La farisea  de Fernán Caballero
Prólogo

No se te entrará por debajo de la puerta de tu casa, lector benigno, este tomo de novelas, nuevo fruto de la fecunda pluma de Fernán Caballero. Ese modo furtivo de penetrar en el sagrado del hogar doméstico no cuadra bien con el propósito elevado y generoso que inspira todas las obras de este afamado novelista andrógino. No es propio de caballeros de noble alcurnia que saben mantener su decoro y conservar incontaminado el lustre de su casa, el mendigar relaciones buscando pretextos para introducirse en el trato y familiaridad de la gente de valía, y menos amoldarse a las mañas rastreras de la gente baladí para lograr por cansancio o por sorpresa lo que cara a cara se les niega. ¿Es por aristocrático orgullo y por desprecio de los hábitos generales por lo que el hombre bien nacido se desdeña de pordiosear de casa en casa, y más aún de introducirse clandestinamente en la morada ajena, como el malhechor que se propone robar o asesinar al dueño desapercibido? No por cierto: la decencia, la moral, la ley, se lo prohíben; sírvanse tenerlo presente los autores de buenos libros que sin dar importancia al antiguo recato literario, y acomodándose al uso tan generalizado de propagarse por mano de los repartidores, se dejan ir de puerta en puerta en compañía con la pestífera falange de publicaciones ilustradas y baratas, o silenciosamente se ingieren y deslizan con ellas dentro de las casas sin permiso de los padres de familia.

Los editores de las dos novelas que este volumen contiene lo han comprendido así, y han querido que su publicación no se confunda con esas obras de baja ralea que una especie de soplo diabólico nos introduce todos los días por las rendijas de nuestras habitaciones para emponzoñar la atmósfera que respiran nuestras mujeres y nuestros hijos. Demos, pues, las gracias en nombre de Fernán Caballero a tan galantes editores por no haberle descuartizado en entregas estos dos hilos de su preclaro ingenio, arrastrándolos por los suelos de los recibimientos; y admítelas tú también, oh lector sensato, porque en obsequio al morigerado novelista, campeón denodado y heroico de nuestras antiguas costumbres religiosas, monárquicas y caballerescas, no te has desdeñado de ir a la librería en busca de este libro,-o lo que es lo mismo, has ido a buscar la púdica doncella a la casa honrada del padre, despreciando a la cortesana que sin ser llamada se te entraba por las puertas.

Merced a este vértigo de incontinente publicidad que se ha apoderado de la moderna Europa, y que ha hecho sacrificar su pudorosa reserva a todas las creaciones que sin ella pierden la mitad de sus encantos, el cuadro o la estatua, el poema y la mujer, ya no ejercen sobre nuestros corazones su primitivo ascendiente. Parece paradoja y no lo es: la reproducción del objeto artístico por medio del grabado o la fotografía, no difunde en la masa social aquel sentimiento de la belleza vivo e intenso que en el recóndito lugar para donde fue ejecutado producía en cada individuo. Los dramas, los cancioneros y romanceros, impresos un número infinito de veces y vulgarizados en ediciones sin cuento con el atractivo de preciosas láminas y elegantes caracteres, no encienden ya en las almas aquel fuego santo que mantenían penosamente leídos en borrosos manuscritos o malamente recitados por los cómicos ambulantes y los trovadores, ennobleciendo el patriotismo, la fe y el amor. La mujer que ostenta y prodiga sus seducciones, y hace alarde de ellas en el sarao, en el teatro, en los paseos, en las procesiones, en las Cuarenta Horas, en los sermones, en la corte y en todas partes, hasta el punto de que la tengan siempre a la vista el que madruga para solazarse por las mañanas en las poéticas umbrías del Retiro, y el que centinela voluntario de las tiendas o del Casino pasea ocho horas al día la Carrera de San Jerónimo y las calles del Cármen o de la Victoria, y el que por la noche antes y después del baile, del concierto o de la ópera, hace su visita obligada al café Suizo o a la Iberia; no ejerce hoy sobre el hombre aquel predominio que ejercieron la púdica Theodolinda sobre Agilulfo el Longobardo, y la fervorosa Inganda sobre el apasionado visigodo Hermenegildo; ni adquiere con la despreocupación de que blasona aquel templo heroico que demostraron siendo unas sencillas y muy cristianas criaturas Griselda en el retiro de Saluzzo, y Juana de Arco en los campos de Palay. No es paradoja, no: las más bellas creaciones de la naturaleza y del ingenio humano se deslustran, casi diríamos que se envilecen, sacadas al público mercado. La gran publicidad moderna solo favorece al arte de malas tendencias, -a los libros malos,- y a las malas mujeres.

