La firmeza en la desdichaLa firmeza en la desdichaFélix Lope de Vega y CarpioActo II
Acto II
Salen cajas, soldados, bandera,
LEONARDO , General.
LEONARDO:
Para haber desembarcado
nuestra vitoriosa armada,
poco nos han celebrado.
(Sale un CAPITÁN .)
CAPITÁN:
Está la ciudad turbada
y todo el vulgo alterado.
LEONARDO:
¿Qué puede haber sucedido?
CAPITÁN:
Si, por ventura, han venido,
como a corte, falsas nuevas,
o ya las envidias pruebas
de haber Leonardo vencido.
LEONARDO:
Cuando vencido volviera,
roto, perdido y deshecho,
menos alboroto hubiera,
mayor mal, Cintio, sospecho
alguna traición me espera.
No sé si paséis de aquí.
CAPITÁN:
Luego, ¿no quieres que entremos
en la ciudad?
LEONARDO:
Siempre fui
de parecer que esperemos,
cuando el mal se viene ansí.
(Salen dos ciudadanos.)
CIUDADANO 1.º:
Llega, y tomemos lugar
donde todos lo veamos.
LEONARDO:
Haz esos hombres parar,
Cintio, para que sepamos
la ocasión antes de entrar.
CAPITÁN:
Hidalgos tened.
CIUDADANO 2.º:
¿Quién llama?
CAPITÁN:
Desta armada el general,
si no os le ha dicho la fama.
CIUDADANO 1.º:
Tu nombre y bastón real
toda esta ciudad aclama.
Pero, si valiente y sabio
te celebra el mar remoto,
muéstralo en aqueste agravio.
LEONARDO:
¿Pues de qué es el alboroto?
CIUDADANO 2.º:
Degüellan al Conde Otavio.
LEONARDO:
Válgame el Cielo.
CIUDADANO 1.º:
Esto pasa.
LEONARDO:
Dime presto la ocasión.
CIUDADANO 1.º:
Por deshonor de tu casa.
LEONARDO:
¿Pues el conde a mi traición?
CIUDADANO 1.º:
Ya con tu hermana se casa,
pero el Rey no da lugar,
antes la mandó prender
y la quiere castigar.
LEONARDO:
¡Oh, como el fin del placer
es principio del pesar!
CIUDADANO 1.º:
Sus hijos tiene en prisión,
con ser niños y ignorantes,
desto que llama traición.
LEONARDO:
¿Hay sucesos semejantes,
pues los niños cuyos son?
CIUDADANO 1.º:
Del Conde Otavio y tu hermana.
LEONARDO:
No fue vana mi sospecha,
pero la guarda fue vana,
que ningún muro aprovecha
cuando es la mujer liviana.
Id con Dios.
CIUDADANO 1.º:
Guárdete el Cielo.
LEONARDO:
No en balde tuve recelo
de que algún mal me aguardaba,
o en balde el alma temblaba
de pisar el patrio suelo.
Pero si conoce un ave
del tiempo la variedad,
y un delfín muestra que sabe
de la mar la tempestad,
y está avisando a la nave,
qué mucho que pronostique
el alma de un hombre el daño,
y por potencias aplique
al temor el desengaño,
y por venir le publique.
¡Ay de mi ventura corta!,
qué me importa haber vencido,
ni volver vivo, ¿qué importa?,
cuando soy tan mal venido
que el deshonor me reporta.
¡Ah, falsa hermana Teodora!,
con mi enemigo, no más,
no más gente vencedora,
volved las cajas atrás,
cese la trompa sonora,
vuelva a tragarnos la mar,
no salgamos a la tierra,
el bastón quiero arrojar,
si una mujer infamar
puede el honor de la guerra.
Tan larga infamia y secreta,
hijos de Otavio en mi casa,
la suya a mi sangre aceta,
aún no creo lo que pasa,
tanto el dolor me sujeta.
Bien muestra el Rey compasión
de mi honor y calidad
en castigar su traición.
(Sale FULGENCIO, padre de OTAVIO .)
FULGENCIO:
Cuando sepa la verdad
ayudará mi razón.
¡Oh, generoso Leonardo!,
que la noble frente adornas
del árbol de las batallas,
que tiene inmortales hojas.
Nuevo, generoso Aquiles,
que a tu patria ingrata y loca
ilustras con más trofeos
que el Griego sacó de Troya.
No te asombre mi presencia,
si la fama te alborota,
que del hombre más airado
merecen las canas honra.
Habrante dicho que el Rey
a mi hijo Otavio corta
la cabeza por tu agravio,
y justa venganza toma.
Tendrás enojo y es bien,
que el agravio presto enoja,
pero nunca los prudentes
juzgan primero que oigan.
Oye, pues, aunque no sea
porque a tu remedio importa,
mas porque te habla un viejo,
que tienen verdad de historia.
FULGENCIO:
El Rey de Sicilia, el Rey,
mozo al fin, que la edad moza
admite mozos consejos,
y a los deleites se arroja,
puso en tu hermana los ojos,
y porque tu honor le estorba,
a la conquista te envía
de la gente sarda y corza,
de suerte que fue el bastón
coluna de tu deshonra,
basa de su amor injusto,
nube del sol de tus glorias.
Con esto, al Conde mi hijo,
luego que tu armada azota
la blanca espuma del mar
y le obedecen las olas,
manda que a Teodora diga
sus amorosas congojas.
Otavio, al fin su marido,
aunque enemigo le nombras,
con lágrimas y palabras
dice el peligro a su esposa,
ella concierta decirle,
hablando a Ricardo a solas,
que con Ricardo se casa,
por ver si el Rey se reporta,
pero queriendo Ricardo
con deslealtad afrentosa
hacer de las burlas veras,
y atreverse a su persona.
FULGENCIO:
Ella le desprecia y dice
que a Otavio, su esposo, adora.
