La fontana de oro/XXVII
Se queda sola
Cuando Lázaro volvió a su casa, tembló en presencia de Coletilla. Pero bien pronto su terror se trocó en sorpresa al ver que, lejos de mostrarse indignado el viejo por haberle visto en compañía de los frenéticos de la Fontana, estaba un poco menos adusto que de ordinario, y hasta llegó a manifestar cierta benevolencia, que era en él cosa muy rara.
Aquella noche y a la mañana siguiente volvió Lázaro a intentar la difícil empresa de ver a Clara. Era cosa imposible, porque el sistema de clausura empleado en la joven por sus tres carceleras, por aquel Cerbero femenino de tres cabezas y tres cuerpos, era inexorable. Clara vivía peor que un cenobita, peor que esos prisioneros de que hablan las historias antiguas, sepultados en vida, cuerpos vivos para el dolor y los horrores de la soledad. ¡Dios tenga piedad de este infeliz!
Pero si Lázaro no podía verla, el abate Carrascosa pudo aquel día, con permiso de la devota, entrar a enterarse de la salud de su señora doña Clarita; y al hallarse con ella, sacó un papel del bolsillo y haciéndole señas de que callase, se lo dio a la joven furtivamente. Sin decirle una palabra, salió.
Clara se puso como la grana: su primer pensamiento fue romper la carta; pero se le ocurrió que podía ser de Lázaro. Tal vez el pobre muchacho se había decidido a escribirle, no pudiendo verla, y se valió del abate, que era sin duda su amigo. Guardó en el seno la carta, y esperó.
La devota no tardó en venir, y se sentó junto a ella.
«¿No sabe usted -dijo- que vamos esta tarde a la procesión del Divino Pastor?».
-¿Sí? -contestó Clara maquinalmente.
-Sí; pero usted no va. Han resuelto que se quede usted aquí, porque las jóvenes que están en penitencia no deben salir nunca de casa. ¿No piensa usted lo mismo?
-Lo mismo -dijo Clara, temblando por miedo de que le conocieran en el semblante que tenía una carta escondida.
-Vamos al balcón de una amiga nuestra, desde donde se ve todo perfectamente. Estará muy vistoso. De San Antón salen tres imágenes, y dicen que es también muy probable que salga el Cristo de las Llagas de la capilla de Santa María del Arco. Todo esto pasa por la calle de San Mateo, a donde vamos nosotras.
No dijo más. Ya estaba arreglada para salir. Su vestido era el de las grandes solemnidades, el mismo de otras veces; pero ¡cosa singular!, su toca estaba plegada en la frente con cierta presunción de monja novicia, presunción que no carecía de gracia. Su mantón, cuyo velo impenetrable le cubría otras veces completamente el rostro, aparecía ahora echado hacia atrás con una franqueza que el rígido dominico de la antigua casa de los Porreños habría calificado de desenvoltura.
Si Clara hubiera estado menos preocupada en aquel momento y tenido un carácter más observador, sin duda se habría de admirar al ver a doña Paulita afectada de distracciones intermitentes; habría notado que se sonreía con frecuencia, moviéndose sin cesar; que después se ponía muy triste, permaneciendo quieta y como abstraída; que luego le daba una especie de acceso de despecho, crispaba los nervios y cerraba los ojos, erguía el cuello y parecía atenta a ruidos lejanos, no escuchados de otro alguno. Aún hay más: si Clara no hubiera tenido el rostro tan inclinado sobre la costura como de ordinario, habría reparado que la devota se levantó, y acercándose a un pequeño espejo de cristal de roca (obra admirable del siglo XVII, adquirido en Venecia por el undécimo Porreño), se estuvo mirando por espacio de tres minutos con singular atención. Hay pruebas irrecusables de que jamás, en ningún tiempo, había reflejado la histórica superficie de aquel espejo la faz de la dama. También sabemos que aquella no era la primera vez que se miraba; que la noche anterior y el día anterior se había mirado también, observándose, sobre todo por la noche, con gusto y calma. Es indudable que medio cerró los ojos para verse no sabemos con qué grado de luz, y que recogió después los labios, mostrando a la curiosidad insaciable del cristal lisonjero las dos blancas y nacaradas filas de sus hermosos dientes. Este fenómeno nos ha obligado a trabajar mucho para descifrar ciertos misterios, cuyo conocimiento es necesario para la continuación de esta historia.