Son en general las novelas que salen a luz por entregas como pobres vergonzantes que no se atreven a descubrir de un golpe toda su miseria, y por lo curtidas y baqueteadas a fuerza de sofiones desde su primer asomo por el intersticio que en cada una de nuestras viviendas tiene a su disposición la publicidad, vienen a ser como los gitanos de la inteligencia. Suben y bajan las escaleras de todas las casas de esta coronada villa, manoseadas, asendereadas y tratadas con desprecio, pero nunca corridas de recibir los escobazos de las criadas y los pisotones de los aguadores. Y entre ellas, sin embargo, las hay muy dignas de otra suerte;-como entre los infinitos periódicos que se titulan órganos de la opinión pública (y que son con harta frecuencia los organillos con que se anuncia el hambre privada), los hay que por irreflexión o por descuido prostituyen la toga magistral dejándose arrastrar por esos intersticios a manera de asquerosos insectos o venenosos reptiles.-¿No es un verdadero dolor que hayamos tenido que recoger a veces de entre las barreduras de nuestros recibimientos, capítulos de la Santa Biblia y páginas preciosas de las Tardes de la Granja y de otras excelentes novelas, que por un error de cálculo de sus editores han recibido puntapiés y desgarrones de la servidumbre ignorante, la cual, seducida por las viñetas y los colorines, deposita benévola sobre los veladores los inmundos plagios y las imitaciones de Eugenio Sue y de Paul de Koek?

Cada cosa en su lugar: aguanten, si tal es su gusto, los escobazos, las pisadas, los estregones y refregones, las rociadas de las regaderas y la afrenta de las salivas, los que bajo cualquier forma y con cualquier pretexto, en periódicos, en entregas de novelas, en folletos, en prospectos de sociedades anónimas y anuncios de toda especie de métodos maravillosos para enriquecerse sin trabajar, ejercen la satánica misión de negar la existencia de Dios y de la justicia eterna, de inspirar en los corazones el odio a toda autoridad divina y humana y la sed de los goces materiales, y de hacer triunfar en la ciencia social, en la literatura y en las artes, un naturalismo pagano y grosero sobre las santas tradiciones del mundo cristiano. Pero que se respete la reserva, el recogimiento y el pudor del libro que no se escribe para la tumultuosa plebe adoradora del dios Oro y de la diosa Prostitución.

Un padre amante de sus hijos y solícito guardador de una hija que tenía muy hermosa, de muy precoz entendimiento, muy alegre y feliz en su virginal extrañeza de toda idea impura, cuidaba con el mayor esmero de que esta preciosa flor que embalsamaba su existencia no perdiese el celestial perfume de su candor. Escogía con el mayor estudio sus amigas, cuidaba de que no leyese libros que él no hubiera previamente examinado; en la dura necesidad de consentir que su hija fuese algunas veces a los teatros para no pasar por raro y misántropo, elegía los espectáculos a que había de asistir; procuraba en suma no omitir medio alguno de preservar a aquella linda e interesante criatura de toda sombra de mancha moral: -empresa que hasta los diez y seis años había logrado ir sosteniendo a fuerza de vigilias y sudores en medio de esta sociedad sensual y pervertida que llamamos sociedad culta;- verdadero milagro, nada menos maravilloso que el de conservar una camelia con toda la frescura del tiesto dentro de un horno encendido.

Solo en una cosa se había descuidado el buen padre; tocado de la politicomanía que hoy aqueja a los hombres en toda Europa, y acostumbrado a saborear diariamente la dosis de bilis que le administran los periódicos todas las mañanas después de tomar chocolate (¡y criticamos que los chinos tomen sus dosis de opio, menos ofensivo!), no había tenido la precaución de hacer poner en su puerta un buzón para recibir los diarios y demás papeles, y consentía que se los introdujesen por debajo de la misma puerta los repartidores. Por este portillo inadvertido, siempre abierto y franco en nuestras casas, reciben aun los más acérrimos defensores del sistema prohibitivo y proteccionista todas las malas drogas que expenden los librecambistas de las ideas, y por el suyo se infiltró en el hogar pacífico e incontaminado del pobre padre, en forma de entrega de una publicación recreativa... (tentaciones tengo de nombrarla, denunciándola a la execración y a la justa cólera de los hombres decentes y sensatos, enemigos de soeces bufonadas), una funesta ponzoña que hasta hoy está produciendo en aquella familia terribles estragos. La mano en mal hora oficiosa de una doncella llevó la bien vestida y elegante entrega al velador de la desapercibida señorita. Con el halago de la hermosa impresión y del arrasado papel, máscara aristocrática de un ser plebeyo, empezó la niña a hojear aquel impreso. Debo suponer que tardó mucho en entrever el significado de los inmundos epigramas que devoraba engolosinada por el encanto de un ritmo juguetón y sonoro, y seducida por la voz secreta del Mefistófeles que lleva siempre a su lado toda Margarita. Pero debo suponer también que alguna criada con mal entendida generosidad se atrevió a descifrarle lo que ella no hacía más que presentir. ¡El caso es que la pobre víctima de tan villana sorpresa, de tan criminal alentado, comenzó a recatarse de su padre para entregarse a aquella lectura, y que gracias a esta ha perdido la fe, en la benéfica vigilancia del autor de sus días, la alegría de su carácter, el arrebol de sus mejillas, la inocencia de su alma!