Ricardo lo cuenta al Rey,
El Rey a Otavio aprisiona,
haciéndome a mí firmar
la sentencia rigurosa.
Leonardo, Otavio es mi hijo,
no te espantes que me ponga
delante del filo airado,
padre soy, el nombre sobra.
Por vuestros bandos, Otavio
no te ha dicho que interpongas
tu autoridad con el Rey,
y que le des a Teodora.
Mal hizo, yo lo confieso,
ya es hecho, aquí no perdonas
a Otavio, sino a tu hermana,
y cuando con ella rompas,
con tus dos sobrinos debes
mostrar entrañas piadosas,
pues la culpa de sus padres
en su inocencia se abona.
¿Qué fiero León de Albania,
qué tigre, Hircana furiosa,
no perdona la inocencia,
cuando a sus pies se la arrojan?
FULGENCIO:
Leonardo, cuando tu patria
fuera la frígida zona,
cuando en los montes nacieras,
por donde sale el aurora,
¿no es posible que prefieras
esas manos generosas
en dos niños inculpables,
vasos de tu sangre propia?
Por ellos mis blancas canas,
a tus nobles pies se postran,
no por Teodora y Otavio,
si el agravio te apasiona.
Mas mira que el mejor padre,
cuando el hijo humilde torna,
hace fiestas al perdido,
alegre de que le cobra.
Tus hermanos y mis hijos
están en peligro agora,
pide al Rey, pues eres parte,
que su castigo interrompa.
Que Otavio será su esposo,
y en haciéndose las bodas
quedas con honra y sobrinos
que celebren tus vitorias.
Si Otavio fuera culpado,
no diera a Torcato Roma
la gloria que a mí Sicilia,
pero la verdad me consta.
Volvamos los dos al Rey,
que si el decreto deroga
será paz de nuestros bandos,
y fin de nuestra discordia.
LEONARDO:
Bien creerás que habrá crecido
mi agravio en tu relación,
y que está, por el oído,
Fulgencio, tu información
dando tormento al sentido.
Bien creerás cuánto dolor
dará mi perdido honor
a quien como yo le adora,
y bien creerás que Teodora
me habrá incitado a rigor.
Bien creerás que se ha movido
mi sangre a justa venganza,
pues créeme que no ha sido
como el dolor que me alcanza
de ver que el Rey me ha ofendido.
De aquí más pena me viene
y satisfación conviene,
que la ofensa del señor
tiene todo aquel valor
que la confianza tiene.
A mí el bastón y el oficio
de General, porque diese
lugar a tan torpe vicio,
que por mí no mereciese
deste cargo el ejercicio.
Que voy en cuenta de aquellos
que por mujeres o hermanas
cubren diamantes sus cuellos,
y entre oficios y honras vanas,
el vulgo murmura dellos.
Tenedme, lengua, en los labios,
que es la lealtad santa ley,
y por consejo de sabios
no se han de atrever al Rey
las quejas, ni los agravios.
Si lo ha hecho, está en razón
sufrirlo por justas leyes.
Es mozo, los años son,
y el amor y la ambición
dan mal consejo a los reyes.
Vamos, amigo Fulgencio.
FULGENCIO:
De ningún fuerte romano
tu prudencia diferencio.
LEONARDO:
Pon en la boca la mano,
que el mal se rinde al silencio.
(Salen el REY , y TEODORA , y RICARDO .)
REY:
¿Para qué quieres entrar
a malograr tu prudencia?
TEODORA:
Dame si quiera licencia
para que le pueda hablar.
REY:
En tu mano está, Teodora,
que muera Otavio o que viva,
tú de loca, tú de altiva
le darás la muerte agora.
¿Pierdes algo en que yo sea
primer dueño de tu honor?
TEODORA:
Pues, ¿puedo yo hacer, señor,
cosa más injusta y fea?
Soy casada, como ves,
¿no es ofensa de mi estado?
REY:
Otavio no se ha casado,
la ofensa fuera después,
cuando casado se vea,
habrá pasado el agravio,
que no está a cuenta de Otavio,
hasta que tu esposo sea.
¿Ves como es tema, Teodora,
y no el honor que defiendes?
TEODORA:
En fin, ¿matarle pretendes?
REY:
Tú lo verás.
TEODORA:
¿Cuándo?
REY:
Agora.
TEODORA:
¿Agora?
REY:
Sí.
TEODORA:
¿Qué razón
das para matarle?
REY:
Es llano
el agravio de tu hermano.
TEODORA:
¿Los casamientos lo son?
REY:
No lo fuera si supiera
Leonardo vuestra amistad,
y diera su voluntad,
porque entonces justo fuera.
Esta es fuerza que te ha hecho,
Otavio.
OTAVIO:
No ha sido tal,
que no fuerza, ni hace mal
a quien dan puertas y pecho.
Cuando una mujer rendida
da lugar a un hombre, aquello
no es fuerza.
REY:
No puede hacello
si hay término que lo impida.
TEODORA:
No lo ha impedido el tercero.
REY:
Fue porque no lo sabía
y así, a la justicia mía
toca el agravio primero.
TEODORA:
No es justicia la que es parte.
REY:
¿Yo soy parte?
TEODORA:
¿Pues quién más?,
y aun el todo, pues que das
en que de Otavio me aparte.
REY:
Yo soy Rey y soy juez.
TEODORA:
Con pasión, ninguno es bueno.
REY:
Por su padre le condeno,
que él lo ha firmado esta vez.
TEODORA:
La prisión, no la sentencia,
y si sentencia firmó,
sería porque pensó
que obligaba tu clemencia.
REY:
Muy cansada estás, Teodora,
y más libre que casada.
{{Pt|TEODORA:|
De sufrirte estoy cansada.
REY:
Pensarás que me enamora
ese ignorante desdén.
