La flor de los recuerdos (Cuba): 21
Capítulo segundo
editarDe cómo, por arte del diablo, una mujer tiene al fin que abrir la puerta al hombre por quien abrió la ventana.
Ya toca en la mitad de su carrera
La noche de aquel día en cuya tarde
Con su voz y su guzla llenó Aurora
De melodiosa música los aires.
No hay en la limpia atmósfera una nube:
La luna en el zenit señoreándose,
Entre el vapor azul del aura diáfana
Vierte su luz por montes y por valles.
Es una de esas noches que aparecen
En los climas no más meridionales;
De esas noches que brillan solamente
En las costas de España, Grecia y Nápoles,
Que aroma con el ámbar del deleite
Un misterioso encanto inexplicable.
Noches cuya benéfica influencia
Penetra hasta en el fondo de las cárceles,
En alas de su ambiente perfumado
Y de sus astros en la luz radiante;
En las que el mal se aplaca del enfermo,
Se adormecen del triste los pesares,
Y halla el desesperado una esperanza
Que brilla en las tinieblas de sus males.
Noches pobladas de delirios vagos,
En las que su existencia miserable
Olvidan el esclavo y el mendigo
De su pasado bien con las imágenes:
Y en las cuales en dulce arrobamiento,
Fabricando castillos en el aire,
En pereza febril delira el hombre
Su porvenir incógnito dorándose.
De esas noches espléndidas, alegres,
Cuyo sueño interrumpen agradables
El son de las lejanas serenatas
Y la animada música del baile.
Una de esas veladas de domingo
Que emplea el artesano en las ciudades
En festejar contento sus amores,
Del porvenir incierto sin curarse:
En las que tras el disco de la luna
Del Supremo Hacedor se ve el semblante,
Y su poder adoran y bendicen,
En calma universal y en su lenguaje
Misterioso, los átomos vivientes
Que componen el mundo inmensurable.
Noche solemne, majestuosa, espléndida,
En la cual, de los fulgidos fanales
Que tachonan el limpio firmamento
Al resplandor vivísimo, elevándose
De la contemplación sobre las alas,
Concibe el hombre pensador y grave
Todo el placer que en su existencia puso
La mano del Altísimo al crearle.
Mas ¡ay! que todo en ella está mezclado:
Contra ella velan, en su mal tenaces,
Enemigos que tornan pestilentes
Sus balsámicas auras saludables.
Esas noches preñadas de delicias,
También del hombre el corazón combaten,
Y en lugar de la calma del deliquio
La exaltación del vértigo le traen.
Germina en esas noches la funesta
Fiebre del corazón, mal incurable
Que con lenta y mortal melancolía
Roe en silencio su existencia frágil.
Fiebre que, los sentidos disponiendo
Y el corazón a los deleites, hace
Que se harten y no gocen los sentidos
Y el corazón se hastíe y no se sacie.
Fiebre de los quiméricos amores,
Fiebre de los instintos criminales,
Que inspira a los fogosos corazones
Grandes empresas y delitos grandes.
Fiebre que les hechiza y enamora
Con lo maravilloso y lo admirable,
Y van tras lo fantástico, y anhelan
Lo imposible tal vez de realizarse.
Noches en que los santos, los fanáticos,
Los poetas, los héroes, los amantes,
La gran resolución acometieron
Que a fin condujo sus ardientes planes.
En la mitad de noche tan poética,
Mientras que todo en el reposo yace
Del majestuoso río de Sevilla
Por la extensión de las floridas márgenes,
Una ligera lancha, que atracaba
Por bajo de San Telmo, en los rosales
Silvestres que las orlan encontrando
Cómodo abrigo u escondite fácil,
Apareció impulsada por dos remos
Que mueven con vigor dos brazos ágiles,
Y comenzó, a pesar de la marea,
Por el Guadalquivir a remontarse.
