La fontana de oro/XL
Por la tarde llegó un médico enviado por Bozmediano. Vio a la enferma, y después de prescribirle mucho reposo, se retiró, dando muy poca importancia a aquella crisis, originada de una fuerte agitación moral. Durmiose Clara, entrando en un período de calma, de que hasta entonces no había disfrutado. En tanto Lázaro, que ardía en deseos de tomar una determinación decisiva en su vida, pensaba hablar con su tío aquella misma noche, romper con él, separarse de un hombre que era autor de todas sus desventuras. Deseaba ver a las dos Porreñas, echarles en cara su crueldad y su hipocresía. Si la dignidad de varón no se lo impidiera, seguramente su primer acto aquella noche hubiera sido coger por el moño a doña Paz y hacerle inclinar la cabeza hasta el suelo.
Lo urgente y decoroso era suspender relaciones con aquel hombre fanático, que le parecía más repugnante después que se reunía descaradamente con los jóvenes exaltados, y hasta llegaba a darse el título de liberal. No le importaba quedar solo y sin apoyo, pobre, más pobre que antes. Pero él se encontraba con fuerzas para trabajar; trabajaría en una profesión, en un oficio cualquiera. Y si en Madrid no podía conseguirlo, se volvería a su pueblo, donde por lo menos tenía seguro el pan.
Salió, pues, ya entrada la noche, dejando a Pascuala el encargo de no apartarse de Clara; y recordando que su tío había hablado de no volver a casa de las Porreñas hasta después de tres días, pensó dirigirse a la Fontana o a casa del abate. Fue a la Fontana; entró en el cuarto interior, donde se reunían confidencialmente los principales políticos del club, y no lo encontró. No había allí otra persona que el señor Pinilla, que se paseaba muy agitado con las manos metidas en los bolsillos y el sombrero enterrado hasta los ojos.
«Hola, amiguito -dijo al ver a Lázaro-. ¿Cómo usted por aquí a estas horas?».
-Busco a mi tío.
-¡Ah! No le hallará usted. Está en una parte... Ya sé yo dónde está. Está donde entran pocos.
-¿No vendrá esta noche?
-¿Esta noche? ¡Quia! ¿Cómo ha de venir esta noche?
-¿Pues qué hay esta noche?
-Lo gordo -dijo Pinilla con misterio-. Pero, ¡bah!, usted lo sabe mejor que yo. Si es su sobrino...
-No, no sé nada -dijo Lázaro sorprendido.
-¿Pero no le han designado a usted su puesto? ¿No le han dicho lo que ha de hacer? ¿No trabaja usted como todos en esta gran obra?
-¿Qué obra?
-Esta noche, amigo, esta noche es ella.
-¿Qué? ¿Hay algo? Efectivamente he notado al venir cierta agitación en la villa.
-Pues ya verá usted a eso de las diez...
-¿Y no hay sesión esta noche?
-¡Sesión! ¡Brrr! -exclamó Pinilla, haciendo con la boca un estrambótico sonido-. Esta no es noche de palabras, es noche de hechos. Mucho se ha hablado ya.
-Pues no estoy enterado de nada. Ello es que desde anoche no vengo por aquí.
-Pues busque usted al Doctrino, que debe de estar allá por Lavapiés, y le dirá lo que tiene que hacer; porque supongo, amigo, que usted no querrá quedarse atrás. ¡Fuera miedo! Yo sé que la primera vez esto es algo imponente, sobre todo para el que nunca ha oído tiros. Pero, en fin, teniendo ánimo...
-Pero explíqueme usted lo que hay -dijo Lázaro, fingiendo cierta complacencia para que el otro no vacilara en contarle todo.
-Hay -dijo Pinilla-, que esta noche es el gran golpe, el golpe decisivo, el último esfuerzo del liberalismo vergonzante. Es preciso arrollar a los discretos que nos cierran el paso. Sí, amigo mío: al fin tendremos libertad.
-Vaya -dijo Lázaro, afectando incredulidad para saber más-, algún motincillo insignificante...
