La fontana de oro/XLI
No hemos examinado aquella agitada sociedad más que en una sola faz. Las altas regiones del poder han permanecido impenetrables para nosotros; pero ahora nos toca hacer una excursión hacia los elevados lugares, lugares que llamaba el público la Casa Grande, para conocer, aunque no con la profundidad que el caso exige, la fuente del abominable complot, anteriormente descrito.
En una sala del pabellón, que forma un martillo en la fachada oriental del Palacio estaba Fernando VII, en la misma noche del motín. En aquel pequeño despacho no recibía a los ministros; aquella no era la cámara, era la camarilla. Allí habían privado grandemente en épocas anteriores el duque de Alagón, Lozano de Torres, Chamorro, Tattischief y otros memorables personajes de los seis años que siguieron a la vuelta de Valencey. Alguna vez los ministros eran favorecidos con su admisión en aquel recinto de perfidias y adulación, y allí las sonrisas de Fernando para sus secretarios eran siempre siniestras. Cuando sonreía a un liberal, malo. Este axioma cortesano tuvo gran boga del 20 al 23.
Aquella noche estaba con Coletilla, su perro favorito. Sentados junto a una mesa el uno frente al otro, tenían delante unos papeles, que sin duda eran cosa importante por la atención con que los leían y anotaban y por la actitud satisfecha con que el Rey celebraba lo que allí estaba escrito. Fernando se permitía algunas agudezas de vez en cuando, porque era hombre, como todos saben, que poseía en grado eminente la propensión a la burla, que ha sido siempre constantemente adorno del carácter borbónico. Coletilla, que no acostumbraba a reírse, reía también, por considerar desacato no reproducir en su fisonomía complaciente y esclava todas las alteraciones de la regia faz de su amo.
«Señor, esta noche -dijo-, es la noche de la redención. ¡Dios quiera en su altísima justicia que nuestra empresa llegue a feliz término! Yo así lo espero; confío mucho en el valor de los que están encargados del negocio. Señor, V. M. recobrará sus divinos atributos, usurpados por una turba de habladores sin honor ni nobleza. España va a despertar. ¡Ay de aquellos que sean sorprendidos en el error, cuando la patria sacuda su letargo, abra los ojos y vea...!».
Fernando no contestó: había inclinado la cabeza y parecía muy meditabundo. La luz de una lujosa lámpara le iluminaba completamente el rostro, aquel rostro execrable que, para mayor desventura nuestra, reprodujeron infinidad de artistas, desde Goya hasta Madrazo. Es terrible la infinita abundancia de retratos de aquella cara repulsiva que nos legó su reinado. España está infestada de efigies de Fernando VII, ya en estampa, ya en lienzo. Esa cara no se parece a la de tirano alguno, como Fernando no se parece a ningún tirano. Es la suya la más antipática de las fisonomías, así como es su carácter el más vil que ha podido caber en un ser humano. Estupenda nariz, que sin ser deforme como la del conde-duque de Olivares, ni larga como la de Cicerón, ni gruesa como la de Quevedo, ni tosca como la de Luis XI, era más fea que todas estas, formaba el más importante rasgo de su rostro, bastante lleno, abultado en la parte inferior, y colocado en un cuerpo de buenas proporciones. La vanidad austriaca no hubiera puesto su boca prominente debajo de la nariz borbónica, símbolo de doblez, con más acierto y simetría que como estaba en la cara de Fernando VII. Dos patillas muy negras y pequeñas le adornaban los carrillos, y sus pelos erizados a un lado y otro parecían puestos allí para darle la apariencia de un tigre en caso de que su carácter cobarde le permitiera dejar de ser chacal. Eran sus ojos grandes y muy negros, adornados con pobladísimas cejas que los sombreaban, dándoles una apariencia por demás siniestra y hosca.