Este fruto ha producido en aquel hogar, hoy triste y antes tan feliz, el funesto laissez faire, laissez passer que hoy rige para las más depravadas ideas, cuando ponemos cerrojos y cerraduras, y penas en el Código, para los ladrones de menos valiosa propiedad. ¡Contradicción manifiesta! al que nos arrebata una parte de nuestra hacienda, le condenamos a presidio; y al que nos roba el candor y la dicha de una hija querida, y asesina su alma, ¡le permitimos que se pasee indemne y nos insulte con su procaz y triunfadora sonrisa!

La publicidad exagerada que hoy prevalece en todo, es producto genuino de ese vago deseo de innovar, desarrollarse y disfrutar, que ha invadido a la antes sobria y recatada España. Como el niño que al soltar los andadores corre libre, más por necesidad de moverse que por deseo de dirigirse a un objeto determinado, así la sociedad española en su ansia de lograr un bien aun no definido, se agita y se conmueve más que para progresar en el camino de la verdadera civilización, para hacer alarde de una libertad de que antes no había gozado. Todo el mundo experimenta la comezón de echar sus gracias naturales al aire y de contemplar las ajenas. El naturalismo a su vez nos ha hecho sensualistas, y esto ha originado una trasformación radical en las costumbres públicas y privadas (si hay ya algo que sea privado) de los en otro tiempo ascéticos y severos españoles. No importa que a la actividad se dé o no un objeto final, ni que este objeto sea malo o bueno; el caso es desarrollar medios y recursos extraordinarios. Si el producto es bueno o bello, tanto mejor; si por resultado de nuestro esfuerzo obtenemos un cuento inmoral, un cuadro obsceno, una doctrina sediciosa, o una dislocación como las de Pietrópolis, en cuya virtud el hombre se trasforma en repugnante reptil o en espantable demonio, no por eso faltará público numeroso que lo aplauda. El buen gusto, el sentido moral y estético es el único que sale perdiendo.

Los períodos de transición como el que vamos atravesando ofrecen un estudio más curioso que útil, porque si bien entretiene el ánimo el contraste entre lo que viene y lo que se va, es lo nuevo demasiado reciente para exigirle sazonados frutos y comparar estos con los que produjo lo pasado. En las épocas de trasmutación social, las almas apegadas excesivamente a lo antiguo desfallecen de melancolía, y las que suspiran por lo nuevo pierden la fe viendo que su ídolo vacila y amenaza con frecuencia caer y hacerse polvo antes de afirmarse en su pedestal.

Fernán Caballero, cuya última producción nos sugiere estas consideraciones, se declara resueltamente por lo pasado, y con tanta elocuencia y fuerza de imaginación defiende su causa, que no podemos menos de declararnos seducidos. No es precisamente en la Farisea donde campea la apología de la España que va acabando: la generala Campos, llamada la Farisea, es la personificación de uno de los más monstruosos enemigos de la caridad cristiana desde los mismos tiempos de su ejemplar divino. Más adelante te la pondremos de manifiesto, lector amigo. Ahora nos ceñimos a desentrañar el espíritu de la otra preciosa novela que lleva el título de Las dos gracias.

Del seno de una familia noble, honrada y pobre, que se extingue y sucumbe en la prueba suprema de la miseria y de las pesadumbres, brotan dos seres en que se personifican el espíritu del progreso puramente material e incompleto de nuestro siglo, travieso, emprendedor y poco aprensivo, y el espíritu del progreso moral cristiano, todo abnegación y amor, que abrazado al sacrificio voluntario e infundiendo su vital aliento en los corazones que convirtió el egoísmo en sepulcros llenos de podredumbre, lucha sin descanso por el triunfo del bien y en su modesta forma de legionario de la caridad ha de concluir por regenerar el mundo. El representante de nuestra España moderna, sedienta de placeres, afanosa, calculadora, intranquila, nada escrupulosa en la elección de los medios para conseguir su fin, que es enriquecerse y gozar, es Ramón Vargas. La que representa aquel otro ideal de la abnegación sencilla y modesta, de la caridad eficaz y serena, de la belleza creyente y púdica, es Gracia Vargas. Excusado es decir que en el poema de Fernán Caballero, el bizarro y temerario personificador de nuestro progreso a medias, queda al final muy mal parado. ¿Debía salir triunfante en su empresa? Creemos que no.