Si el que emprende esta lancha a tales horas
Es misterioso y necesario viaje,
O caprichoso y plácido paseo,
Los que la montan nada más lo saben.
Dos hombres son: aquel que la conduce
Es un robusto remador que la hace
Volar sobre las aguas, y que muestra
Su profesión en su destreza y traje:
Es el otro un incógnito embozado,
De quien no dejan ver faz ni talante
Los revueltos dobleces de la capa
En que pretende acaso recatarles.
Brilla a su lado el cincelado pomo
De un toledano acero, que del talle
O por comodidad se ha desceñido,
O por no ser empresa en que ha de usarle
A la que vá: en el banco se percibe
Un veneciano bandolín, de mástil
Largo, de caja oval y dobles cuerdas,
Que remedan del arpa el son süave.
De estos dos instrumentos a la vista,
No puede en realidad adivinarse
Quién sea el embozado a quien acusan
Por familiar de tan distintas artes;
Aunque, en verdad, en el país y el tiempo
En que pasa la acción de mi romance,
Para el nocturno bandolín la espada
Fue siempre compañera indispensable.
Quien quier que fuese, empero, ni el embozo
Del rostro aparta, ni los labios abre,
Y río arriba conducir se deja
Por quien sin duda conducirle sabe.
Ambos así callados, como sombras
Bogando continúan: y alejándose
De la Torre del Oro, cruzan rápidos
De los desiertos muelles por delante.
Llega hasta sus oídos en las auras
El apagado son de los cantares,
Que desvelada la oriental Sevilla
Alegre entona en sus morunas calles.
Tal vez al son de sus lejanos ecos
Con perdido piar responde el ave,
Que el eco extraña, que su sueño turba,
Mas que viene pacífico a halagársele:
Y acaso al ruido de los anchos remos
En árbol más lejano va a posarse,
Ante la aparición amedrentada
De la fugaz y misteriosa nave.
Esta entretanto silenciosa sigue
Por la corriente turbia, remontándose
Hasta donde las huertas y edificios
Al agua obligan a estrechar su cauce.
Aquí del río abandonando el centro
Que ilumina la luna, y amparándose
Del ceñidor opaco que en las ondas
Proyectan los umbríos arrabales,
En la orilla tocó: saltó el barquero
En tierra: el embozado dijo: “Aguárdame.”
Y arrojando la capa y a los remos
Mano echando a su vez, siguió alejándose,
Solo ya, conservando cuidadoso
La sombra de las casas y los árboles,
Pasó como un relámpago ante el barrio
Do Triana rasando en los pilares
De su macizo muro: cruzó el puente:
Y a favor de las sombras tutelares
Detuvo su fantástica carrera
De una ventana al pié que al río cae.
Una ventana arábiga que entolda
Con su verde y balsámico ramaje
Un pié de capuchinas, que en un tiesto
Asegurado por defuera nace.
Un ajimez morisco, cuyos arcos
Cierran con sus calados orientales
Las hojas de una espesa celosía,
Del interior recóndito guardianes.
Única, solitaria, esta ventana
Del pardo muro en la extensión se abre,
Libre de observadores indiscretos,
Libre de vecindad desagradable.
Ventana misteriosa, cuyo objeto,
Cuya correspondencia, del alcance
De la sutil curiosidad escapa,
Y del dominio del supuesto sale.
Ventana abierta en el macizo muro,
El cual teniendo en el pretil remate,
A ningún edificio pertenece
Al parecer para hombres habitable.
Mas ventana gentil, linda, coqueta,
Tocada con el cándido follaje
De la guirnalda fresca de sus flores,
Que orla movible sus contornos árabes.
Ventana a cuyo hueco perfumado
Solo una linda faz puede asomarse:
Dó solamente aposentarse puede
Un silfo triste que las ondas ame,
Que en las tinieblas de la noche en ellas
Su cuerpo puro y trasparente bañe,
Y que al rumor de su cristal sonoro
Su amor inútil a sus ondas cante.