TEODORA:
Mal sabes mi pensamiento,
porque tu aborrecimiento
voy conquistando también. (Sale FULGENCIO .)
FULGENCIO:
Bien puede entrar un padre sin licencia,
alegre de la vida de su hijo,
a pedirte las manos.
REY:
¿Qué es aquesto?
FULGENCIO:
¿No me conoces ya?
REY:
Bien te conozco,
que solo las razones desconozco.
FULGENCIO:
¿Por qué das muerte a Otavio?
REY:
Por la fuerza
que ha hecho Otavio en casa de Leonardo,
porque al partirse a sosegar las islas
me encomendó su casa, y pues me sirve
su honor, Fulgencio, por mi cuenta corre.
FULGENCIO:
Dices muy bien, y como justo Príncipe;
pero si el agraviado perdonase,
¿es bien que el ofensor le castigase?
REY:
Aunque perdone el ofendido, queda
del Rey la ofensa.
FULGENCIO:
Siempre el Rey perdona.
Que la parte ofendida esté contenta.
REY:
¿Y dónde está el perdón?
FULGENCIO:
Si yo le traigo,
¿perdonarás a Otavio y a Teodora?
REY:
Digo que los perdono desde agora.
(Sale LEONARDO .)
FULGENCIO:
Entra, Leonardo.
LEONARDO:
Aquí, señor, me tienes
a tu servicio.
REY:
¡Válganme los cielos!,
¿cómo dejaste la conquista? ¿Cómo
la armada y el ejército?
LEONARDO:
Volviendo
con vitoria, con honra y con tu armada,
y esforzando en las islas los presidios.
REY:
¿Tú has vencido?
LEONARDO:
Señor, tus pensamientos,
en cosas diferentes ocupados,
no miran en el tiempo, que ligero
lleva su curso por los verdes años,
mezclado en blando sueño y dulce olvido.
Y como me enviaste sin propósito
de verme vitorioso en tu servicio,
ayudome corrida la fortuna,
que huye de quien ruega e importuna.
REY:
¿Sabes lo que ha pasado?
LEONARDO:
Y te suplico
me des a Otavio libre, que es mi hermano.
REY:
¡Tu hermano!
LEONARDO:
Al que es marido de Teodora,
así puedo llamarle desde agora.
REY:
¿No está casado Otavio?
LEONARDO:
Yo le quiero
casar con tu licencia, y le perdono
cualquier agravio de mi sangre y casa,
porque no queda agravio si se casa.
REY:
Ricardo.
RICARDO:
Gran señor.
REY:
Saquen a Otavio
de la prisión, pero no doy licencia
que se case en la corte.
LEONARDO:
¿Dónde mandas?
REY:
Sea en cualquiera aldea de la costa,
y advertid que no vuelvan a la corte,
Leonardo, Otavio ni Fulgencia.
LEONARDO:
Creo
que te ha causado enojo mi vitoria,
pues la quieres premiar con tal destierro.
REY:
No estéis aquí.
LEONARDO:
Perdona.
REY:
Buen soldado,
ponelde por bastón la rueca al lado.
RICARDO:
La infamia que perdona.
FULGENCIO:
Vamos, hijos,
que siempre agradeciendo los agravios
logran su pretensión los hombres sabios.
LEONARDO:
Ricardo.
RICARDO:
¿Qué me quieres?
LEONARDO:
No perdono
infamias yo de Otavio, sino tuyas,
pues por tener respeto al Rey
TEODORA:
¿Qué haces?
¿No ves que estos son lobos?
LEONARDO:
Y qué fieros.
TEODORA:
Pleito quieren buscar con los corderos.
(Vanse los tres.)
RICARDO:
Tu prudencia y discreción
pasó la humana medida.
REY:
No tuve en toda mi vida
mayor desesperación.
RICARDO:
A notable tiempo vino,
ya se la dio por mujer.
REY:
Para poderme tener
de hacer algún desatino
y sosegar mi persona,
tomé el cetro por bordón
y para ver mi razón,
por espejo la corona.
RICARDO:
¿Quiéreste destos vengar?
REY:
Si estos que ves se van fuera
de mi tierra, en la estranjera,
me han de hacer algún pesar.
RICARDO:
No digo que los destierres,
ni que ensangrientes la espada.
REY:
Hazlo sin decirme nada,
yerra por ti cuando yerres.
(Vase el REY .)
RICARDO:
Hermosa ingrata, yo juré que había,
aunque te defendiesen tus desdenes
y más rigor a más amor previenes,
de vencer tu desdén con mi porfía.
Sobre las aras del amor, un día,
viendo que con mis daños te entretienes,
juré a mis males de seguir tus bienes,
y ver el fin de la esperanza mía.
Juré, ya voy cumpliendo el juramento,
mas de tus celos, que mi amor vencido
y loco en tu desprecio el sufrimiento.
Tú verás lo que puedo aborrecido,
que obliga a un descortés atrevimiento,
pagar tan largo amor con tanto olvido. (Salen el CAPITÁN CINTIO y GUARDA .)
CAPITÁN:
Dos cosas, cuando salió,
mandó el Rey, señor Ricardo.
RICARDO:
La que a mí me toca aguardo.
CAPITÁN:
Al alcaide le mandó
diese a Otavio libertad,
que ya de la fortaleza
sale a templar la tristeza
de la confusa ciudad.
El vulgo que le esperaba
muerto le da el parabién
de la vida.
RICARDO:
Hicieron bien,
gran príncipe les faltaba.
CAPITÁN:
A mí luego me mandó
lo que mandáis venga a ver
con mi gente.
RICARDO:
Hoy has de hacer,
Cintio, lo que hiciere yo,
que cuanto el Rey te ha mandado,
solo se resuelve en esto.
CAPITÁN:
A servirle estoy dispuesto,
vós conocéis mi cuidado,
RICARDO:
Cincuenta soldados junta
con jacos y con pistolas.