Respecto a su carácter, ¿qué diremos? Este hombre nos hirió demasiado, nos abofeteó demasiado para que podamos olvidarle. Fernando VII fue el monstruo más execrable que ha abortado el derecho divino. Como hombre, reunía todo lo malo que cabe en nuestra naturaleza; como Rey, resumió en sí cuanto de flaco y torpe pueda caber en la potestad real. La revolución de 1812, primera convulsión de esta lucha de cincuenta años, que aún dura y tal vez durará mucho más, trató de abatir la tiranía de aquel demonio, y en sus dos tentativas no lo consiguió. La Revolución hubiera abatido a Nerón, a Felipe II, y no abatió a Fernando VII. Es porque este hombre no luchó nunca frente a frente con sus enemigos, ni les dio campo. No fue nuestro tirano descarado y descubiertamente abominable; fue un histrión que hubiera sido ridículo a no tratarse del engaño de un pueblo. Nos engañó desde niño, cuando fraguando una conspiración contra un favorito aborrecido, muy superior a Fernando por su inteligencia, adquirió una popularidad que pronto pagó España con la sangre de sus mejores hijos. Fernando fue mal hijo: conspiró contra su padre Carlos IV, cuya imbecilidad no disminuía el valor de su benevolencia; conspiró contra el Trono que debía heredar más tarde, y aun amenazó la vida del que le dio el ser. Después se arrastró a los pies de Napoleón como un pordiosero, mientras España entera sostenía por él una lucha que asombró al mundo. Al volver del destierro, pagó los esfuerzos de los que él llamaba sus vasallos, con la más fría ingratitud, con la más necia arrogancia, con la anulación de todos los derechos proclamados por los constituyentes de Cádiz, con el destierro o la muerte de los españoles más esclarecidos; encendió de nuevo las hogueras de la Inquisición; se rodeó de hombres soeces, despreciables e ignorantes, que influían en los destinos públicos, como hubiera podido influir Aranda en las decisiones de Carlos III; persiguió la virtud, el saber, el valor; dio abrigo a la necedad, a la doblez, a la cobardía, las tres fases de su carácter. Restablecido a pesar suyo el sistema constitucional, tascó el freno, disimuló como él sabía disimular, guardando el veneno de su rabia devorando su propio despecho, encubriendo sus intentos con palabras que nunca pronunció antes sin risa o encono. Lo que es capaz de tramar un ser de estos, tan hipócritas como cobardes, se comprende por lo que tramó Fernando en aquellos tres años desde las mil facciones y complots realistas, alimentados por él, hasta el complot final de los cien mil hijos de San Luis, que Francia mandó al Trocadero. Así recobró lo que en su jerga real llamaba él sus derechos, inaugurando los diez años de fusilamientos y persecuciones en que la figura de Tadeo Calomarde apareció al lado de Fernando, como Caifás al lado de Pilatos. El pacto sangriento de estos dos monstruos terminó en 1823, en que Dios arrancó de la tierra el alma del Rey, y entregó su cuerpo a los sótanos del Escorial, donde aún creemos que no ha acabado de pudrirse.
Pero con este fin no acabaron nuestras desdichas. Fernando VII nos dejó una herencia peor que él mismo, si es posible: nos dejó a su hermano y a su hija, que encendieron espantosa guerra. Aquel Rey que había engañado a su padre, a sus maestros, a sus amigos, a sus ministros, a sus partidarios, a sus enemigos, a sus cuatro esposas, a sus hermanos, a su pueblo, a sus aliados, a todo el mundo, engañó también a la misma muerte, que creyó hacernos felices librándonos de semejante diablo. El rasgo de miseria y escándalo no ha terminado aún entre nosotros.
Pero no hagamos historia, y sigamos nuestro cuento.
«¿Y olvidaréis, señor, lo que me habéis prometido para mi sobrinillo? -dijo Elías-. ¡Ah! Yo quisiera que V. M. le conociera: es el botarate mayor que ha nacido. Anoche habló en la Fontana y les volvió locos. Le aplaudían con unas ganas... yo también le aplaudí. Con tres oradores así, nos hubiéramos ahorrado mucho dinero. El pobre ha hecho bastante. Sí, señor: mi sobrino lo merece, lo merece...».
