La farisea  de Fernán Caballero
Capítulo I

Capítulo I

A mi amigo el Excmo. Señor don Antonio Cabanilles.


Para demostrar con un obsequio su amistad, su aprecio y su gratitud, el que tiene jardín, ofrece un ramo de las más bellas flores que en él se crían; el que tiene vergel, brinda los mejores frutos que en él maduran. Yo no poseo este recurso; y para lograr el placer de ofrecer a V. una expresión en testimonio de aquellos sentimientos, no tengo sino esta novelita, sencilla flor de mi corazón, pobre fruto de mi entendimiento, que le suplico reciba teniendo presente este lindo pensamiento que tan bien expresa una frase popular:

Quien esto da, os diera
Cosa mejor si la tuviera.



Paseaban por el campo que une al continente de la Isla la ciudad de Puerto Rico, el brigadier D. Agustín Campos, coronel de un regimiento recientemente llegado de la madre patria, y un joven teniente, su ayudante. El entusiasta cariño que este joven demostraba a su anciano jefe, había sido y era el tema de burlas y censuras poco benévolas entre sus compañeros; los que no pudiendo comprender que un joven de brillantes prendas, formado para agradar y sobresalir en cualquier reunión, prefiriese a todas ellas la sociedad de un austero anciano, atribuían esta preferencia, el uno a baja adulación, el otro a orgulloso desdén, otros en fin a extravagancia; en vista de que no hay intolerancia más acerba que la de la medianía hacia la superioridad. Pero todos estos desahogos de la malignidad se ceñían a sonrisas burlonas, a indirectas y chistes embozados: tal era el respeto que la conducta digna, cortés e intachable del joven teniente había sabido inspirarles.

-Todas las galas de la naturaleza se aglomeran en esta isla para hacer de ella un Edén, decía el referido teniente Luciano Encina al brigadier. Como raudales de líquida plata de una cueva de esmeraldas, salen sus límpidos ríos por entre esos árboles gigantes que están siempre verdes y llenos de savia como la lozana juventud; serpentean entre prados que nunca se ven secos ni exhaustos, como los corazones ricos de amor; se deslizan entre las cañas, que son dulces y flexibles, como unidas lo son la condescendencia y la bondad; y cual claros espejos reproducen, embelleciéndolos, los objetos que a su paso encuentran. Los bejucos que todo lo unen, enredan y alegran con la inimitable gracia de los niños, enriquecen aún esta poderosa y frondosa y vegetación, sobre la que descuellan las altas palmeras, buscando espacio para abrir sus brazos al cielo.

-Luciano, hijo mío, repuso el brigadier, a veces me quiere parecer que te han dado una enseñanza por demás literaria para la carrera que sigues, a la que basta un código, el del honor; y un manual, la ordenanza. Esta enseñanza ha hecho de ti un poeta, y si la poesía se sobrepone a la realidad, todo lo desbarajusta. Más valiera que en lugar de entusiasmarte con la naturaleza, te afligieses por el mal efecto que causa el clima de esta isla a nuestra tropa. ¿Cuántas bajas tiene el regimiento?

-¡Ciento cuatro, mi brigadier! contestó el teniente. No creáis que porque mi corazón se impresione por lo que es poético, desatienda mi mente lo que por obligación debe ocuparla. Creer a la poesía incompatible con la vida práctica, es una preocupación de cerebros estrechos, indigna de vuestro imparcial y elevado juicio, señor.

-¿Qué quieres, Luciano? repuso el brigadier; no es este mi sentir hijo de una prevención hostil; es la consecuencia de mi vida de acción. Sabes que desde soldado que fui en la guerra de la Independencia, he subido por grados, y sin nunca descansar, la escala que me ha traído al puesto en que me ves, y que considero inmerecido.

-No sé, exclamó el teniente, lo que sea más de admirar; si el que la fortuna, sin ser solicitada, premie el mérito callado y modesto, o el que consideréis inmerecidos sus justos premios.

