La farisea  de Fernán Caballero
Capítulo III

Capítulo III

Tres meses después de esta primera visita en casa de don Claudio Fajardo, se hallaba el brigadier con Luciano en su despacho. El primero estaba preocupado; el segundo estaba triste.

Después de un rato de silencio, dijo el primero con algún embarazo al segundo:

-¿Qué te parece Bibiana Fajardo, Luciano?

-No me gusta, señor, contestó éste sin titubear, como si hubiese estado preparado a la pregunta.

-¿Y por qué? preguntó el brigadier.

-Por instinto, señor, contestó el interrogado.

-Atrevido es fijar nuestros juicios sobre semejante base, repuso el brigadier.

-No lo creáis, señor. El instinto es la vista del alma, la inspiración del corazón

-No se juzga a una persona por inspiraciones, Luciano, sino por hechos y por realidades.

-Tampoco, señor, se clasifica a una mujer como a un quinto.

-Convenido, hijo mío. Entre ambas apreciaciones hay un medio término, que es el que te debe servir para asentar tu opinión sensatamente. Bibiana Fajardo es una señorita de juicio: ¿no es verdad?

-Es la fama que tiene, y cierta será, si es favorable.

Tiene talento, prudencia y compostura.

-Todo el mundo le reconoce esas ventajas.

-Es buena hija.

-¿En qué lo ha demostrado?

-Su padre lo pregona.

-En ese caso, cierto será, repuso con una media sonrisa Luciano.

-Es amable, prosiguió el brigadier.

-Puede que con vos lo sea.

-¿Y por qué no sería amable con otros? y sí conmigo, que soy un hombre de edad, y que no soy ni petimetre ni galante?

-¡Oh, vos sois brigadier!

-Excelente recomendación para una muchacha, dijo riéndose el brigadier.

-La mejor para la que quiera ser brigadiera, repuso el ayudante.

-Luciano, dijo el brigadier, formula de una vez y claramente los motivos que te inducen a tener esa prevención contra una persona que no puedes dejar de conocer que me interesa.

-En ese caso debo callar.

-De ningún modo, cuando como prueba de amistad exijo de ti que no lo hagas.

-En ese caso, señor, os diré que esa mujer nunca me agradó; y ahora que he visto todos los hilos puestos en juego para haceros caer en el lazo, añado que me es antipática.

-¡Ella poner en juego hilos para formar un lazo!... Luciano, ¡qué poco conoces la nobleza y dignidad del carácter de Bibiana!

Si la araña urde su tela, es porque no tiene hilandera que la teja por ella; no es este el caso de la señorita de Fajardo, que tiene amigos que saben prevenir sus deseos, y más si les tiene cuenta. Tales son el cirujano mayor, que en un tiempo pretendió con poca fortuna la mano de Bibiana, y piensa ofrecer la de su hija a D. Claudio cuando casadas las suyas le pese la soledad; y el compañero de negocios del padre, que desea alejar a la hija, que es un perspicaz vigilante de sus intereses.

-Aunque esto fuese, nada probaría en disfavor de Bibiana.

-Lo que no le hace favor es no tener bajo su estrecho y emballenado corpiño un corazón que sienta y lata, y que en su lugar solo haya un absorbente egoísmo, exclamó el ayudante.

-Creo lo que dices un juicio aventurado, Luciano, repuso el brigadier; pero caso que fuese cierto, nadie, y yo menos que nadie, puede aspirar a hallar una mujer perfecta; y puesto que todas han de tener alguna falta, ¿crees tú que la del egoísmo sea una de las capitales? ¿Piensas que pueda sobrepujar en la balanza sobre otras mil buenas prendas esenciales? ¿Abrigas la persuasión de que no se pueda vivir feliz con una persona egoísta, aunque posea mil otras virtudes?

-Creo que nadie, y menos que nadie vos, respondió Luciano, puede hallar la felicidad unido a una persona orgullosa y egoísta. ¿Qué liga pueden hacer lo que atrae y lo que repele?... ¿Un corazón abierto como una iglesia, y otro cerrado como una cárcel? El egoísmo es un mal crónico que no sale a la cara, pero que no tiene cura y crece siempre. El egoísmo es la caja de Pandora, señor; son innumerables los males que de él proceden; y a su lado, bajo su estéril sombra, no puede florecer ninguna noble y generosa virtud.

-¡Cómo te exaltas, Luciano! dijo con bondadosa sonrisa el brigadier. Casi me hace sospechar tu inconcebible encono si habrá en todo esto, sin tú mismo conocerlo, algún despecho amoroso, algún despecho de joven al ver a una muchacha inclinarse a un anciano.

-Señor, repuso sentido Luciano, tengo veinticuatro años; desde que salí del colegio estoy por disposición de mi difunto padre a vuestro lado; ¿dónde, pues, habría aprendido la falsía que se necesita para hablar mal de aquello de que bien se piensa?


Poco tiempo después, era Bibiana la señora brigadiera Campos.

El cariño y los cuidados que tenía con su anciano marido, eran tanto más naturales y desembarazados, cuanto que eran sinceros, y que Bibiana se gloriaba de ellos.

Triunfaba del público, de sus hermanos y de sus compañeras, que habían predicho que el brigadier no se casaría; y triunfaba, sobre todo, de Luciano, cuya enérgica oposición al casamiento del brigadier no le había quedado oculta. Sabía que el ayudante, cuya adhesión a su jefe le era bien conocida, no la había creído capaz de apreciarle en lo que valía, ni de amarle como lo merecía, y hallaba un vanaglorioso placer en probar lo contrario. Nunca nombraba a su marido sin anteponer la tierna pero poco usada calificación de mí; para su Campos todos los elogios eran escasos; para su Campos todos los mimos y cuidados eran pocos. Sus más pequeños gustos eran estudiados y satisfechos por Bibiana, que era rica, con el mayor esmero, y sin reparar en gastos; a tal punto, que hubiera sido empachoso este perseverante sistema, a no haber recaído en un hombre tan bondadoso, a quien difícilmente había incomodado nunca la hostilidad, y al que por lo tanto nunca podía incomodar lo que dimanase de afecto.

Habíase establecido una extraña rivalidad de querer entre la mujer y el amigo del brigadier, los que no podían disimular su mutua antipatía. Bibiana sabía que tenía en Luciano un competidor en el afecto y aprecio de su marido. No podía disimularse a sí misma la nobleza, la altura y superioridad del cariño de Luciano, tanto más profundo y desinteresado cuanto que el ayudante pertenecía a una gran familia, y tenía parientes en la corte, harto más propios a poderlo proteger en su carrera que no aquel hombre modesto y sin conexiones, de influencia nula, y que nunca había sabido pedir ni para sí.

Luciano, por su lado, llegaba a veces a reprocharse el instinto que le llevaba a mirar con hastío y a graduar de moneda de moneda de poco valor intrínseco, aquellas ostensibles y recalcadas demostraciones de cariño con que Bibiana abrumaba a su marido; pero los esfuerzos de su razón no alcanzaban a vencer los instintos de su sentir, ni lograba que la franqueza de su carácter los disimulase.

Bibiana, que había adquirido, sin que lo pareciese, un gran ascendiente sobre su marido, intentó en vano alejar a Luciano, o al menos impedir que fuese su comensal. Su marido, que a todos sus deseos cedía por bondad y por cariño, en cosas que se rozasen con su honra, su lealtad o sus sentimientos, era inamovible como lo son las rocas, contra las que en vano se estrellarían todas las olas que pudiese levantar el mar.