El decantado progreso material de nuestro siglo, si bien se considera, no ha hecho a los hombres ni mejores ni más sensibles a los estímulos innatos de lo justo, de lo bueno y de lo bello. Porque hoy gocemos de más comodidades que gozaron nuestros padres, no somos más probos que ellos, ni tampoco más sabios legisladores o más hábiles artistas. ¿Contamos, acaso hoy muchos magistrados incorruptibles como Tomás Moro, muchos héroes de la caridad como San Vicente de Paul, y muchos cultivadores de lo bello en sus diversas manifestaciones, como el Tasso, Garcilaso y Rafael? ¿Produce la civilización moderna muchas almas del temple de las de Guzmán el Bueno y de Bayardo? Pues veamos de qué nos sirve nuestra cultura. Si no nos sirve para ser más virtuosos o para levantar los corazones de los demás a la pura región de lo Infinito por medio del arte o de la poesía, o para administrar con más acierto la justicia, o para defender mejor en los días supremos a la patria amenazada de muerte o servidumbre, ¿nos servirá al menos para ser más felices? Supongamos que el vapor, la electricidad, las modernas conquistas de la ciencia y las artes que Bacon comprende en la denominación genérica de voluptuaria, hayan multiplicado el número de nuestros goces; ¿ha aumentado por eso nuestra felicidad? La generalidad responde que sí: nosotros nos atrevemos a asegurar que no.

Si la felicidad no fuera entre los hombres cosa esencialmente relativa, la humana sociedad sería un horrible sarcasmo. Si fuera realmente el poderoso tan feliz como el vulgo le cree, y el pobre obrero o el olvidado campesino tan desgraciado como el rico se le figura, la prosperidad del primero sería un insulto continuo a la Providencia que rige el mundo, y el infortunio del segundo una acusación permanente contra el amor y el poder de Dios.

¿Quién será capaz de demostrarle que es en efecto tan feliz como se le supone, a ese lord de Inglaterra que hace viajes de recreo a Nínive y a Abisinia; que a las dotes naturales de juventud, belleza y talento, reúne bienes de fortuna infinitos, haciendas que no recorrería un gamo escapado en quince días, yeguadas que le producen los caballos más buscados por los sportmen de Hay-Market, palacio en Escocia con parques y lagos, y soberbias galerías de cuadros y estatuas; que visita en su yacht las islas del Archipiélago, y reúne en su mesa las más hermosas mujeres, las más raras flores, los más exquisitos vinos y los manjares más costosos de las cuatro partes del mundo? Tal vez ese hombre, a quien consideráis como al hijo predilecto de la dicha, emprende esos largos viajes para librarse del tedio y del hastío que do quiera le persigue, y tiene que acudir al opio para conciliar el sueño. Háblale de la infelicidad del pobre irlandés que labra una mínima parte de sus estados, y que después de las rudas faenas del campo se tumba a dormir a pierna suelta al lado de la marmita en que cuecen las patatas, cuyas migajas repartirá después con los perros y los pájaros; y te contestará con una sonrisa que quiere decir: más feliz es él que yo.

Cuando se me probase, que la febril industria del hombre, madre de la riqueza, ensancha el cuadro en que Dios tiene circunscrita y encerrada nuestra existencia; que para el habitante de Londres o de Nueva York trascurren más lentas las horas del día que para el beduino errante en el Desierto, que nunca las cuenta con afán y ve con la misma indiferencia al sol dorar a la madrugada los celajes del oriente y teñir a la tarde de púrpura el aduar que cae al ocaso; cuando se me convenciese de que disfrutan de más larga vida los hombres que viajan en ferrocarriles y almuerzan en Burdeos y comen en París, que los que hacen sus jornadas en mulos o borricos; todavía podría yo plantear el problema de si entre dos hombres, uno civilizado a la moderna y otro montado a la antigua española, es más dichoso el primero porque en un tiempo dado hace mayor número de evoluciones y se agita y afana más que el segundo.

¿Por ventura es otra cosa esto que decoramos con los nombres retumbantes de civilización, progreso y perfeccionamiento humano, que un modo como cualquier otro de pasar el tiempo mientras dura esta tragicomedia de la vida? Acaso por dar más vueltas la ardilla dentro de su jaula, varían las dimensiones de esta y la condición del inquieto animalejo?


