La guerra al malón: Capítulo 16

La guerra al malón de Manuel Prado
Capítulo 16


Hace treinta años éramos ocho compañeros —cadetes en el Regimiento 3º de Caballería— y cabíamos, si no con desahogo, alegremente en un mezquino rancho de adobes, dentro del cual —si tuviera puerta que cerrase— no habría aire suficiente para dos. Hoy, si fuéramos obligados a parar rodeo, no llegaríamos a cinco; y, sin embargo, nos va pareciendo incómodo y pequeño el mundo para vivir. Mirando para atrás se me antoja el rancho aquel —desmantelado y en ruinas— más lleno de encantos que no la abrigada y buena casa en que veo escurrirse los últimos años de esta existencia perra, como los eslabones de una cadena que va cayendo en el abismo. Es que entonces teníamos quince años y albergaban en nuestras almas todos los ideales, y en nuestros corazones todos los afectos y todos los cariños, que el tiempo va reduciendo a escorias o disolviendo en humo.

Éramos ocho, y cada uno tenía su misión determinada.

Crobetto, por ejemplo, era el encargado de aumentar las provisiones, hasta hacerlas suficientes, con achuras y sebo.

Villamayor, cuya gravedad lo habilitaba para el caso, tenía la misión de conseguir legumbres en las chacras, cuyas primeras cosechas llenaban de orgullo y de entusiasmo al coronel Villegas. Cualquier otro cadete que fuera visto en la proximidad de las sementeras habría sido cuidadosamente vigilado por los quinteros, y estoy seguro de que no podría regresar a la vivienda sin ser sometido al más escrupuloso registro. En cambio, Villamayor se paseaba sin despertar sospecha alguna por todas partes y en cualquier momento, simulando que estudiaba su Reglamento de maniobras, pero en realidad esperando la ocasión de caer sobre las hortalizas como Alarico cayera sobre Roma. ¡Y cuantas veces le vimos volver recitando en alta voz la "retirada alternada por medio de escuadrones", rellenas las piernas del pantalón, que la bota apenas con seguía sujetar, con preciosa carga de choclos y de papas!

Crobetto era otro hombre y otro estilo. Concurría diariamente a la carneada, y para hacerse luz con una riñonada o un asado no tenía rival. Enlazador y jinete incomparable, para ayudar a voltear un animal siempre estaba listo y preparado; pero ¡que no pestañease el ayudante! porque era capaz de alzarse con el matambre antes de sacarle el cuero al novillo.

Los lunes, por ser día consagrado a las ánimas, eran clásicos para Crobetto. Pasada la retreta, se echaba al hombro una bolsa y... al cementerio. Las mujeres, economizando los pedazos de sebo que conseguían durante la semana, hacían velas, y —¡pobre y buena gente— allá iban a encenderlas sobre las sepulturas sus amigos o maridos muertos.

Y el travieso cadete, considerando acaso que si una vela no basta para aliviar el alma de ningún difunto, alcanza en ocasiones para dar de comer a un vivo, recogía todos los cabos que hallaba a mano, y volvía cargado de grasa para el celebre banquete de los martes.

¡Qué tiempos aquellos, y sobre todo qué panzadas de guisos y tortas fritas, hechas con el sebo que robábamos a los muertos!

Sin embargo jamás tuvimos que acudir al doctor Vargas, médico de la división, ni a la vieja Culipín, curandera del regimiento, en demanda de auxilios profesionales para sanar del "miserere".

Lindando con el solar de nuestro rancho —tapia de por medio— estaba la quinta de monsieur Fanton, el comerciante más rico del campamento. Y como rico y acomodado, monsieur Fanton se daba el lujo de poseer —además de una excelente huerta en la que había hasta frutillas en noviembre— un par de robustas y bien cuidadas lecheras. Nosotros vimos un día aquellas vacas; vimos a madama Fanton ordeñarlas y colmar un balde de apetitosa leche; y ahí no más sobre el pucho, con heroica decisión, resolvimos asociarnos al sibaritismo del vecino.