En el otro cuarto, María de la Paz y Salomé habían exhumado de las profanas gavetas unas vetustas vestiduras de seda valenciana, que habían sido en mejores tiempos elegante ornato de sus personas. Suspendieron en sus cabezas sobre solidísimas peinetas la mantilla negra de pesados encajes, y Paz abrió una pequeña caja de cartón en figura de ataúd, que aún conservaba el perfume fiambre de las guanterías de 1790, y de esta caja sacó un abanico de doscientas varillas que, al desplegarse como la cola de un pavo real, hacía más ruido que una perdigonada. Salomé se colgó en la muñeca de la mano izquierda un ridículo, donde puso, además de sus espejuelos, un frasquito de esencias y otras baratijas.
«¿Y dejamos aquí a ese joven?» dijo Paz, mirando a su hermana con estupor.
-¿Cómo? No es posible -contestó la del ridículo con espanto-. Si queda Clarita en casa...
-¡Qué horror! Hay que llevar con nosotras a ese joven. Pero ¿qué dirán?...
En esto entró la devota. Elías andaba por allí cerca.
«¡Qué dirán si llevamos con nosotras a ese joven!...» continuó Paz.
-¿A ese joven?... -repitió Paulita.
-Sí: ¿qué dirán? ¡Jesús! -exclamó Salome.
-Nada dirán -manifestó la devota, mirando para otro lado-. Es un servidor, un caballero que nos acompaña. Y, sobre todo, el mal está en las intenciones, no en las apariencias. ¿Qué pueden decir? Nosotras, es verdad que no necesitamos caballeros; pero no es indecoroso que ese joven nos acompañe. ¡Oh! No atendamos tanto a las preocupaciones del mundo.
-Pero si a ese joven le conocen por libertino -dijo Paz-, y le ven con nosotras...
Ante este argumento vaciló un momento la mujer mística, y casi no supo qué contestar. Pero no era persona que se dejaba vencer fácilmente en una disputa, y tomando fuerzas, prosiguió:
«¡Oh fragilidad de las cosas mundanas!... No temamos al qué dirán. Sobre todo, yo no creo que ese hombre sea un libertino. (Elías había entrado y escuchaba con mucha atención a la devota.) Tiene buen corazón, y si ha cometido algún error es por falta de experiencia y de guía. Pero yo le he comprendido bien, y sé que se enmendará, si ya no se ha enmendado, y está derramando lágrimas ocultamente por sus yerros pasados. Que venga».
Elías no la dejó concluir. Arrebatado de entusiasmo, alzó los brazos y gritó:
«¡Lázaro, Lázaro!».
Antes que Lázaro llegara, el realista se lanzó fuera, y le trajo o, más bien, le arrastró.
«Arrodíllate ahí -le dijo con voz fuerte, presentándole ante la devota-. Arrodíllate delante de esa santa. Ha dicho que tienes buen corazón».
Lázaro estaba perplejo, las dos viejas absortas, la devota satisfecha y Elías entusiasmado. Que quieras, que no, el joven tuvo que hincarse.
«Híncate, hombre, híncate -dijo el tío-. Ahora, bésale la mano».
Lázaro, que sin darse cuenta obedecía las órdenes violentas de su tío, besó respetuosamente la mano de la santa, y la tuvo estrechada un momento entre las suyas.
«Prostérnate ante la virtud -decía Elías-; tú, pecador indigno de ser perdonado. Ha dicho que tenías buen corazón. No, señoras: no lo tiene».
Doña Paulita hizo esfuerzos heroicos para aparecer con cierta dignidad arquiepiscopal en el momento en que Lázaro le besaba la mano, arrodillado ante ella; pero su decoro de santa fue vencido por lo mucho que empezaba a tener de mujer. Cuando sintió los labios del joven posados sobre la piel de su mano, tembló toda, se puso pálida y roja con intermitencias casi instantáneas, y una corriente de calor ardientísimo y una ráfaga de frío nervioso circularon alternativamente por su santo cuerpo, no acostumbrado al contacto de labios humanos.
Después de una pausa, principió a recobrar su aplomo y dijo:
«¡Qué locura! ¡Santa yo! Levántese usted, caballerito (no se atrevió a decir joven.) No he dicho más sino que confío en que tendrá buen juicio y se enmendará».