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D. Ramón Vargas, con quien nuestro novelista nos ha puesto ya en contacto, puede servirme en el paralelo que voy a bosquejar como el tipo de lo que llamamos un hombre de su siglo. Fernán Caballero nos le representa con bastantes pormenores en el cuadro de su vida privada. Recibe visitas de la aristocracia del mejor tono; su talento y travesura le han proporcionado pingües negocios; vive muy atareado porque ha abarcado muchas especulaciones a la vez; cometió la ligereza de casarse con una buena moza de baja extracción y de educación descuidada, pero al principio se avergonzó de tenerla a su lado en la corte, y luego, cuando cediendo a los buenos consejos del marqués de Benalí la trajo a su casa juntamente con sus hijos, disfrutó algunos años de esa aparente felicidad que consiste en no carecer de medios para satisfacer los caprichos que sugiere la holgazanería a una mujer vulgar lanzada en el vértigo de los placeres.

Pero nada se nos dice de cómo vive en público este matrimonio, y he aquí lo que yo me atrevo a adivinar. Ramón, desde luego, es un bullebulle que figura en todas partes, en los ministerios, en las embajadas, en la bolsa, en las casas de los principales personajes y banqueros, en los teatros, en los cafés, en los campos Elíseos y en el Casino; su mujer, Gracia López, consagra principalmente su tiempo a las tiendas de novedades, a las modistas y floristas: es rara la semana en que no compra o una alhaja a los Saboyanos, o un corte de vestido a Mme Pérat, o un sombrero a la inteligente Irma, o unos encajes a Bruguera. Todas estas costosas superfluidades le son necesarias como el pan. Tiene abono de platea en el teatro Real, no por la ópera italiana en si, sino por ver, imitar o criticar los tocados y trajes de las más aristocráticas bellezas; y también su turno de Zarzuela, porque le deleitan los recuerdos de las tonadas andaluzas que de vez en cuando animan las composiciones de Barbieri y Gaztambide. Los veranos, si no contribuye con su hermosa presencia a realzar el brillo de las reuniones de bañistas en Deva, San Juan de Luz o Biarritz, los pasa, quejándose de la monotonía y seccatura de la vida de Madrid, repartiendo las horas diurnas y nocturnas entre el baño, las visitas, el paseo, los campos Elíseos y el Suizo, donde a guisa de oración de la noche para pedir al Todopoderoso fuerzas con que llegar al siguiente día, suele zamparse, con apetito digno de un miliciano nacional en día de jarana, una cena compuesta de un par de huevos fritos o una tortilla con espárragos, una ración de jamón en dulce, un chocolate y un sorbete. ¡La pobrecita ha logrado despojarse de aquel necio encogimiento que a las mujeres incultas de Carmona les impide mascar a dos carrillos en público, y devora los blancos panecillos del café Suizo que es una bendición! Como a esta criatura, que el vulgo juzga feliz, se le van como el agua los días en engalanarse para lucir, y las noches descansando de su continua comedia para volver a ella, claro es que no ha tenido tiempo de leer, de orar y meditar, y de pensar en los pobres y afligidos. Su entendimiento por lo mismo ha quedado tan vacío de buenas ideas como su corazón de buenas obras... Ramón Vargas, que no se cuida de lo que dice o hace su mujer, primeramente porque su conversación no le entretiene, y en segundo lugar porque sus negocios mantienen su ánimo constantemente preocupado, a punto de no permitirle el menor sosiego y de obligarle a tener siempre su cartera de apuntes en la mano, en la mesa, en el teatro y en el carruaje; apenas advierte que Gracia López va insensiblemente reconcentrando toda la energía de su ser inculto en la adoración de sí misma y en el odio a toda ajena perfección.

Pues mientras este matrimonio nada a sus anchas en el mar de los supuestos goces materiales, un mayorazgo de provincia, joven, noble y rico como Ramón, pero más sensato que él, es con su sencilla y modesta esposa la pareja más acabada para formar contraste con la que le acabo de describir. Sugiérenos esta pareja el mismo Fernán Caballero en la primera novela de este tomo, La Farisea. El cuadro en que nos la presenta es un delicioso interior de Terbourg o de Meissonier.

José Villareza y Feliciana Fajardo viven en un pueblo de Extremadura, llamado Hinojosa, que debe su sosiego a la circunstancia de estar apartado de las pocas carreteras que cruzan aquella provincia. La casa solar de Villareza con su escudo de armas; la cruz de piedra que a su frente lleva el caserío en señal de cristiano; la fuente allí cercana que recuerda los tiempos patriarcales de Rebeca cuando en torno de ella se apiñan las alegres doncellas del pueblo; la dehesa de encinas que brinda en el estío con su sombra, y la era inmediata donde se canta y se baila en las noches de luna; todo constituye una escena adecuada para un perfecto idilio de doméstica tranquilidad.