CAPITÁN:
¿No más armas?
RICARDO:
Éstas solas.
CAPITÁN:
¿Fuera curiosa pregunta
querer saber para quién?
RICARDO:
Allá, Cintio, lo sabrás,
y no quieras saber más
de que son para un desdén.
(Salen el CONDE OTAVIO, y FULGENCIO, su padre, y caballeros de acompañamiento.)
OTAVIO:
Vuélvanse todos, señores,
ninguno pase de aquí,
no se queje el Rey de mí,
si me hacéis tantos favores.
No quiero darle sospecha.
CABALLERO 1.º:
Conde, a vuestra libertad
hace fiesta la ciudad
de la verdad satisfecha.
Y como nos ha pesado
agora nos da placer,
con justa razón, el ver
la libertad que os han dado.
OTAVIO:
Libertad con tal destierro,
que hoy salgo de la ciudad,
es esclava libertad,
pues al fin lleva este yerro.
Plega a Dios que no lo sea
esta sinrazón del Rey.
FULGENCIO:
Hijo, ya sabéis la ley,
sin que de nuevo os la lea,
a que nacéis obligado.
Vuélvanse estos caballeros.
CABALLERO 2.º:
A todos nos pesa el veros,
Conde, en tan humilde estado.
Plega al Cielo que os veamos,
presto, al vuestro reducido.
(Váyanse todos los que acompañaban, con reverencias.)
OTAVIO:
Fortuna deshecha ha sido.
FULGENCIO:
Llorando van.
OTAVIO:
¿Qué esperamos?
Que me dicen que Teodora
va caminando hacia el mar.
FULGENCIO:
Yo la hice adelantar
con Rosela y con Leonora,
para que estemos seguros
si el Rey de intento mudase.
OTAVIO:
Justo fue que se alejase,
padre y señor destos muros,
porque no hay seguridad
en fe de ningún amante,
que amor es tan inconstante,
que hace sol con tempestad.
¿Leonardo dónde quedó?
FULGENCIO:
Fue a dar cuenta de la armada,
para que quede entregada
a quien el Rey se la dio.
OTAVIO:
Como caballero ha hecho.
Mucho le estoy obligado,
FULGENCIO:
Siempre estuve confiado
del gran valor de su pecho.
OTAVIO:
Qué buen premio del servicio
que ha hecho en esta ocasión,
pero fundose en traición,
que es el más falso edificio.
Buenos vamos, desterrados
a montes y a labradores,
buenos quedan los traidores,
agradecidos y honrados.
Por decir estoy.
FULGENCIO:
No digas,
hijo, cosa en deshonor
de tu natural señor,
que al Cielo a venganza obligas.
OTAVIO:
¿Qué importa, pues está ausente,
y todo mi bien me quita?
FULGENCIO:
El Rey, como a Dios imita,
donde quiera está presente.
No se puede murmurar
del que es supremo en valor,
que el respeto del señor
asiste en todo lugar.
Nunca me vi tan perdido
que a la suprema cabeza
se atreviese mi tristeza.
OTAVIO:
¿Quién pondrá, padre, en olvido
tan notables sinrazones?
FULGENCIO:
El freno de la razón.
OTAVIO:
Quiero seguir tu opinión
en tantas contradiciones.
Quiero esforzarme a sufrir
y venerar la corona,
que el callar y obrar abona,
y infama solo el decir.
Vamos, señor, desterrados,
que donde te llevo a ti,
no es destierro para mí,
tú consuelas mis cuidados,
tú enriqueces mi pobreza,
y entre fieras y montañas,
mi soledad acompañas
de prudencia y fortaleza.
Mis bienes llevo conmigo,
como aquel sabio decía,
pues los libros que traía
no se han de igualar contigo.
Contigo llevo a Platón,
y a Aristóteles también,
pues tú aconsejas más bien,
cuanto diferentes son
las letras o la voz viva,
y fuera de ti, mi esposa,
es compañía dichosa,
y que en paz del alma estriba.
OTAVIO:
Adiós, soberbios palacios
del alto Rey de Sicilia,
dura ambiciosa familia
que le ocupáis los espacios,
tan parecidos a abejas,
en los que tiene el panal,
pues vivís de trato igual,
susurrando a las orejas.
¡Oh!, ¿cómo vivir podéis,
pagando dulce tributo?,
pero siempre dais el fruto,
como las flores coméis.
Adiós, confusa ciudad,
que yo voy a donde sea
mi corte una tosca aldea,
mi trato la soledad.
Para siempre me despido
de vuestros altos lugares,
vuestros gustos son pesares
y vuestra memoria olvido.
No más, para no ser menos,
ni menos que sufrir más,
por no salir del compás
en que se encierran los buenos.
(Váyanse y salgan TEODORA , con capotillo y sombrero, ROSELA y FABIO .)
TEODORA:
Tarda el Conde, estoy con pena,
no he de pasar adelante.
ROSELA:
El salir, fuera importante,
de aquesta mojada arena,
que al fin es playa del mar,
vuelve al coche, por tu vida.
FABIO:
No hay cosa que más impida
que el pararse al esperar.
TEODORA:
Antes al revés sucede,
que el que camina se aleja
del bien que espera y que deja,
pues alcanzalle no puede.
Mejor fue parar aquí
para que me alcance Otavio,
que el que desea no es sabio,
si del bien se aleja ansí.
FABIO:
Que llegaras al aldea
tuviera por acertado,
que ya el sol verse bañado
en el ancho mar desea,
y es la orilla peligrosa.
TEODORA:
¿Si de una y otra atalaya
está cubierta la playa,
de qué he de estar recelosa?
¡Ay!, si viniese mi bien...
ROSELA:
Dos hombres bajan allí.
TEODORA:
¿Buen traje?
ROSELA:
Señora, sí.
TEODORA:
¿Buenos caballos?