-¿Motincillo? Algo más -dijo el otro, sentándose y avivando con una badila el escaso fuego que en un brasero había.
Robespierre subió sobre sus rodillas de un salto y se acurrucó allí con admirable franqueza republicana.
«Pues yo voy también allá» dijo Lázaro, deseando que Pinilla desembuchara.
-Vaya usted en busca del Doctrino y le designará su puesto. Yo creo que hasta estará mal visto que usted no figure en este asunto, después de haber pronunciado el discurso que oímos anoche. ¡Qué discurso, amigo! Es usted un gran orador. Si viera usted cuánto gustó: está la gente entusiasmada. Hoy he oído a un zapatero de la calle de la Comadre repetir de memoria un trozo largo de lo que usted dijo anoche.
-Pero cuénteme usted. ¿Qué habrá?
-Es muy sencillo. Es preciso pasar por encima de los falsos liberales que están hoy en el poder. Es preciso pasar; pues bien: esta noche se pasará.
-¿Y de qué manera?
-Estas cosas no se hacen sino de una sola manera. Usted bien lo sabe. La revolución necesita estas medidas prontas y decisivas. Se pasa por encima de ellos, exterminándolos.
-¡Exterminándolos! -dijo Lázaro horrorizado.
-Pues ya. Sólo así se puede arrancar de raíz una mala semilla. Es el único medio: convengo en que es terrible, pero es eficaz.
-¿De modo que va a haber aquí una matanza?
-El pueblo está irritado, y con razón. Se derribó la tiranía; se creyó que íbamos a tener libertad, y nos han engañado. Cuatro tiranuelos nos mandan constitucionalmente, y constitucionalmente nos persiguen como antes. Esto no nos satisface; queremos más. Adelante, pues.
-Pero el medio es espantoso. Yo no quiero para mi patria los horrores de la revolución francesa. Después de un terror no puede venir sino la dictadura. Yo no quiero que pase aquí lo que en Francia, donde, a causa de los excesos de la revolución, la libertad ha muerto para siempre.
-Eso es música, amigo, música.
-Esa es la verdad. ¿Pero es posible que mis amigos, los individuos de ese club, que han predicado el uso de los derechos adquiridos como único medio de llegar a la libertad?... No lo puedo creer.
-Amigo -dijo Pinilla, mirándole con mucha sorna-, usted lo dijo: ¿no se acuerda usted ya de aquella parte de su discurso en que decía: «¿Nos detendremos con timidez asustados de nuestra propia obra? No. Estamos en un intermedio horrible. La mitad de este camino de abrojos es el mayor de los peligros. Detenerse en esta mitad es caer; es peor que no haber empezado».
-Sí -dijo Lázaro confundido-; pero yo no quise decir que se llegara a ese fin quitando, puñal en mano, todo obstáculo: yo quiero que se llegue a ese fin por los medios legales.
-Sí, usted quiso decir eso; pero la gente lo entendió de otra manera, y esta noche va usted a ver cómo se entienden esas cosas. Desengáñese usted, amigo: no hay otro camino más que ese; los medios legales son pamplinas, créame usted. Esta noche se verá: hay la ocasión más propicia... Figúrese usted que se reúnen todos en un sitio. Sí: se reúnen fatalmente, y no es preciso ir marcando con sangre las casas de cada uno.
-¿Quién se reúne? -preguntó Lázaro con agitación.
-¡Ellos! Los prudentes. Tienen ahora unas reuniones secretas, sin duda con objeto de fraguar algún complot para quitarnos la poca libertad que tenemos. Por una casualidad se ha descubierto que algunos ministros y diputados de los más influyentes de la mayoría se reúnen en una casa de la plaza de Afligidos.
-¿Pero es cierto? -dijo Lázaro, procurando disimular su turbación.
-Sí: no sé quién lo ha descubierto. Lo que sé es que se lo dijeron al Doctrino, y él fue allá y los vio salir. Después no sé por qué medio se ha enterado de quiénes son todos ellos. Allí van Quintana, Martínez de la Rosa, Calatrava, Álava, y hasta Alcalá Galiano se ha metido entre esa gente.