Villareza cree que vive feliz, contento y tranquilo, retirado del servicio de las armas, consagrado a aumentar para sus hijos el patrimonio adquirido con el caudal que llevó en dote su mujer, sirviéndole de distracción y recreo las caricias de sus dos niños, la caza, y supongo yo también que las buenas obras en que se ejercita y en que le acompaña Feliciana. Esta por su parte se estima dichosa en el cumplimiento de sus quehaceres de madre y ama de casa, sin echar de menos para nada las galas que tiene arrinconadas hace años, y cifrando todo su placer en ejercitar con sencillas canciones religiosas el labio de rosa de su Mariquita, en sorprender a su marido con sabrosos platos al regreso del monte, y en conversar con él al amor del fuego sobre los lances de la batida, las ocurrencias del vecindario y los planes sobre el porvenir. Paréceme lógico deducir del aspecto que aquel tranquilo hogar ofrece, que Villareza halla tiempo sobrado para todo: que tiene perfectamente ordenados los papeles de su casa; que contesta con puntualidad cuantas cartas se le escriben, al paso que Ramón Vargas tiene constantemente sobre su bufete una porción de cartas atrasadas sin abrir; que, sin hacer en un solo día tantas cosas como hace Ramón, las pocas que hace son todas buenas; y que mientras el día de fiesta trascurre para el ocupado y civilizado vecino de Madrid tratando de negocios y agotando deleites, sin haberse hecho siquiera la señal de la cruz al levantarse, ese mismo día lo invierte el desocupado y semi-bárbaro propietario de Hinojosa en visitar de madrugada a los pobres que socorre, en oír con todo sosiego la misa mayor de la parroquia, y en hacer después las obras meritorias que puede, inclusas, si ocurren, la de transigir desavenencias y pleitos, la de conciliar ánimos enemistados, y otras por el estilo. Es evidente que Ramón Vargas ha hecho muchas más cosas que José Villareza en un día: que se ha agitado más, que ha gastado mucho más dinero, y que ha sido en toda la plenitud de la expresión un hombre de su siglo; pero también es cierto que Villareza pudo a las diez de la noche recogerse a su lecho contento y tranquilo, mientras que Vargas se acostó a las tres de la madrugada, rendido, hastiado y lleno de cavilaciones. Y sin embargo, la generalidad seguirá creyendo que aquel es un ser poco envidiable porque vive en un poblachón y usa calzones de gamuza, y que éste es un hombre culto y feliz porque va a las carreras de caballos, y pasando a nuestro lado como una flecha en su carruaje a la Daumont, se hunde en la perfumada sombra de los bosques de la Casa de Campo.


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No es mucho, me dirás tal vez, hombre de tu siglo, que en la clase acomodada disfruten todavía de mayor felicidad los que retirados del movimiento de la época hacen la vida del antiguo señor feudal, que los que en el torbellino de las grandes poblaciones cooperan a la trabajosa gestación de la humanidad que pugna por encontrar la nueva fórmula del sumo bien en la tierra. No suele ser el soldado que más sufre en la batalla el que disfruta la paz de la victoria. Pero no porque hoy padezca errores y contratiempos, debe la civilización desconfiar de un porvenir más dichoso que su presente y su pasado. ¡Adelante, pues, adelante! Aunque la ciencia moderna sea hasta ahora de protestas y negaciones, demasiado concienzuda para establecer afirmaciones salvadoras, o ineficaz para asegurarnos a cada uno de nosotros nuestra dicha individual; no se negará al menos que ha logrado mejorar la suerte del mayor número, y que la pobre gente de condición humilde, el sirviente, el bracero, el proletario, todo el que vive de su salario, tiene más comodidades, más placeres, y es menos desdichado en los grandes centros del progreso, en París, en Londres, en Berlín, que en Peralejos o en Vitigudino.

Créelo tú así en buen hora; yo por mi parte me atengo a la experiencia, que me enseña lo contrario.