-Basta que sea tu sobrino, y que tú tengas empeño en darle ese destinillo... Sí: te lo nombro consejero de la intendencia de Filipinas. Hará carrera. A mí me gustan los chicos así... exaltados...
-Señor -dijo Elías humillando su cabeza hasta tocar con la nariz el tapete de la mesa-, yo no sé cómo V. M. no se cansa de protegerme. Yo, que jamás oculto la verdad a V. M., me atrevo a decirle respetuosamente que mi sobrinillo no merece semejante favor. Es un loco: tiene la cabeza llena de desatinos, y creo que jamás será un hombre formal. Si me atreví a pedir a V. M. ese favor, fue por los servicios que ha prestado el chico a nuestra santa causa, uniéndose a esos admirables, aunque indirectos, instrumentos de justicia que esta noche van a salvar a la patria.
-Tu sobrino merece el destino, y punto concluido. Aquí tengo el decreto -dijo el Rey mostrando uno de los papeles.
Después añadió sonriendo:
«Al fin llegará un día en que promulgue una ley por mi cuenta y riesgo. Si viniera Felíu y viera estos decretos hechos y firmados por mí sin consultarle...».
-Me parece que no los verán Felíu ni otros muchos: de eso respondo -dijo Coletilla siniestramente-. Dios permitirá que las sabias leyes de un Rey justo salgan a luz pública y lleven el orden, la obediencia y el respeto al ánimo de todos los españoles. Mañana, señor, mañana. Lo primero, señor -prosiguió después de haber mirado al cielo un buen rato-, es nombrar los capitanes generales y los regentes de todas las Audiencias, gente de confianza que vaya al momento a cumplir las leyes perentorias de seguridad pública que les daréis.
El Rey hizo con la mano ese gesto frecuentísimo que indica la actitud de castigar. Una contracción de boca dio la última expresión a aquel gesto admirable.
«Señor -continuó el consejero áulico-, yo me atrevería a recomendar a V. M. una cosa; y es que nada sería más funesto que una clemencia, que podríamos llamar criminal. Recuerde V. M. lo del año 14. Si ahora, como entonces, se contenta V. M. con mandar al Fijo de Ceuta a ciertas personas...».
Coletilla, aunque observaba siempre en la conversación las fórmulas de la etiqueta absolutista, hizo con la mano, fijando el pulgar bajo la barba y agitando los demás dedos, un gesto que el Rey entendió perfectamente.
«Ya veremos lo que se hace -dijo Fernando significando con una oscilación de su labio que no sería tan blando como en 1814-. Ya son las doce -añadió, mirando un reloj-. ¿Sabes que no se siente por ahí todo el ruido que fuera de desear?».
-Por aquí no vendrán, señor. Ya saben que está aquí la Guardia Real, que no admite bromas.
-Ya la Guardia sabe lo que tiene que hacer: acercarse aquí y no hacer manifestaciones en favor de nadie. Después...
-Me parece que siento ruido de voces... allá... hacia los Caños -dijo Coletilla acercándose al balcón y aplicando el oído con la insidiosa cautela de un ratero.
-Sí; pero es hacia San Marcial, hacia allá abajo. Creo que en la plaza de Afligidos pasa algo ya -dijo el Rey.
-Sí: allí deben estar ya. Allí es la cosa... ¿No se horroriza V. M. al considerar qué planes inicuos podría fraguar allí esa gente? Tal vez algún atentado contra el Trono o contra la vida de V. M. ¿Quién sabe? Todo se puede esperar de los liberales.
-Alguna coalición parlamentaria, como dicen. Pensarían presentar alguna ley, y se ponían de acuerdo con la mayoría para votarla.
-Para eso, señor, no se reúnen tantas personas de noche, con tales precauciones y con el mayor secreto.
-Es que me tienen miedo -dijo el Borbón-. Saben muy bien que yo puedo destruir sus planes acá con mi gramática parda, sin andarme en constitucionalidades. ¡Oh! Bien me conocen ellos. También me figuro que han tenido noticia por algún conducto de mis relaciones con la Santa Alianza, o habrán sabido mi correspondencia con Luis XVIII. Pero con tal que lo de esta noche salga bien, poco importa lo demás.