Lázaro quedó mudo de terror.
«Lo que más me complace -continuó Pinilla- es que cae también el joven Bozmediano, que también se ha metido a político, educado por su padre».
-¡Bozmediano!
-Sí: es un hombre tan odioso para mí, que me parece que si no le veo ensartado, me muero de un berrinche.
-¿Y qué le ha hecho a usted?
-Ahí tuvimos una pendencia en Lorencini. Reñimos. Fue por un discurso mío: es cuento largo. Este no escapa, ni el padre tampoco, que es el orgullo mismo, y fue el que pidió en el Congreso que se cerraran las sociedades secretas. ¡Buenos están los dos! Pero no escapan, eso no. Para eso estaré yo allí. A las doce no hay quien me arranque de la plazuela de Afligidos.
-¿De modo que van a asesinar a esos hombres, cogiéndoles a todos desprevenidos?
-En buen castellano, eso es. El pueblo de Madrid lo hará bien; les detesta, y allá irán unas turbas, que ya, ya... ¿Con que al fin no va usted a que le designen su puesto?
-Sí -dijo Lázaro para disimular su propósito-. Voy.
-Yo espero aquí un recadillo del amo del café.
-Adiós -dijo Lázaro, saliendo con precipitación.
Su resolución era irrevocable. No podía permitir que se llevara a efecto aquel complot infame. Por él, sólo por él, habían tenido noticia de la reunión que en aquel sitio celebraban las víctimas indicadas, y a él correspondía evitarlo. Corrió hacia la plazuela de Afligidos con objeto de llamar en aquella casa misteriosa y prevenirles contra el atentado que se preparaba.
Por el camino encontró muchos grupos de gente sospechosa. Iban algunos armados de trabucos, ceñida la cabeza con el pañuelo aragonés, cómodo tocado de las revoluciones. Su actitud y sus rumores anunciaban la agitación que en el pueblo reinaba. Iba a cometerse un gran crimen. ¿Sabía el pueblo lo que iba a hacer y a qué principio obedecía haciéndolo? Lázaro meditaba todas estas cosas por el camino, y decía: «No, no es esto lo que yo prediqué»; y al mismo tiempo la idea de que el violento discurso pronunciado por él la noche anterior hubiera tenido una parte de complicidad en la actitud del pueblo, le desesperaba.
Encontraba cada vez más grupos sospechosos, y aun oyó proferir algunos mueras lejanos. Al llegar a la calle Ancha vio un grupo más numeroso. Pasó cerca sin intención de pararse, cuando uno se adelantó hacia él y le detuvo. ¿Quién podía ser sino el pomposo Calleja, el barbero insigne de la Fontana? Haciendo grandes aspavientos y dando al viento su atiplada voz, puso sus pesadas manos sobre los hombros del joven, y dijo:
«¡Eh!, muchachos, aquí está el gran hombre, nuestro hombre. Bien decía yo que no había de faltar. ¡Eh!, muchachos, aquí lo tenéis».
Todo el grupo rodeó en un momento a Lázaro.
«Es el que habló anoche. ¡Bien por el pico de oro!» dijo uno, agitando su gorra.
-Que venga con nosotros: nombrémosle capitán -dijo Tres Pesetas, que se había erigido en alférez y llevaba una cinta amarilla en la manga.
-No: que se ponga ahí, encima de ese barril y nos hable -exclamó otro, que por las señas debía de ser Matutero, el que atropelló a Coletilla, según referimos al principio.
-Que hable, que hable -gritó una mujer alta, huesosa, descarnada y siniestra, que parecía la imagen misma de la anarquía-; ¡que hable, que hable!
-Señores -dijo Calleja alzando el dedo como si quisiera horadar el firmamento-. Ya no es tiempo de hablar, es tiempo de obrar. Bien lo dijo este señor anoche: «Adelante en el camino; retroceder es la muerte; pararse es la infamia». Yo lo hubiera dicho lo mismo; sólo que yo no me he decidido a hablar todavía; pero si llego a enfadarme...