Era Magdalena R** una pobre criada de un villorrio, cuyo nombre no hace al caso; vestía satisfecha su pardo sayal, mal urdido y peor tramado en el telar de su pueblo; había llegado a los diez y ocho años sin gastar más ropa que los desechos de su madre; trabajaba contenta; brillaban sus carrillos tersos y colorados como la manzana olorosa; sabía leer lo preciso para comprender un Catón cristiano de letra gorda, y oía con frecuencia la palabra de Dios explicada con lisura y sencillez por el celoso cura de su parroquia. Había aprendido a practicar el bien y a repartir su mezquino salario con los pobres: vivía tranquila porque sabía amar con pureza, rezar, pensar y sufrir.-No se crea que el pobre lugareño no piensa: en el tránsito de la aldea a la fuente del camino, y de la noria al establo, y de la era al granero, recogen a veces la aldeana y el gañan flores espontáneas que nunca brotan en la senda del afanoso mercenario de las ciudades.-No se piense que es contradictorio eso de sufrir y vivir en paz: el dolor, muy elocuentemente lo ha dicho una inspirada escritora de nuestros días, es una necesidad de nuestra naturaleza, un elemento indispensable de nuestra perfección moral; es un amigo triste que ha de acompañarnos siempre en la senda de la vida. El que como tal sepa considerarle y tratarle, no perderá la calma interior, la paz del espíritu, por hacer la jornada en su compañía.

Pues acertó a parar en aquel lugar una encopetada dama de la corte, que prendada de las cualidades de la muchacha, la propuso traerla consigo a Madrid. Aceptó la sencilla lugareña después de tomar consejo de su madre y de su confesor, alucinados con los títulos que a sus ojos desplegó la señora, la cual era presidenta de varias asociaciones filantrópicas, de esas que hacen las obras de caridad a son de bombo y platillos y de pomposas gacetillas en los periódicos,... y a los dos años de trato con las doncellas de las amigas de su protectora, cambió de ideas, de carácter, y hasta de figura.

Hoy su crecido salario no le alcanza para cuellos y puños; esencias, pomadas y cosméticos: se pone el cabello empinado como los cuernos de la cabra montés, lleva por detrás arrastrando dos metros de trapo pulverulento, acepta los días de salida de cualquier adorador improvisado y cursi un convite para la fonda o para el teatro; santifica las fiestas bailoteando hasta la media noche en el Ariel, en la Camelia, en la Azucena; ha perdido las rosas de aquella su tez virginal, el coral de sus labios, la tersura de su frente, la alegría de sus ojos, la paz de su corazón, y en la casa donde sirve lo hace todo con mal gesto y de mala gana. Destroza cada mes un vestido de rica estofa de París o de Lyon, desecho de su rumbosa y mundana señora; y bajo las enramadas que iluminan los farolillos de colores y las bengalas de los fuegos artificiales, bailó la otra noche doce americanas y diez polkas, y le acariciaron el talle, nunca en su pueblo profanado por hombre alguno, más de cuatro horteras, entre cuya sórdida tenaza desplegó más desenvoltura, más arranques y más fogoso arrebato que una bacante poseída del furor del dios libre.

¿Se me dirá que la palurda se ha civilizado? Por Dios, no nos burlemos así del común seso con un estéril juego de palabras! El buen sentido, superior a todo sofisma, ha dictado un fallo que ella con su conducta ha hecho ejecutorio: -«Magdalena se ha pervertido,» dicen en el pueblo el cura, el alcalde, el boticario, el barbero, todos los ancianos y ancianas, los mozos y mozas, cuando su pobre madre se queja a ellos del olvido absoluto en que la tiene su hija.

Yo he visitado algunos de los grandes centros de la industria moderna, a la que principalmente fían los partidarios del progreso indefinido la futura trasformación del mundo. ¿Quién no los ha visitado, hoy que en menos de veinticuatro horas puede cualquiera reunir en su camisa tiznones de hollín de las fábricas de Bruselas, París y Strasburgo?-He sido testigo de los tremendos dolores físicos y morales del pobre obrero belga, cuya vivienda es como una fétida sentina sumergida en el cieno de los canales; y de los que sufre el miserable canut de Lyon; artífices uno y otro de maravillas industriales que constituyen el encanto de la más vaporosa aristocracia. Infelices partículas de un gran monstruo que devora y trasforma la materia, pero de un monstruo exigente, brutal, incansable y despiadado (que no es otra cosa una fábrica en nuestros días), viven sin más reposo que el de un sueño tasado por el inexorable déspota que beneficia aquella mina de sangre y vida humana, sin más tregua al rugido del vapor que el tiempo en que estalla otro rugido aun más imponente... el rugido de las sediciones y motines (grèves).