ROSELA:
También.
FABIO:
Ya se apean, por llegar
donde estás.
TEODORA:
Qué mejor seña.
FABIO:
No los deja aquesta peña
con los caballos entrar. (Salen OTAVIO y FULGENCIO .)
OTAVIO:
Esposa mía.
TEODORA:
Mi bien.
OTAVIO:
¿Cómo habéis aquí parado?
TEODORA:
Por no os dar tanto cuidado
y perderle yo también.
Con esto más presto os vi.
FULGENCIO:
Hija, dadme vuestros brazos,
si es que os han quedado abrazos
destas vistas para mí.
TEODORA:
No he dado tantos a Otavio
que no tenga para vós
reservados estos dos.
FULGENCIO:
¿Dos no más? mucho me agravio.
TEODORA:
El uno es de obligación
y el otro de amor, mas quedo
cierta, que añadirles puedo
mil ceros de mi afición,
con que destos dos se harán
dos mil, y dos mil millones.
FULGENCIO:
Todos son de obligaciones.
OTAVIO:
¿Y mis hijos dónde están?
TEODORA:
Luego, ¿vós no los traéis?
OTAVIO:
Yo no, pensando que vós.
TEODORA:
Y yo, por vós.
OTAVIO:
Bien, por Dios,
gran pesar dado me habéis.
FULGENCIO:
No os aflijáis, hijos míos,
que yo volveré por ellos.
Para dos ángeles bellos,
bien tendrán mis brazos bríos.
OTAVIO:
No señor, que os cansaréis.
FULGENCIO:
Hijo, queda con tu esposa. (Vase.)
OTAVIO:
No es ya, cielos, justa cosa,
que en mi venganza paréis.
¡Oh patria!, que mal salí
del fuego en que ya te veas,
no fui en la piedad Eneas,
en las desdichas lo fui.
Mi padre anciano saqué,
aunque no en hombros piadosos
de los muros generosos
que en otro incendio dejé.
Saqué mi esposa querida
de entre la furia de Marte,
mas dejé la mayor parte
de mi sangre y de mi vida.
Hijos de mi corazón,
no culpéis la piedad mía,
que pensé yo que os traía
vuestra mayor afición.
Mi padre os vuelve a buscar,
hijos, con amor de abuelo,
pero no permite el Cielo
que en duda os pueda esperar.
Voy tras él, que ser podría
que se los negase el Rey.
(Vase OTAVIO .)
TEODORA:
Otavio, Otavio, esa ley
ni es amor, ni es cortesía.
Pues yo los dejé por vós,
dejaldos, mi bien, por mí,
no me dejéis sola aquí.
ROSELA:
Ya se van juntos los dos,
no te canses en dar voces.
TEODORA:
Fabio, corre tras Otavio.
FABIO:
Yo voy.
TEODORA:
Y tú sigue a Fabio, (Vase FABIO .)
si su ignorancia conoces.
¡Dile a mi bien que se vuelva!
(Salen RICARDO y el CAPITÁN CINTIO, y soldados, todos de Turcos, con pistolas y rebozos.
RICARDO:
Cercalda, y si atrevido alguno llega
a su defensa, muera.
TEODORA:
¿Qué es aquesto?
CAPITÁN:
Las manos al cordel, cristiana, entrega.
TEODORA:
No en balde mi temor pensaba en esto.
RICARDO:
Los pies, las manos y la voz sosiega.
TEODORA:
En lo postrero del rigor, me ha puesto
la mísera fortuna; ya ninguna
puede ser para mí mayor fortuna.
CAPITÁN:
¿Cómo veniste sola a la ribera
del mar, tan sospechoso de cosarios?
TEODORA:
Acompañada vine, aunque no fuera
defensa en tanta copia de contrarios.
RICARDO:
¿A nadie aguardas? ¿Nadie a ti te espera?
TEODORA:
No pienso que serán tan temerarios
los que pueden venir, llevadme a solas,
o en mi pecho probad vuestras pistolas.
RICARDO:
Hola, subid por ese monte arriba.
TEODORA:
¿No me lleváis al mar?
RICARDO:
Entra en el monte,
que luego irás al mar, si quedas viva.
tú apercibe una lancha Floramonte.
TEODORA:
Otavio, Otavio, ya que voy cautiva,
ponte a mirar desde esas peñas, ponte
desde esos riscos a mirar mi muerte.
RICARDO:
¡Oh, qué bien sucedió!
CAPITÁN:
Famosa suerte. (Llévanla y salgan el REY y EVANDRO , caballero.
REY:
No he visto yo mayor atrevimiento,
nunca mayor maldad.
EVANDRO:
Traición ha sido
que excede las industrias de los griegos.
Yo fui, señor, con el traidor Leonardo,
como mandaste a recebir la gente,
tomó una lancha, que a la orilla estaba,
y déjandome en ella, entró en la nave,
donde después de poco tiempo, vimos
arrojar las banderas de tus armas
a las saladas aguas, y en los árboles
alzar pendones de color de guerra,
tocaron cajas y trompetas luego,
y alargándose al mar dos o tres veces,
las piezas principales dispararon,
en fin se declaró por enemigo,
y con tu armada y con la misma gente
que le cobró afición desta jornada,
o será Coriolano desta Roma,
o pirata del mar o, por ventura,
querrá servir a príncipe estranjero.
REY:
Con mis armas, Evandro, y con mi gente,
con mis naves y fuerte artillería.
EVANDRO:
Venganza dicen que es, aunque es injusto
de haber querido tú, que no lo creo,
forzar su hermana y alejarle della,
para poder mejor.
REY:
Diralo el vulgo,
no prosigas en eso, que me ofendo.
Leonardo fue traidor, no tiene escusa.
(Sale un CRIADO .)
CRIADO:
Aquí viene, señor, el Conde Otavio
y Fulgencio, su padre.