El brigadier calló un rato, como fluctuando entre su habitual y digna reserva y la honrada sinceridad que era la base de su carácter; pero venciendo esta última a la primera, dijo a su joven interlocutor:

-Repugna a mi delicadeza dejarte en lo que es en parte un error; a ti, Luciano, que aun siendo tanto más joven que yo, miro como a mi mejor amigo, o más bien como a hijo. He tenido un generoso protector, Luciano, el que mientras vivió, y notoriamente cuando fue ministro, no dejó de alargarme nunca su protectora mano y de darme pruebas de aprecio, siendo la última el haberme encargado en su lecho de muerte a su hijo. Este protector, Luciano, fue tu padre; conoce, pues, la verdad contenida en uno de esos refranes, frutos sazonados de la experiencia: no hay hombre sin hombre.

-Cierto es señor, que no hay hombre sin hombre, contestó Luciano; es esta una verdad que cada día confirman los hechos, como una gran lección de Dios, que así nos enseña la fraternidad cristiana. Yo os referiré otro suceso que confirma y prueba igualmente esta verdad; atendedme. Un joven tan noble como bondadoso, tan bizarro como tierno, había entrado a servir en un regimiento, en el que a poco fue querido de todos, pero en particular de su asistente, que era el mejor, el más honrado y más aventajado soldado del regimiento. Vivía aquel unido con otro alférez, su íntimo amigo y su pariente.

Aun no se habían hallado estos primos en ninguna acción, y ambos animados y llenos de aquel santo patriotismo que defiende su fe, su Rey, su país, su hogar y la independencia nacional, aguardaban con impaciencia esta ocasión de gloria.

El gran día , por el que con tanta impaciencia y entusiasmo anhelaban, era llegado. Batíanse ya las primeras filas, cuando recibió su compañía la orden de avanzar: así se ejecutó. El asistente, que no perdía de vista a su alférez, notó con zozobra la lívida palidez de su rostro, que denotaba una profunda emoción, y lo extraviado de su mirada que indicaba el trastorno de su mente; no obstante, seguía avanzando; pero al llegar al punto de la refriega, lo ve pararse, estremecerse;-¡a sus pies yacía en una laguna de sangre, desencajado el rostro por una dolorosa agonía, el cadáver de su primo!-La compañía seguía avanzando, y aquel joven permaneció inmóvil y petrificado ante el cadáver que a sus pies tenía.

El brigadier se había parado, y seguía con ávido y creciente interés el relato de su ayudante, fijos en él sus asombrados ojos.

-Ya en la confusión de la refriega, prosiguió el narrador, volvió el fiel asistente con imponderable angustia la vista. Su alférez ya no estaba allí, pero tampoco se hallaba entre los combatientes, el corazón del hombre leal y valiente se oprimió.-¡Se pierde! pensó con dolor; trastornado su ánimo juvenil y aun tierno por la pena y por el horror, una impresión del momento, un vértigo, se ha apoderado de él y ha subyugado su grande y noble corazón.-No lejos de allí había unas ruinas; el generoso asistente, guiado por el instinto de su corazón, corre hacia ellas; allí encuentra al que busca, llorando sobre el cadáver de su compañero.-¡Allí se baten!-le grita sacudiéndole por el brazo que le había agarrado como para despertarle de un letargo. El alférez despierta, se sacude, alza su caída cabeza, empuña la espada, corre como ebrio a lo más encarnizado de la pelea; se porta como un Cid, gana aquel día una cruz de honor; y llega con los años a ser uno de los jefes más bizarros y entendidos del ejército, Aquel joven, que el horror paralizó por un momento, era mi padre. Aquel leal amigo que por un brazo le sacó del precipicio en que iban a hundirse su vida y su honor... ¡erais vos!-Ya veis, señor, añadió el joven, por cuyas mejillas corrían abundantes lágrimas, echándose en los brazos del brigadier, ya veis cuán cierto es que no hay hombre sin hombre.

-¡Y tu padre te ha contado esto, que solo él y yo sabíamos! dijo el brigadier con voz trémula por la fuerza de su emoción; ¡oh, qué imperdonable imprudencia!...

-Decid más bien ¡qué gran lección dio a su hijo, repuso Luciano, enseñándole a desconfiar de sí propio, a menospreciar la arrogancia y a dar hereditario culto a la gratitud!