de marcha. Como en los días de la patria, o en los momentos de combate, debía ensillar aquellos "blancos" legendarios, cuyos cascos dejaran trazados en la Pampa los cimientos de futuras y prósperas ciudades.

Y en columnas por secciones, desplegadas al viento las gloriosas enseñas que la metralla paraguaya no consiguiera arrancar de sus astas; los dos cuerpos llegaron a la margen del misterioso río; y establecieron al borde mismo de la rumorosa corriente el primer campamento de Choele—Choel.

Después de lista, y cuando se hubo establecido el servicio de vigilancia en el campo y en las caballadas, se oyó el toque de "carneada".

Ya era tiempo. Hacía por lo menos veinticuatro horas que no comíamos, y el estómago, estimulado por la marcha del día y por el aire tonificante de la comarca, reclamaba, con imperio, un poco de atención.

En un verbo se enlazaron y se carnearon algunas yeguas, y bien pronto vimos alzarse y diluirse el humillo perfumado que desprendían los churrascos de potro, exquisito plato de aquel menú de gala. Y estoy seguro que el general Roca no habrá hallado jamás en su vida —ni aún en los banquetes que más refinadamente le hayan preparado— un manjar que supiera como aquel pedazo de costillar de yegua que le sirvió de cena, en su tienda de campaña, el 24 de mayo de 1879.

Pero... ahora me apercibo que se me fue la mula.

Quise hacer un poco de crónica, relatando episodios desarrollados en la marcha o a orillas del fogón, y sin darme cuenta, automáticamente, veo que he llenado numerosas carillas, cuya extensión, sirviendo de advertencia sana al lector, lo habrá salvado de un solo insípido y vulgar. Pido perdón... y cambio de sonata.