En Palacio cundió la alarma con las noticias que llegaron del tumulto de la capital. El Monarca, cuando recibió a sus gentiles-hombres y al jefe de la guardia, se mostró muy sorprendido, y hasta juró que tendrían los amotinados pronto y ejemplar castigo. Volvió a la camarilla y al lado de su consejero áulico, que estaba alborozado por haber sentido una algazara más fuerte que la anterior.
«Señor -murmuró-, ya, ya... Por el ruido parece como que vuelven».
-¿Vuelven? -dijo el Rey con ansiedad-. ¿De dónde?
-De allí. ¡Vuelven! Tal vez trayendo por trofeo...
Mucho tiempo estuvieron los dos escuchando con grande atención y ansiedad. Pasaron media hora en silencio, sólo interrumpido por algunas frases de Coletilla y algunos monosílabos del Deseado. Al fin sintieron el ruido de un coche que paraba a las puertas del Palacio.
«¿Quién será?» dijo el Rey con una gran alteración de semblante y pasando a la cámara.
Anunciaron al ministro de la Gobernación. Fernando volvió a la camarilla y miró a Elías con una cara en que el consejero áulico leyó despecho y desaliento.
«¡El ministro de la Gobernación! ¿No me dijiste que iba también allí?».
-Señor -dijo Coletilla, en la actitud de una zorra apaleada-, preciso es que haya acontecido algo extraordinario. Felíu iba también allá.
-¡Está aquí! -dijo Fernando, hiriendo fuertemente el suelo con el pie-. Todo se ha perdido. Felíu viene: escóndete por ahí cerca. Le recibiré aquí mismo. Quiero que oigas lo que dice.
Escondiose Coletilla. El Rey hizo pasar al ministro a la camarilla. Venía Felíu muy agitado; pero Fernando estaba sereno, al menos en apariencia. Indicó que acababa en aquel momento de tener noticia de una borrasca popular, y que la juzgaba de poca importancia.
«Señor -dijo el secretario-, más que un motín producido por el descontento del pueblo, parece esto un complot ideado por personas que hacen de ese mismo pueblo un instrumento de disolución y anarquía».
-¿Pero quién, pero quién? -dijo Fernando, fingiéndose incomodado, y lo estaba en realidad, aunque por causa distinta.
-Esos exaltados, enemigos constantes del Gobierno de V. M. porque no les permite llevar el uso de los derechos hasta el desenfreno.
-¿Pero qué piden esta noche?
-Han pretendido allanar la casa de Álava; han intentado asesinarle, a juzgar por la actitud de las turbas que allí se reunieron. Pero avisado oportunamente por un joven que estaba en el secreto de la conspiración, dio parte y se colocaron algunas fuerzas dentro de la casa, pudiendo evitar un horrible crimen.
-¿Y dónde ha sido eso?
-En la plazuela de Afligidos.
-¿No vivía Álava en la calle de Amaniel? -preguntó el Rey con una mirada que estuvo a punto de turbarle.
-Sí, señor: allí vivía; pero desde algún tiempo se ha mudado a esta otra casa, que es suya también. Por fortuna, las turbas no han podido realizar su infame designio. Al separarme yo de mis compañeros, el ministro de la Guerra había dado las órdenes necesarias, y el orden estaba restablecido completamente.
-Pero no puedo comprender que se amotinara todo un pueblo para atropellar a un solo hombre. ¿No sería que en esa casa se reunían muchos de los que el pueblo odia? De cualquier modo que sea, es preciso un pronto castigo. Espero que no os dejaréis burlar por esa canalla. Caiga el peso de la ley sobre ella, y a ver si de una vez se acaban estos motines, Felíu, que bien puede asegurarse que desde que tienen libertad los españoles no nos acostamos un día tranquilos.