Empezamos por trabar amistar con el celoso guardián de la quinta, un formidable barcino, tal vez mestizo —por lo bravo y por lo astuto— de un tigre con una zorra; y, cuando aquella fiera se hubo rendido a nuestros halagos pérfidos, hasta el punto de consentir sin morder que le quitáramos las garrapatas de las orejas, dimos principio a la campaña.

Con relativa y calculada frecuencia —todas las noches habría sido matar la gallina de los huevos de oro— después que la familia de monsieur Fanton se recogía, Crobetto saltaba la tapia, ordeñaba una de las vacas y le largaba la cría. Por la mañana, madama Fanton se ponía furiosa con el peón a quien culpaba de no atar sólidamente el ternero, y cuando transcurría algún tiempo repetíamos la maniobra.

Un día cometimos —cometió el pobre Paradelo contra la opinión de la mayoría— la barbaridad de invitar a un compañero del Batallón 2º de Infantería a tomar mate de leche, y la generosidad nos costo cara.

Creyendo el camarada que nos favorecía y nos honraba, divulgando nuestros lujos, hablo de la invitación, naturalmente exagerando lo del mate y diciendo, por su cuenta, que debíamos disponer de una cremería holandesa. La noticia llegó a los oídos de monsieur Fanton, y cierta noche en que Crobetto volvía al rancho con el balde rebosando blanca espuma, fue detenido y arrestado por orden del coronel.

A nosotros, como a cómplices del malhechor, se nos dio por alojamiento el cuarto de banderas y por límite del mundo las paredes del cuartel.

Pero no todo eran travesuras, ni se hacían méritos para el ascenso asaltando las chacras en busca de choclos o repollos ni profanando el sagrado cementerio en requisa de velas para el guiso. También nos tocaba, como decía el sargento Rosas —viejo veterano de la época del coronel Granada— "pitar del paraguayo fuerte".

Al rayo del sol, en plena siesta de enero, vestidos con uniforme de invierno; o en noches de formidable escarcha, sin otro abrigo que el traje de brin y un poncho roto y sucio, más parecido a criba que a prenda de vestir, se nos veía de eternos centinelas, rígidos como estatuas en las puertas del cuartel, o vagar, ora asfixiados o ateridos, hambrientos, cayéndonos de sueño, en las rondas de caballada. Porque el hecho de ser cadetes y aspirantes a oficial, no nos eximía de ningún servicio ni de ninguna fajina. Allá íbamos de chasqui llevando correspondencia a las líneas de fortines, si el caso se ofrecía, también se nos destinaba para hacer ladrillos o "dar una manito en la construcción de fosos y fortines".

En las expediciones —y por lo mismo que debía ponerse a prueba nuestra resistencia y nuestro espíritu— nos tocaba bailar con la más fea. Descubiertas, flanqueos, vanguardias, patrullas; vale decir, todo cuanto obligaba a estar eternamente despierto, a caballo, y sin comer, eran funciones del cadete. De esa manera se iba acumulando polvo de oro para transformar en galón de alférez la trencilla de lana que ostentábamos en el kepi.

En una de esas campañas pasóle a Crobetto una aventura que pinta su carácter, su valor y su espíritu, que por lo mismo que no ha de estar consignada en su legajo personal, cabe en estas reminiscencias, a manera de justiciero recuerdo.

A las órdenes del mayor Rafael Solís atacamos en Malal los toldos del cacique Pincén; y, como era de práctica, al iniciarse el ataque la columna se dividió en grupos de tres a cuatro hombres, a objeto de abarcar en el menor tiempo posible una mayor extensión poblada. Crobetto se fue acompañado del cabo Toledo, un viejo correntino célebre por su coraje, y de otro soldado más. Así llegaron a un toldo escondido en el monte y se apoderaron de las mujeres y los chicos, así como de las pilchas que encontraron a mano.

Toledo y el soldado se pusieron en camino —con rumbo al punto en donde el corneta tocaba llamada— mientras Crobetto se quedaba a cinchar el caballo.