REY:
Diles que entren.
OTAVIO:
Antes de mi destierro, invicto Príncipe,
quise besar tus manos con mi padre,
por la merced que dellos recebimos,
y suplicarte que cumplida sea.
Mis hijos, dicen, que en prisiones tienes.
¿Qué libertad me das, si me los quitas?
no tengo libertad si no los llevo,
pedilos al alcaide, y el responde
que no me los dará sin tu licencia
y, así, señor, los pido a tu clemencia.
REY:
¿Sabéis cómo, con mi armada,
Leonardo se levantó,
y al ancho mar se volvió?
¿Sabéis que la infame espada
contra su señor volvió?
¿Sabéis que tendré razón
detenellos en prisión,
mientras que Leonardo huye,
y a su Reino restituye
las naves que suyas son?
Yo no quiero ser crüel,
sino asegurarme dél.
Los hijos os quiero dar,
¿pero quién ha de quedar
o por ellos o por él?
FULGENCIO:
¿Qué prenda, señor, querrás?
REY:
Uno de vosotros dos.
FULGENCIO:
Bien dices, piadoso estás
hijo, volvereisos vós,
que importáis a todos más.
Yo no puedo ser marido
de vuestra esposa, ni padre
de vuestros hijos, ya he sido
vuestro, no hay medio que os cuadre,
sino el que os tengo ofrecido.
Yo quedaré por resguardo,
mientras que vuelve Leonardo,
id vós con vuestra mujer,
que todo será saber
Leonardo, que yo le aguardo.
Él vendrá, que no querrá
que pague un anciano viejo
su cólera y mal consejo,
que aunque está lejos, está
su honor mirando en mi espejo.
A vuestros hijos llevad
con mi buena bendición,
y a vuestra esposa gozad,
si es el bien la sucesión,
la vuestra importa a mi edad.
¡Ea!, ¿qué miráis ansí?
OTAVIO:
¿No queréis que me enternezca,
que esto me digáis a mí,
y que tan piedra os parezca,
como algunas que hay aquí?
No padre, no quiera Dios,
ya que mis desdichas pueden
dividirnos a los dos,
que mis hijos libres queden,
y quedéis en prisión vós.
Id con mis hijos a ser
su padre, y de mi mujer
marido, que la mejora
de esposo y padre a Teodora,
y a ellos dará placer.
Yo quedaré, que es razón,
mientras que vuelve Leonardo,
que no es Alfonso el León,
Rogerio, ni yo Bernardo,
que lloro vuestra prisión.
Si la romana mujer
los pechos daba a su padre,
y por piedad vino a ser
de su mismo padre madre,
dándole preso a comer,
mejor su prisión tomara
y a su padre libertara.
Luego no será razón
que vós quedéis en prisión,
y yo en infamia tan clara.
Señor, a mi padre dad
sus nietos, que desde aquí
os rindo mi voluntad.
REY:
Si no hubiera sangre en mí,
fuera notable amistad.
Más grande fuera el amor,
aunque licencia le prestes,
fama antigua a su valor,
que de Pílades y Orestes,
que de Polus y Castor.
Yo viendo tanta amistad,
por no ser tercero aquí
retiro la majestad,
porque si lo juzgo ansí
es contra mí la piedad.
Prender a un viejo no fuera
lícito en parte que hubiera
un mozo, ni un padre adonde
un hijo, ni dar al Conde
libres los hijos que espera.
Que el camino de cobrar
un rebelde, que intentar
pudo iguales desatinos,
es tener a sus sobrinos
en tan seguro lugar.
Tú con esto, desde agora
serás solícito padre,
y como madre Teodora,
pues llorará como madre,
presos los hijos que adora.
Sea pues resolución
que hasta que Leonardo venga
a darme satisfación
tus hijos Evandro tenga,
para resguardo, en prisión.
No quiero que con mi gente
y naves sirva estranjero,
que contra mí guerra intente.
OTAVIO:
Señor, escucha.
REY:
Esto quiero,
y esto mando expresamente.
FULGENCIO:
¡Evandro, Evandro!
EVANDRO:
No puedo
replicar a sus enojos,
que a más daño tengo miedo.
(Vanse el REY y EVANDRO .)
OTAVIO:
Bien pueden llorar mis ojos
en las desdichas que quedo.
¡Ay, hijos del alma mía!,
cual tigre tras cazador,
corrí con tanta porfía,
que pudiera hacer mi amor
mayor estrago este día.
Mas débeme de tener
respeto, a mi Rey debido,
triste que tengo de hacer,
pues por los hijos he sido
tan tirano a mi mujer.
Serelo agora con ellos
por ella, y iré a buscalla,
que quedo sin mí y sin ellos,
¿o podrá el amor dejalla
de pura lástima dellos?
No podrá, que no es razón
que ellos en esta prisión
están seguros de daño,
y ella no de algún engaño
nacido desta traición.
Padre, la fortuna corre
sin rienda, tus caros nietos
están en aquesta torre,
de tu causa son efetos,
tú los anima, y socorre.
No te me quites de aquí
mientras que voy por mi esposa.
FULGENCIO:
¿Volveré a hablar al Rey?
OTAVIO:
Sí.
FULGENCIO:
Tú en viéndola te desposa,
mira que te importa ansí.
No ponga por objeción
el Rey que no estás casado,
ni piense que es dilación
el no hacerlo tu cuñado,
para tratarte traición.
Yo voy al Rey y seré
piedra de la torre, Otavio,
que a su puerta firme esté.
OTAVIO:
Represéntale mi agravio,
di que mis hijos te dé.
FULGENCIO:
Él lo hará, que es generoso,
viendo mis canas y viendo
mi llanto, que riguroso
irá por ellos corriendo,
hasta su pecho piadoso.
Ve tú, que importa que estéis
juntos.
OTAVIO:
Adiós, noble padre.