Algún hada tal vez, alguna ondina
Víctima de un amor irrealizable,
Para velar al ser a quien adora,
Habitación allí vino a labrarse.
Un serafín del cielo desterrado,
Un infernal espíritu… ¿quién sabe?
Algo tan solo que mortal no sea
Tras de aquel ajimez debe encerrarse.
Bajo él la barca misteriosa vino
A atracar en la sombra, en los sillares
Del muro asegurando el caballero
Un arpón que a su pié la sujetase.
Esperó un punto inmóvil, y en su torno
Todo hallándole en calma, levantándose
Asió con natural desembarazo
Su bandolín y comenzó a templarle.
Alzó la vista al ajimez: y viendo
Que a él no acude a su preludio nadie,
Para que a la ventana se la lleve,
Esta dulce canción confió al aire.
SERENATA MORISCA.
editarmote.
Búcaro fresco—lleno de flores,
Vaso chinesco—lleno de aromas,
Puente escondida—de ruiseñores,
Sombra querida—de las palomas,
Idolo casto de mis amores,
Si oyes mis quejas
¿Por quién me dejas
Que no te asomas?
Estrofa primera.
De todos sabes que eres querida:
Por todos sabes que eres hermosa;
Cual tú un misterio tengo en mi vida
Que saber debe solo mi esposa.
El pecho firme que solicitas,
El alma entera de tu alma hermana,
El ser amante que necesitas,
Yo te los traigo, linda gitana.
Sin bien, sin nombre, con fe y espada,
Yo lo soy todo, yo no soy nada.
Azucena es mi madre
Del paraíso:
Reprobo fue mi padre
Que Dios no quiso;
Yo fui engendrado
Por el amor de un ángel
Y un condenado.
El mundo entero quien soy ignora:
Yo soy el alma que a ti te adora.
Yo, maravilla—con faz humana,
Soy tu sombra en Sevilla,
Tu alma en Triana.
Estrofa segunda.
Yo, de mi estirpe miembro postizo,
Nací en el odio de quien me hizo:
Tronco sin ramas, sin deudos hombre,
No tengo raza, ni hogar, ni nombre.
Ni soy villano, ni caballero:
Ni nada tengo, ni nada espero.
Solo a ti amo: tú eres mi suerte:
En ti se cifran mi vida y muerte.
¿Quién soy, Aurora? Nadie lo sabe:
Réprobo u ángel: todo en mí cabe.
De la luz que reflejas
Soy mariposa,
De la miel que en pos dejas
Abeja ansiosa:
Y es tan profundo
Mi amor, que sin ti encuentro
Vacío el mundo.
Viviente enigma, yo soy, Aurora,
La alma que buscas, la que te adora.
Yo, a quien humilla pasión tirana,
Soy tu sombra en Sevilla,
Tu alma en Triana.
Estrofa tercera.
Esclavo ciego de tus antojos,
Cuanto tú no eres tengo en olvido:
Cuanto tú no eres me causa enojos
Y no sé cómo sin ti he vivido.
Dios puso en ambos la misma esencia:
Tu alma se alberga de mi alma dentro,
Y, ambos con una sola existencia,
Tu alma a la mía guarda en su centro.
¿Quién soy, Aurora? Nadie lo sabe,
Mas si me amas, todo en mí cabe.
Como tú busco un alma
Firme y segura;
Como la mía en calma,
Como ella oscura.
Un alma fiera
Que cual yo al universo
Su amor prefiera.
Si esa alma tienes que mi alma ansía,
Dame tu alma, toma la mía;
Y maravilla—de dicha humana,
Tendré un alma en Sevilla
Y otra en Triana.
mote.
Búcaro fresco—lleno de flores,
Jarro chinesco—lleno de aromas,
Fuente escondida—de ruiseñores,
Sombra querida—de las palomas;
ídolo casto de mis amores,
Si oyes mis quejas
¿Por quién me dejas
Que no te asomas?