-Bien, bien -chillaron muchas voces.
Lázaro sudaba con impaciencia y angustia. No sabía cómo romper aquel círculo de atletas que le rodeaba. Dio algunas excusas, empujó por un lado, abrió brecha por otro; pero aun así no consiguió verse completamente libre, porque el barbero, echándole el brazo por encima y hablando en voz baja, con la actitud y tono confidencialmente misterioso que cuadran a dos grandes hombres al comunicarse una idea que ha de salvar al mundo, dijo:
«Yo, señor don Lázaro, tengo todo este barrio por mío. ¿A usted le han dado órdenes para que mande aquí? Yo... francamente, le admiro a usted mucho como orador, porque anoche dijo usted cosas que nos pusieron los pelos de punta; pero...».
-¿Qué quiere usted decir?
-Que yo, señor don Lázaro, soy un hombre que ha salvado la patria muchas veces y derramado mucha sangre en defensa de la libertad; y por lo mismo, yo... estoy encargado de este barrio, y me parece que el barrio está en buenas manos. Por lo tanto, yo quiero saber si usted trae aquí la comisión de encargarse del barrio; porque como usted habló anoche y dijo... pudieran haberle designado un puesto de honor... y yo, francamente, aunque no hablo, soy hombre que sabe hacer las cosas; y si usted se encargase del barrio, yo protestaría... porque ya ve usted.
-No -dijo el joven tranquilizándole-, no le quitaré a usted el mando de este barrio ni de otro ninguno; yo no mando barrios.
-Bien decía yo -repuso el barbero con la mayor satisfacción-, que usted no me quitaría el mando de mi barrio; pero creía que le habían mandado por no tener confianza en mí. Pero ha de saber usted que donde está Calleja, la libertad está asegurada.
-¡Oh!, sí: ya lo supongo -dijo Lázaro, procurando quitarse de encima el peso de aquel brazo, que le hundía de la manera más despótica-. Quédese usted tranquilo.
-¿Va usted a alguna comisión del Doctrino o de Lobo?
-No: voy a un asunto.
-Esta no es noche de asuntos.
-Buenas noches -dijo Lázaro apartándose.
La venganza que tomarían los exaltados, autores del complot, si sabían que por él había fracasado su crimen, sería espantosa; pero ¿qué le importaba la venganza? Era preciso evitar el crimen. Importábale poco por el momento que estallara el motín con un simple fin político. Lo que no podía soportar era que se asesinara a una docena de hombres indefensos e inocentes. ¿Cuál era la causa de este atentado? Era una horrible invención del absolutismo, que se había valido del partido exaltado para realizarla, y había excitado las pasiones del pueblo para hacerle instrumento de su execrable objeto. Nada de esto se escondió entonces a la natural perspicacia del joven, y pudo muy bien confirmarse en su sospecha al recordar algunas palabras de su tío, su conducta misteriosa e incomprensible.
Llegó a la plazuela de Afligidos cerca de las once. Si aquella noche había reunión, ya todos debían de estar dentro. La plaza estaba desierta. Acercose a las calles inmediatas por ver si había gente en acecho, y no vio nada. Sólo en la calle de las Negras divisó algunas sombras lejanas, un pelotón de gente como de diez personas. También hacia el portillo de San Bernardino se movían algunos bultos. Creyó que no había que perder tiempo: llegose a la puerta, y asiendo el aldabón, dio algunos golpes con mucha fuerza.
Claudio Bozmediano, que es la persona a quien debemos las noticias y datos de que se ha formado este libro, nos ha contado que cuando los personajes de la reunión sintieron aquellos aldabonazos tan fuertes, se quedaron mudos y petrificados de sorpresa y temor. Todos sabían que aquella noche era noche de motín; pero creían que sería uno de tantos, y que con las precauciones tomadas por la autoridad militar, no pasaría de ser una manifestación con algunos tiros, dos o tres heridos y regular número de presos. Aguardaron un momento a ver si se repetían, y efectivamente, se repitieron con más fuerza.