FULGENCIO:
¡Qué lágrimas me debéis!
OTAVIO:
¡Ay, hijos!, no os espantéis
que os deje por vuestra madre.
(Váyanse, y salgan cinco o seis villanos, BATO, FLORO, RISELO, TIBURCIO.)
BATO:
Pues que digo que los vi,
non tenéis que replicar.
FLORO:
¿Y tan cerca del lugar
has vido los moros?
BATO:
Sí.
No están lejos deste valle,
dar quieren sobre el aldea.
RISELO:
Non quiera Dios que tal sea,
ponerle fuego y quemalle.
TIBURCIO:
¿Eran muchos?
BATO:
Muchos son,
pero como el puebro acuda,
a pura piedra menuda
se irán con la maldición.
FLORO:
Vamos a tomar lanzones.
BATO:
Son armas de cerca y solas,
y para contra pistolas,
a gran peligro nos pones.
No ha hecho el hombre defensa
como la piedra en la honda.
RISELO:
El gigante te responda,
a cuya estatura inmensa
el pastorcillo David
dio con un canto en el suelo.
Coged piedras, que recelo
que no están lejos.
TIBURCIO:
Oíd.
BATO:
Voto a mí, que son aquellos
que bajan del encinar.
TIBURCIO:
¿Si se vuelven a la mar?
FLORO:
Si vuelven, demos sobre ellos.
RISELO:
Dadme arroyo, piedras vós.
BATO:
Esta cojo la primera.
TIBURCIO:
¡Oh!, quien con esta le diera,
que buenas son estas dos.
FLORO:
Esta si que es bien redonda.
RISELO:
Calaos entre aquestos cerros.
BATO:
No hay cosa que teman perros
como estallidos de honda.
(Escóndanse y salgan el CAPITÁN y RICARDO, de moros, y otros criados y TEODORA .)
CAPITÁN:
¿Qué es lo que piensas hacer?
RICARDO:
Llevarla al Rey con engaño,
pero aqueste desengaño
con más secreto ha de ser.
Prevén el coche aquí cerca,
mientras le digo quién soy.
CAPITÁN:
Con los soldados me voy,
hacia el camino te acerca.
RICARDO:
No te alejes, porque estés
a la mira del suceso.
CAPITÁN:
Aunque es este monte espeso,
hasta una voz que me des. (Vase el CAPITÁN , con la gente.)
RICARDO:
¡Ea, cristiana!, ya estás
sola.
TEODORA:
Pues moro, ¿qué quieres?
RICARDO:
¿No me conoces?
TEODORA:
No esperes
que te conozca jamás.
RICARDO:
Ricardo soy.
TEODORA:
¿Quién?
RICARDO:
Ricardo.
TEODORA:
¿No eres moro?
RICARDO:
¿No lo ves?
TEODORA:
Pésame.
RICARDO:
Que aun aquí estés
tan libre.
TEODORA:
Más daño aguardo.
Ya pensé que la fortuna
no tenía más caudal,
y veo, que aun en el mal
no tiene firmeza alguna.
De un mal en otro me lleva
siempre al mayor.
RICARDO:
Cuanto ves
del Rey es industria, y es
de mi amor eterna prueba.
¿Cuál quieres más, ir a ser
Lucrecia suya, o aquí
tener lástima de mí,
y dejarete volver?
TEODORA:
¡Oh, infame!, ¿tales razones
salen de tu boca fiera?
RICARDO:
Deja esa vana quimera,
que en más peligro te pones.
TEODORA:
Daré voces a los cielos.
RICARDO:
Ya es en vano.
TEODORA:
Cielos santos,
que habéis socorrido a tantos
en menores desconsuelos,
¿cómo os olvidáis de mí?
RICARDO:
Calla, que te he de matar.
TEODORA:
Cielos, venidme a ayudar. (Sale el CAPITÁN y gente.)
CAPITÁN:
¿Que le ayuden dijo?
SOLDADO:
Sí.
CAPITÁN:
¿Qué es esto?
RICARDO:
Yo no os llamaba.
CAPITÁN:
¿Pues quién dio voces?
RICARDO:
Teodora. (Salen los pastores.)
BATO:
Salgamos todos agora.
TEODORA:
¿Nunca mi dolor se acaba?
FLORO:
Estallen las hondas bien,
¡ea, perros!, que un lugar
entero os viene a matar.
CAPITÁN:
¿Qué es esto?
BATO:
Ya no lo ven.
CAPITÁN:
Pues villanos.
RICARDO:
¿No tenéis
pistola alguna cargada? (Todo esto sea con las hondas y mucho estallido.)
CAPITÁN:
A estos basta una espada.
TIBURCIO:
¿Espada?, ya lo veréis.
SOLDADO:
¡Ay, que me han muerto!
TEODORA:
Entre tanto,
quiero buscar una cueva
donde me esconda.
CAPITÁN:
Qué nueva (Vase TEODORA .)
guerra.
RICARDO:
Del furor me espanto.
CAPITÁN:
Soldados, a retirar,
que piedras es arma fuerte. (Hasga BATO a RICARDO .)
BATO:
Date, o darete la muerte.
RICARDO:
¿A ti me tengo [que] dar?
FLORO:
Ya los demás han hüido,
ten ese perro muy bien.
BATO:
Tente, o haré que te den
mil palos.
RICARDO:
Yo soy perdido.
TIBURCIO:
No hay para qué los seguir,
bien descalabrados van.
RISELO:
¿Eres Zaide o Solimán?
¿Eres alcaide o visir?
RICARDO:
Hermanos, yo soy cristiano,
no me atéis.
BATO:
¡Oh, perro infiel!,
da vueltas a ese cordel
hasta quebralle la mano,
que estos renegados perros
son los que nos hacen mal.
RICARDO:
Mirad que soy principal.
FLORO:
Cepos, cadenas y hierros
os han de echar a los pies.