-¿Pues no ha dicho que te perdona las faltas que has cometido? ¡Qué virtud! ¡Qué heroísmo cristiano! -exclamó Elías-. ¿No te anonadas? Pero, hombre, levántate: ¿qué haces ahí de rodillas?
El joven se levantó, mientras Paz ponía fin a esta vehemente y conmovedora escena, diciendo fríamente y con desdén: «Vámonos».
-Prepárate a acompañar a estas señoras -dijo Coletilla.
Al estudiante le contrarió mucho este mandato. Él había oído decir en la mesa aquella mañana que Clara no iría a la procesión, y había formado sus proyectos para verla aquel día. La obligación de acompañar a las tres señoras le pareció la mayor desgracia que podía ocurrirle aquel día. ¿Pero cómo era posible resistir a las órdenes de aquel tirano? Lleno de despecho tomó su sombrero y bajó con las tres ilustres ruinas, que se llevaron una de las llaves de la casa, dejando a Clara la consigna de no salir del cuarto. Elías, que quedaba también en la casa, tenía la otra llave.
No hacía cinco minutos que las Porreñas navegaban hacia la calle de San Mateo, cuando llegó el abate Carrascosa muy presuroso y tocó a la puerta.
Elías bajó a abrirle.
«Venga usted, amigo; venga usted al momento» le dijo con agitación.
-¿Pero a dónde, hombre, a dónde? Está la casa sola. No puedo salir.
-¿Que no puede usted salir? -dijo el abate asombrado-. Pues buena la hace usted si no sale al momento y viene conmigo a donde yo le lleve.
-¿Pues qué hay, Carrascosa?
-Venga usted, y hablaremos por el camino.
-Hombre, la casa...
-Qué casa ni qué ocho cuartos. Cierre usted, y vámonos.
-Queda aquí esa muchacha.
-Pues déjela usted encerrada y venga, porque esto no es cosa para andarse con peros...
-¿Pero qué hay? Sepámoslo.
-Hay que si usted no viene ahora mismo conmigo a la Fontanilla... ya sabe usted... el club de esos muchachuelos... Si usted no viene conmigo, va a haber un conflicto.
-¿Pero qué es ello, hombre?
El abate no había inventado de antemano la mentira que necesitaba emplear para salir de la casa de Elías: así es que se vio aturdido por un momento; pero su astucia frailesca no le faltó.
«Pues parece que esos chicos están alborotados, y dicen que usted los ha engañado; que usted no tiene poderes de... de aquella persona; que usted...».
-¿Que no tengo poderes? -dijo Elías-. Cuidado con los niños. ¡Liberalitos al fin!
-Y parece que quieren armar un alboroto esta noche -dijo Carrascosa, seguro ya de la mentira que había de encajarle.
-¡Esta noche! -exclamó Elías, llevándose las manos a la cabeza-. ¡Esos chicos están locos! Lo van a echar todo a perder... Pero quién les ha dicho que esta noche... ¡Vaya con los niños! Pero voy allá al momento.
-Venga usted, porque si tarda...
-Voy, voy al momento. Cerraré la puerta y me llevaré la llave. No importa. Las señoras tienen otra.
-Vamos.
El abate había conseguido su objeto, que era alejar a Coletilla de la casa aquella tarde, pará que Clara se quedase sola. En tanto las esfinges se acercaban al término de su viaje, y Lázaro las seguía, revolviendo en su mente el plan que en un momento de colérica inspiración había concebido. Consistía este plan en dejar a las tres ruinas, en medio de la calle, cuando ellas estuvieran más distraídas con la procesión, y volver atrás. Pero esto tenía sus inconvenientes. ¿Cómo entraba en la casa? ¿Rompiendo la puerta? ¿Y su tío que estaba dentro? Terrible era aquella situación. ¡Vivir con ella y no verla! Oír que continuamente imputaban a aquella infeliz faltas y crímenes inauditos, y no poder acercarse a ella y preguntarle: «¿Qué has hecho?».
Las tres Porreñas marchaban acompasadas y pomposamente, sin proferir una palabra. Así llegaron a la casa desde donde habían de ver pasar la procesión, que era la casa de un clérigo llamado don Silvestre Entrambasaguas y de su hermana doña Petronila Entrambasaguas.