«No hay más remedio que bajar a ver quién es».
-Yo bajaré -dijo Bozmediano hijo-. Pero díganme ustedes qué hago si es... ¿Quién podrá ser?
-Esa es la confusión -dijo otro-. Sin duda el motín de esta noche tiene alguna alta misión que cumplir cerca de nosotros. No lo duden ustedes, señores: este motín viene de Palacio, como todos. Nuestra reunión se ha descubierto.
-Hay que bajar -dijo Bozmediano al oír que los golpes se repetían con más fuerza-. Bajaremos tres, los que parezcamos menos comprometidos. ¿Hay dos que, como yo, no sean ministros ni diputados?
Otro joven y un viejo se levantaron.
«Nosotros bajaremos. Los demás pueden salir todos a la huerta del Príncipe Pío, a la cual se entra por el patio. No hay tiempo que perder. Recoged esas notas, y a la huerta».
-Mejor será quemarlas -dijo otro, arrojando al brasero unos papeles, que se consumieron muy pronto.
Todos bajaron por una escalera interior, dirigiéndose a la huerta, excepto Bozmediano y los otros dos que, bajando por la escalera principal, llegaron a la puerta. Claudio gritó:
«¿Quién va?».
-Abra usted -dijo Lázaro.
-¿Quién es? ¿Qué busca usted?
-Busco a don Claudio Bozmediano.
Este creyó reconocer la voz del sobrino de Coletilla, y se figuró que, después de tanta alarma, se reduciría todo a un simple asunto personal entre los dos. Abrió la puerta y repitió: «¿Quién es?».
-Don Claudio Bozmediano, ¿está aquí? -dijo Lázaro sin reconocerle-. Tengo que hablarle de un asunto urgentísimo que no admite demora alguna.
-Pase usted, amigo.
El criado que allí tenían trajo una luz. Lázaro entró, y sin más preámbulo, conociendo la gravedad de las circunstancias, exclamó muy agitado:
-Márchense ustedes de aquí: aún es tiempo.
-¿Qué hay?
-Un complot horrible, el más espantoso atropello. Yo lo sé... estoy seguro. Márchense ustedes inmediatamente, ahora mismo.
-¿Pero quién? ¿Pero quién? -dijeron los otros con mucha cólera.
-Esos... -contestó el joven-, los exaltados. Hay una maquinación infernal en el movimiento de esta noche. Yo lo sé... he venido a prevenir a ustedes y a impedir este atentado.
Se internaron los tres, dirigiéndose a la huerta donde los demás esperaban.
«Señores, ¿qué hacemos? -dijo Bozmediano-. El motín de esta noche se dirige a nosotros. Han amotinado al pueblo para cometer, en nombre de la libertad, un horrendo crimen. La bullanga se hace en nombre del partido exaltado; pero ¿no presumen ustedes quién es el verdadero autor de este movimiento?».
-¡El Rey, el Rey! -dijeron con terribles voces todos los que estaban allí reunidos.
-Pues es preciso recibir a esos miserables como merecen.
-Lo mejor es huir: no nos hallarán aquí, y punto concluido -dijo otro.
-No: es preciso enseñar al Rey cómo deben ser tratados sus viles instrumentos. Basta de contemplaciones. Ya era de esperar esto. Lleno está Madrid de agentes que se ingieren en las sociedades secretas, pagan a algunos de los oradores más furibundos para que aticen los rencores del pueblo contra la autoridad constitucional. Ya ha llegado el instante supremo de su empresa diabólica. Muchos imprudentes les ayudan sin saber lo que hacen. Pero hoy es imposible distinguir. Demos un escarmiento.
-¿Qué hacemos?
-Ahí a dos pasos está el cuartel -dijo uno de ellos, que era militar de alta graduación-. Voy a traer dos compañías. Las saco por la Ronda, y con gran sigilo las meto aquí en la huerta. Ni un hombre en la calle, ni un centinela, nada. Que cuando lleguen esas turbas crean que estamos desprevenidos; que intenten allanar la casa; que derriben la puerta.