Dadnos luego la cautiva.
RICARDO:
Ya sube ese monte arriba.
BATO:
¿Y la cautiva quién es?
TIBURCIO:
Llevémosle a tu cabaña
y ande esta noche moxinga,
mas que el mayoral le pringa.
RICARDO:
No me subáis la montaña,
sino bajadme al aldea,
y allí el cura me llamad.
BATO:
¿Está agora en la ciudad?
RICARDO:
Que tal mi desdicha sea,
pues decir quien soy, ¿es yerro?
BATO:
Camine.
RICARDO:
Escúchame.
FLORO:
Vamos.
BATO:
Esta noche le quemamos
por renegado y por perro. (Vanse, y salgan FABIO y OTAVIO .)
OTAVIO:
¿Qué dice Fabio?
FABIO:
¿Qué quieres,
triste señor, que te diga?
Moros llevan a Teodora.
OTAVIO:
¿Teodora, Fabio, cautiva?
FABIO:
Teodora cautiva, Otavio,
que al tiempo que yo volvía
vi que del monte bajaban
retumbando sus encinas.
El eco de las pistolas
que disparando venían,
su favor les dio la mar,
porque con las aguas vivas
en alguna casa entraron
las fragatas que traían.
Confieso que me escondí
de la confusa morisma,
pues mi muerte no pudiera
dar a Teodora la vida.
Ya por el golfo del mar
la llevarán donde sirva
a un fiero moro.
OTAVIO:
¡Ay de mí!,
tente Fabio, no prosigas,
no prosigas, que me matas.
¡Oh, mar soberbia y altiva,
cómo aplacaste las hondas
con que a los cielos te empinas!
¿Cómo fieros montes de agua
pudo pasar por encima
de vuestras saladas peñas
tanta fragata enemiga?
Maldígate el Cielo, amén,
y plega a Dios que te embistan
fiero cosario los vientos,
que los dos Polos desquician.
Vayas por rumbo contrario
de la derrota que sigas,
a parar donde no piensas,
mas qué locura la mía.
Llévasme el alma misma
y maldígote yo, ¡qué gran desdicha!
FABIO:
Señor, no des ocasión,
con la furia de las voces,
a que tus cuerdos sentidos
se confundan y alboroten.
OTAVIO:
¡Oh, Fabio!, ¿pues no es mejor
que a quien la fortuna pone
en semejante desdicha
ningún sentido le informe?
¿Para qué quiero sentir?,
pues ha de crecer al doble
el sentimiento, la pena,
que hace las cosas mayores,
Fabio, ya no tengo seso,
ven acá, di al Rey que el Conde
aquí dejó los sentidos,
que más venganza no tome
en mis inocentes hijos,
que le llamarán Herodes,
y vive Dios si no vas
a decir estas razones,
que ha de quitarte la vida.
FABIO:
¡Oh, qué bien!, mal me conoces,
iré y le diré palabras
que le confundan y asombren,
esto va todo perdido.
OTAVIO:
Entra, Fabio, por la corte
y di que le desafío
a pie, a caballo, en coche,
en tierra, en mar, aire y fuego,
desnudo y con armas dobles.
Di que le espero en la China,
en África, en los Japones,
entre valientes franceses,
y entre fuertes españoles.
De cuerpo a cuerpo, si quiere,
o con fuertes escuadrones,
en las Indias o en Noruega,
donde hay seis meses de noche.
FABIO:
Yo voy.
OTAVIO:
No vayas a pie,
lleva un caballo que trote
a quince leguas por hora.
Pica, ¿qué aguardas?, ¿no corres?
FABIO:
Si le dejo, ha de matarse.
OTAVIO:
¿Hay mayores sinrazones?,
¡mis hijos entre cristianos,
y entre moros mis amores!
¿Cómo pudistes sufrirlo,
altos y soberbios montes,
pudiendo tan fácilmente
matar ese moro entonces?
Nunca lleguéis a ser canos,
ni blanca nieve os adorne,
mal pastor, con cierzo abraso
vuestras sabinas y robles.
Esos limpios arroyuelos,
que al mar tributarios corren,
jamás bajen a los prados.
Mas, ¿cómo doy maldiciones,
a quien ni vee, ni oye?
El Conde soy, ¿ninguno me responde,
quién está aquí?
FABIO:
Yo, señor.
OTAVIO:
¿Ya de la corte volviste?
FABIO:
Sí, señor.
OTAVIO:
¿Qué dijo el Rey?
FABIO:
Que saldrá cómo tú dices.
OTAVIO:
¿A pie o a caballo?
FABIO:
A pie.
OTAVIO:
¿Qué días de plazo?
FABIO:
Quince.
OTAVIO:
Muchos son, bastan catorce.
FABIO:
En uno, no más, no mires.
OTAVIO:
Alto, prevenirme quiero.
FABIO:
¿Cómo quieres prevenirte?
OTAVIO:
Armarme contra ese Rey,
que dos ángeles persigue,
haz cuenta que tú lo eres.
¡Ea!, la espada te ciñe,
que habemos de pelear.
FABIO:
El diablo se le reviste,
pues yo no pienso esperarle.
OTAVIO:
Desa suerte te apercibes,
aguarda, espera villano.
¡Vitoria!, ya quedan libres
mis hijos, ¡oh!, dulces prendas
que de mis entrañas fuistes.
¿A cuál besaré primero?,
al mayor, sí, muy bien dices.
Venga Ludovico agora,
¡qué mozo!, parece un cisne.
¿Es nave aquella, por dicha?
Que es nave y quiere partirse.
Las velas izan y el viento
refresca. ¡Esperadme, oíme,
hola pilotos!, echadme
por lastre y por piedra firme,
que no se hundirá la nave,
porque nunca muera un triste,
mar en ti me recibe,
y muera en agua quien en fuego vive.