La farisea  de Fernán Caballero
Capítulo IV

Capítulo IV

En lo que sí pudo influir Bibiana fue en la determinación que tomó el Brigadier de hacer lo que nunca había hecho antes; escribir al ministro, que era un antiguo subalterno suyo, pidiendo su relevo y traslación a la Península. Era este el vehemente deseo de su mujer, así como el hacer escala en París. Por lo cual, algunos años después hallamos a Bibiana, a la sazón generala Campos, más feliz, más sobre sí y más orgullosa que nunca, en una tertulia de la corte, sentada en un sofá, siendo objeto de las atenciones de la señora de la casa, de los obsequios de algunos militares de graduación que hacía años conocían y apreciaban a su marido, y de la curiosidad de todos.

Bibiana, recién llegada de París, traía su cabello con la misma poco graciosa sencillez de siempre; vestía un traje alto de raso negro, estrictamente ceñido a sus buenas formas, con un rico cuello de encaje de Malinas; una gruesa cadena de oro caía sobre sus hombros y venía a sujetar un reloj en su cintura. No hablaba sino con personas escogidas, y tenía el arte de no mirar a nadie sino a las personas que conceptuaba dignas de esa merced, sin afectar por eso tener la vista distraída, ni fija en algún objeto indiferente.

Bibiana, que había visto desde su llegada el afecto y el respeto con que era tratado su marido, aumentado a la sazón por la notoriedad de sus relaciones de amistad con el ministro; Bibiana, que conocía igualmente que las deferentes atenciones que ella misma recibía eran debidas a ser la mujer del agasajado, se deshacía en ternura, y realzaba los elogios de su marido prodigando hasta la saciedad el indefectible mi: lo que las señoras hallaban muy tierno, pero de muy mal gusto.

Cuando entró en la tertulia el general acompañado de varios amigos, aunque al punto que entró fijó en su mujer sonriendo su benévola y cariñosa mirada, ella desde luego conoció que venía contrariado.

-¿Qué trae mi Campos? preguntó a uno de los antiguos compañeros de su marido que se había acercado a saludarla.

-Sus cosas, sus cosas, contestó el interrogado: el Ministro le quiere dar la Capitanía general de Madrid.

-¿Y bien? exclamó Bibiana, en cuyo poco expresivo semblante brilló como un fuego fatuo una ráfaga de ansioso orgullo.

-¡Y bien! no quiere admitir el cargo, contestó el amigo.

Las gruesas cejas de Bibiana se contrajeron con indecible desasosegado coraje: pero reprimiéndose instantáneamente, dijo con la mayor moderación:

-Sus razones tendrá; nunca hace cosa mi Campos que no sea inspirada por las más loables y honrosas causas.

Como muchas mujeres, comprendía Bibiana por instinto arcanos de fisiología y ardides diplomáticos que, expresados por Maquiavelo y por La Rochefoucauld, han dado tanto renombre a sus poco simpáticos autores. Comprendía por tanto que un pedestal, sea el que sea, alza a la persona colocada en él.

-Loable y honrosa es la modestia, pero si se exagera, llega a propia desconfianza y degenera, repuso el amigo. Señora, las virtudes exageradas pueden volverse defectos.

-Nunca he visto las de mi Campos llevadas hasta ese extremo, dijo Bibiana. ¿Y en qué se funda para negarse a admitir el honroso puesto que se le ofrece?

-En que ni el cargo es para él, ni él para el cargo: ¿lo concebís?

-El que así sea, no; pero que así lo piense él, sí, respondió Bibiana.

-En lugar de admitir, prosiguió el amigo, pide uno de los mandos que se van a dar en la división que se está organizando para ir a sofocar la rebelión de Cataluña; os debéis oponer a esto, señora, pues si se lo diesen, os tendríais que separar del marido que tanto amáis.

-¡Yo!... ¡Yo separarme de mi Campos! exclamó Bibiana con aquella tranquila sonrisa con que se afirma una cosa que no admite duda; no señor. Nunca lo he hecho desde que tengo la suerte de ser su mujer, y siempre le seguiré a todas partes; pero donde pueda necesitar de mis cuidados, con más motivo, aunque fuese vestida de vivandera.

-Sois el modelo de las buenas esposas, señora, dijo el amigo.

-No señor; él sí es el modelo de los esposos, como lo es de todo lo bueno. Para poder afirmar esto con la convicción con que lo afirmo yo, es necesario conocerle a fondo, vivir a su lado y en su intimidad, como mi buena suerte me lo ha proporcionado: solo así se puede apreciar en lo que vale ese mérito que oculta su modestia como las blancas nubes el esplendor del sol; esa honradez y buena fe quijotesca, si quijotesco es llevar las virtudes a su apogeo; esa caridad que no se contenta con socorrer con las manos, si el corazón no consagra con lágrimas el socorro; ese apego a las personas que le rodean, que toma todas las formas, la de protector, la de amigo, la de padre, y señaladamente la de esposo, en que las reúne todas; de manera que si el profundo cariño que le tengo no fuese de esposa, sería de agradecida.

-¡Esto es saber elogiar! dijo el amigo.

-No; es saber hacer justicia, dijo Bibiana.

-Debéis ser muy feliz.

-A tal punto, que no cambiaría mi suerte por la de mujer alguna, y que al lado de mi Campos preferiría una choza a un palacio en el que no le tuviese por compañero.

Bibiana sentía lo que decía; las chozas en hipótesis son otras que las chozas en realidad.

La persona a quien iban dirigidas estas palabras, que era tío de Luciano, dijo a este al separarse de Bibiana:

-Tu general, hijo mío, tiene una media naranja como una tortolita que arrulla cariñosamente con el sonoro dejito americano.

El franco semblante de Luciano se veló con una nube de disgusto o contrariedad, y no respondió.

-Noto que no te electriza este modelo de amor conyugal, prosiguió su tío; no te piache la generala, según parece.

-Ni es, ni parece; yo aprecio y venero cuanto pertenece al hombre a quien miro como a mi segundo padre, contestó Luciano.