-¿Y nos marchamos?
-Opino que no. Aquí todo el mundo.
-Pues aquí todo el mundo.
A la media noche, una turba tumultuosa, animada con todas las voces de un motín y todos los alaridos de una bacanal, invadía las calles de San Bernardino, del Duque de Osuna y del Conde-Duque. Llegó a la plazuela de Afligidos y la ocupó casi toda, uniéndose a los que, entrando por el Portillo, habían llegado un poco antes. La puerta de la casa de que hemos hablado resonó con tremendos hachazos; todo el largo de la tapia del Príncipe Pío estaba ocupado por el pueblo, y algunos pelotones de gente armada estaban en la Montaña, en la parte contigua a dicha puerta. El callejón de la Cara de Dios contenía más de trescientas personas; y la algarabía era tan grande, que no se podían distinguir claramente las voces pronunciadas por los más exaltados, los mueras, los vivas con que la multitud trataba de infundirse a sí misma animación y bríos. Imposible es referir los vaivenes, las convulsiones, los bramidos con que se manifestaba la pasión colectiva del inmenso pólipo, difundido allí, comprimido con estrechez en aquel recinto. El monstruo oprimió con su más fuerte músculo la puerta de la casa. Vino esta por fin al suelo, y diez, quince, veinte personas se precipitaron en el portal dando gritos aterradores; pero al llegar al patio, hubo un instante de vacilación, de terrible sorpresa. Doble fila de soldados apuntaba a la multitud que, confiada en su fuerza, no pudo resistir un movimiento de terror, retrocediendo al ver que se la recibía de aquella manera. «Atrás», dijo la voz del jefe. «Adelante: mueran los traidores», exclamó otra voz en el portal. En el mismo instante sonó un tiro y cayó un soldado. Hizo fuego sin reparo la tropa, y una descarga nutrida envió más de veinte proyectiles sobre la muchedumbre. La confusión fue entonces espantosa: avanzó la tropa; retrocedieron los paisanos, no sin disparar bastantes tiros y agitar las navajas, arma para ellos más segura que el trabuco. La gente de la calle sintió el retroceso de los del portal, y se replegó, abriéndoles paso. Al mismo tiempo un escuadrón de caballería bajaba por la calle del Conde-Duque, y un batallón de nacionales avanzaba por el Portillo, impidiendo la salida de los amotinados. Hubo luchas parciales; pero, no obstante, la dispersión del pueblo fue completa, desde que los del portal, recibidos por una descarga, retrocedieron hacia la plaza. La corrida que cruzó por la calle de San Bernardino y la plaza de San Marcial, arrastró en su rapidez a la mayor parte de las personas acumuladas allí por la curiosidad o la participación en el motín. En vano algunos de los llamados jefes trataron de impedir aquella desorganización con improvisadas filípicas. La dispersión creció hasta el punto de que sólo quedaron en la plazuela Lobo, Perico Ganzúa, Pinilla y el cadáver del Doctrino, que, herido mortalmente en el cráneo al entrar en el portal, había podido retroceder hasta la plaza, donde cayó. Quince o veinte le rodeaban, dudando si escapar con los demás o defenderse. Las tropas de la casa no habían salido; la caballería avanzaba, y los nacionales llegaban ya al palacio de Liria.
«Es una locura: huyamos» gritó Pinilla.
-¿Y qué hacemos con este? -dijo uno, señalando el cadáver del Doctrino.
-¿Qué hemos de hacer? ¡Bonita reliquia para cargar con ella!
-¿Tiene algún papel en el bolsillo? A ver, quitárselo pronto.
Pinilla le registró cuidadosamente.
«No tiene papeles; pero sí un bolsillo».
-A ver, venga -dijo Lobo.
Pinilla se lo guardo en su cinto; todos corrieron, y la plaza quedó desierta, hasta que la ocupó la tropa.