-Señor, los esfuerzos del Gobierno son inútiles para conseguir ese fin. Es cosa que desespera y aturde ver cómo nos es imposible tranquilizar a ciertas gentes. Por todas partes aparecen partidas de facciosos movidas por una parte del clero. Hay todavía muchos espíritus apocados que no quieren creer que el interés de V. M. y de la nación consiste en el sistema que todos amamos y defendemos. Hay personas tan ciegas, que aún no han llegado a comprender que es V. M. el que más ama la Constitución y el que más desea su cumplimiento. Todas las leyes liberales que V. M. sanciona y promulga con gran sabiduría, no bastan a convencerles. ¿Qué hacemos contra tales gentes?
Fernando estaba ciego de furor al comprender dónde iban dirigidas las embozadas alusiones del ministro. Era tan rastrero y cobarde que, a pesar de su ira, habló para fulminar anatemas contra los que aún soñaban con la restauración del Absolutismo.
«El atentado de esta noche se ha reprimido -dijo el ministro-. ¡Quiera Dios que podamos impedir los que traten de perpetrar mañana! Es preciso buscar en su origen el remedio de este mal. Yo creo que el partido exaltado no es el único autor de estos desórdenes».
-¿Pues quién? -preguntó el Rey, que, a pesar de su cobardía, sintió en aquel momento herida su dignidad, y se puso muy encendido-. ¿Quién, Felíu?
-Señor, yo me encargaré de averiguarlo, y propondré a V. M. los medios de darles un ejemplar castigo. Se sabe que entre la juventud más acalorada se ingieren ciertas personas que jamás tuvieron nota de liberales ni mucho menos. Dicen que esas personas trabajan continuamente para llevar al pueblo a los excesos que lamentamos. Esas gentes, señor, son a mi modo de ver los mayores enemigos de V. M. Sobre ellos debemos dirigir los ojos de la vigilancia y la mano de la justicia.
-Sí -contestó Fernando con su acostumbrada hipocresía-. Sí: hay insensatos que juzgan que para mí hay gloria, hay dignidad fuera de la Constitución, y estoy dispuesto a castigar a esos con más rigor que a los frenéticos demagogos. Energía, energía es lo que quiero.
-Señor, no tengo palabras con que abominar bastante la conducta de un hombre muy conocido en Madrid; uno que ha tenido la osadía de usar, profanándolo, el nombre de V. M. para disculpar sus horribles maquinaciones. Ese hombre es más criminal que los mayores asesinos, que los más rabiosos anarquistas; ese hombre corrompe al pueblo, corrompe a la juventud exaltada; frecuenta los clubs... Pero nada de esto sería grave si no se atreviera a tomar en boca un nombre que aman todos los españoles como símbolo de paz y libertad. Ese hombre se llama Elías, y es conocido por Coletilla en los clubs.
-Pues a ese y a otros como ese es preciso exterminarlos -dijo el Rey, usando su palabra favorita-. Esa canalla es la que más daño hace a mis intenciones, extraviando la opinión del pueblo.
-Yo respondo, Señor, que de esta vez haré todo lo posible para que ese hombre no se escape. Ya otras veces se ha procurado prenderle; pero no sé cómo consigue evadirse de la justicia, y pasea después su cinismo por todas las calles de Madrid, por todos los clubs. Esta vez no creo que se nos escape. Ya daremos con él. Precisamente esta noche Bozmediano, que se hallaba en casa de Álava, me ha dicho que tuvo noticia del complot pocas horas antes de haber sido intentado, por un sobrino del mismo Coletilla, joven que el infame quiso poner al servicio de sus viles propósitos.
-Pues es preciso premiar a ese joven -dijo Fernando, empeñado cada vez más en disimular la agitación que le dominaba.
-Sí, señor: es un joven de mérito, según me ha dicho Bozmediano, y muy buen liberal. Antes de ocurrir este lance me lo había propuesto para una plaza de oficial en el Consejo de Estado, y lo he concedido.
-Bien: me gusta que se premie esa clase de servicios.
-Mañana podré traer a V. M. un parte detallado de lo ocurrido esta noche. Además, creo que el ministro de la Guerra no tardará, y él enterará a V. M. de las precauciones que hemos tomado.
-¿Esta noche? -dijo el Rey con hastío.