Se habían perdido de vista los milicos, entre los árboles, cuando de improviso se vio atacado Crobetto por tres indios que, armados de lanza y boleadoras se le fueron encima. Sorprendido el cadete, y no teniendo tiempo para apoderarse de la carabina que llevaba —por viciosa costumbre— atada a los tientos de la montura, echó mano al sable y se dispuso a vender su vida. En medio de una lucha encarnizada, y aún cuando había conseguido derribar a un indio de una estocada, Crobetto habría sucumbido, si no acierta a llegar, atraído por el ruido y por los gritos, un grupo de soldados que mandaba el teniente Arteaga.

Pero, si el compañero logró salvar el pellejo, no fue tampoco impunemente. Los indios le habían acribillado las costillas a bolazos, y volvía el pobre muchacho encorvado de dolor. Nos encontramos en el campamento del mayor Solís, y llamándome aparte me pidió que le mirase las espaldas y los costados. Era un Jesús Nazareno, a fuerza de estar lleno de machucones. Se imponía, desde luego, la curación, que estaba a nuestro alcance, consistente en bañar con salmuera las partes magulladas.

Pero... ¿y la sal?

Crobetto tenía una poca escondida en el fondo de sus maletas; pero juzgó más a propósito destinarla al asado.

— Las mataduras —dijo— se curan solas o no se curan con nada, mientras que el churrasco, si no está salado es indigesto y desabrido.

A las doce del día nos incorporamos al resto de la división en Fotá Lauquen, y esa misma noche Crobetto la pasaba sobre la montura de rondín en las caballadas.

Una semana después, en Trenque Lauquen, fue necesario operarlo de los tumores que le habían salido a consecuencia de los golpes que recibiera.

En la expedición a Río Negro, durante aquella formidable inundación que nos tuvo sitiados durante veintitantos días, Crobetto fue la providencia de todos nosotros. El se alejaba a nado a buscar, en los despojos de los caballos ahogados, carne para matar el hambre y grasa para alimentar los fogones. Su achura favorita, el plato de su predilección, era la crinera, porque según decía, esa parte del animal no se descompone ni suelta mal olor. De ahí el sobrenombre cariñoso con que lo bautizamos de "tata crinera".

Una mañana —el racionamiento de la tropa se había reducido a un puñado de harina que amasábamos sin sal y cocíamos al rescoldo— el coronel Villegas divisó a lo lejos, un grupo de hacienda vacuna, refugiada en un islote que las aguas, en creciente, amenazaban cubrir.

Era necesario traer aquel ganado, costase lo que costase, allá fue mandado Crobetto con dos soldados nadadores. Me parece que aun veo a esos valientes salir del campamento en camisa y calzoncillos, descalzos, con una vincha en la cabeza, corriendo alegremente al más estéril de los sacrificios.

Nos hallábamos a fines de julio, el frío era espantoso, y aquellos infelices eran mandados a perecer ahogados o entumecidos. Vino la noche y los expedicionarios no regresaron. A la mañana siguiente se les vio retornar con una punta de animales; pero, ¡en que estado, Dios mío! Habían dormido en las ramas de los árboles, sin abrigo y sin fuego, reanimándose cuando creían desfallecer, con tragos de caña a la que se había mezclado, para hacerla más espantosa, jugo de tabaco negro.

Dos leguas, ida y vuelta, entre el agua escarchada no habían logrado abatir aquellos espíritus ni quebrantar aquellas energías de acero.

Para llegar al islote era preciso nadar trechos muy largos por encima de algarrobos, y chañares cuyas espinas habían desgarrado en cien mil heridas el cuerpo de Crobetto y de sus compañeros.

Esta hazaña fue comentada en el campamento; pero veintiséis años más tarde el ex cadete Crobetto tuvo que retirarse con el grado de mayor, mientras que otros más felices, con menos servicios y con no más competencia profesional disfrutan pensiones de coronel... o general.

"Si no se nace p'al cielo al ñudo es mirar p'arriba".