-Veo que V. M. quiere descansar. Pero esta noche no hay nada que temer. Puede V. M. reposar tranquilo.
-Bien, puedes retirarte.
Fuese el ministro, y es de creer que se fue satisfecho por haber dicho cosas que sólo en aquellos momentos de irritación y sobresalto se hubiera atrevido a decir al Soberano. Felíu era hombre tímido, y es la verdad que a su indecisión se debieron muchos de los lamentables sucesos ocurridos en aquel trastornado período.
Cuando Fernando se encontró solo abrió una mampara, y Elías, que estaba oculto, se presentó. La imagen del consejero áulico daba pavor. Estaba lívido; le temblaban los labios, secos por el calor de un aliento que sacaba del pecho el fuego de todos sus rencores. Crispaba los puños, y aun se hería con ellos en la frente, produciendo el sonido desapacible que resulta de la seca vibración de dos huesos que se chocan.
«¿Ves? -le dijo el Rey encendido de furor, y dando en el suelo una real patada, que estremeció la sala-. ¿Ves lo que ha pasado? ¿Oíste? Vuelve a decirme que todo era cosa segura, que confiara en ti, que tú lo harías todo. ¡Ah, qué desgraciado soy! -añadió con desaliento-. ¡Que no encuentre yo un hombre! ¡Un hombre es lo que yo necesito, un hombre!».
-Señor -murmuró Elías, alejado del Rey como el perro que ha recibido un palo de su amo-. ¡Señor, nos han vendido!... ¡Ese sobrino mío, ese infame nos ha vendido!
-No -dijo Fernando con repentino acceso de ira-: tú, con tu imprudente conducta, me has comprometido. Ya ves, todo el mundo sabe que eres agente mío. ¿No viste cómo con buenas palabras me lo dijo Felíu? ¡Oh, le hubiera arrancado la lengua! ¡Tú me has vendido!
-Señor -replicó Coletilla, con voz en que había algo de llanto-; señor, traspasadme el corazón, pero no digáis que os he vendido. Yo no puedo venderos. Abofeteadme; escupidme, Señor, antes que decirme tal cosa... Vuestra causa ha sido siempre mi único pensamiento; a ella me he dedicado con toda la actividad de que soy capaz. Es que Dios, Señor, permite ciertas cosas; Dios pone a prueba nuestro temple y nuestro valor. No me culpéis a mí, señor; yo os he servido como un perro.
En aquel momento, podemos asegurarlo, Coletilla habría quedado muy satisfecho si Fernando hubiera cogido en su cobarde mano la espada augusta de sus mayores, atravesándole con ella. Pero Fernando no hizo tal cosa. Coletilla sintió todo el menosprecio de su amo, y aquel puntapié moral le lastimó más que una puñalada. El fanático realista hubiera visto con terror, pero no con asombro, que el Deseado le mandara colgar de una almena o le hiciera apoyar la cabeza sobre el tajo feudal para recibir el hachazo del verdugo. Acercose al Rey, se le arrodilló delante, y dijo con gran energía:
«Señor: yo os juro, en nombre de vuestros mayores, que esta derrota aparente que hemos sufrido no es más que el preludio de la gran victoria que ha de poner remate a nuestra empresa. ¡Yo os lo juro! Despreciad las alusiones de Felíu, despreciadlo todo. Seguid; sigamos. Los leales existen; sólo falta el primer paso. ¿Tropezamos esta noche? Mañana no tropezaremos: os respondo de ello, os lo juro».
Levantose lentamente; hizo una profunda reverencia, inclinándose lo más que pudo, y se dirigió a la puerta, volviendo el rostro varias veces a ver si el Rey le miraba. El Rey no le miró. Estaba muy ensimismado: de vez en cuando hería el suelo con el pie, ocultando la cabeza entre las manos sin decir palabra. Coletilla, desde la puerta, esperó una mirada del Deseado: no la consiguió, y fuese, sintiendo, al par de su concentrada rabia, dolorosa impresión de agravios y desconsuelo que le ponía en el corazón un dolor inaudito.