Siempre que me hablan de los milagros de la industria y de la feliz trasformación, que ella está produciendo en las naciones de mayor progreso material, recuerdo involuntariamente las elocuentes páginas que siendo yo escolar en país extranjero veía escribir sobre el pauperismo y sobre la triste condición de la clase obrera, a tantos y tantos ilustres publicistas de la vecina Francia, y las sublimes conferencias del P. Félix sobre el Progreso. Él, a mi juicio, mejor que otro alguno ha sabido ponernos de manifiesto el cuadro terrífico de los desengaños que la religión del progreso proporciona, y lo que vale para la felicidad del mayor número una prosperidad que multiplica en proporción de su desarrollo la generación de los que nada poseen: generación inmensa que se propaga con formidable fecundidad en el seno mismo de la miseria, y que el día menos pensado ha de colocarse en frente de los nuevos señores del mundo, descorazonados y crueles, con la doble desesperación de la envidia por las delicias de que solo ellos disfrutan, y de la venganza por el egoísmo con que la insultan.

¡Qué contraste forma con la vida del infeliz obrero de Lieja o de Manchester la de cierto pobre zapatero de Arcos de la Frontera, que Parcerisa y yo conocimos en aquellos pasados años en que peregrinábamos por la provincia de Cádiz cosechando bellezas arquitectónicas y recuerdos históricos.

Bajo una parra que sombreaba con sus anchas hojas una rinconada inmediata a la casa del anciano y bondadoso párroco de Santa María, se situaba entonces un viejo zapatero remendón, con quien nos hizo nuestra buena suerte trabar un día una tranquila plática. Todos los primores mecánicos que producen en un año, utilizadas por una población de esclavos de nueva especie, las ciegas fuerzas motrices distribuidas en las oficinas del inmenso establecimiento que tiene Cockerill en Seraing, dicen menos al espíritu del hombre pensador, y traen menos enseñanzas a su contemplación que la media jornada de trabajo, interrumpido, imperfecto, bíblicamente libre, que invirtió aquel pobre remendón en la obra de que voy a darte noticia si me asistes con tu paciencia.

Habíamos albergado en su casa aquel buen párroco de Santa María. De resultas de una caprichosa y larga correría, ya en calesa, ya a pie, ora con sol picante, ora diluviando, correría digna de la estrambótica veleidad de un tourist inglés, mi calzado estaba descosido, y ni podía remudarlo porque nuestras maletas habían quedado en la calesa, que muy a pesar nuestro dejamos incrustada en los barrizales de la vega del Guadalete, ni me era posible demorar su reparación. En semejante apuro, acudí al único remedio de que podía echar mano. El hospitalario párroco me prestó sus chinelas, y yo entregué al zapatero de la rinconada aquel mutilado ejemplar de la obra prima salida de los talleres de Reynaldo.

El remendón de Arcos, a quien llamaban el tío Pipa por su costumbre de fumar a la francesa, puso con gran cachaza manos a la obra. Tratábase solo de contener con una hebra de cáñamo y pez el deplorable y vergonzoso divorcio que se había declarado entre el cuero y la suela, y que amenazaba dejarme todo un lado del pie sin más abrigo que la media. Pero en sacar del bolsillo las gafas, probarlas, limpiar los vidrios, volverlas a colocar en el caballete de la nariz y dejarlas con un gesto de descontento sobre el banquillo; en afirmar los pies de éste con unos tejos, tirar del cajón, tomar un pelotón de cáñamo para hacer la hebra, buscar la pez y encerar al cabo; y en los demás preliminares precursores del acto solemne de empuñar la lezna, invirtió el tío Pipa cerca de una hora. Yo empezaba a dar muestras de impaciencia, y él que lo notó,

-Esta misma tarde le dejo a usted apañada la bota, me dijo en tono de satisfactorio anuncio.

-¿Cómo esta misma tarde? observé yo con asombro. ¿Acaso no puede hacerse esa pequeñez en un cuarto de hora?

-Allá en Francia, repuso él sonriendo con gran calma, dicen que se ha discurrido un artificio para coser la tela o el cuero en tan poco tiempo como aquí gastamos en cortarlo. No se desespere usted, señor, que yo no he de echar más en hacerle su costura que lo que requiera la torpeza de mis manos, y será excusado que le engañe con palabras que la experiencia ha de desmentir. Ea, tome usted asiento en ese poyo, y sea usted testigo así de la pobreza de mis medios como de la grandeza de mi voluntad.

Yo, sin saber qué responderle, me acomodé, en el rústico asiento que me señaló. La criada del párroco puso a este tiempo delante de mí una mesilla de blanco pino cubierta con un mantel todavía más blanco, y en ella una enorme fuente de bien sazonado gazpacho andaluz, que me dispuse a saborear a la sombra del emparrado. Parcerisa, poco aficionado como buen catalán a los usos de Sierra Morena allende, estaba ya en marcha hacia la casa del conde del Aguila, precedido de un muchacho que conducía al hombro su daguerrotipo y su cartera, para tomar apuntes del precioso ajimez que decora su fachada. Y el tío Pipa continuaba tomando sus medidas para la obra magna que yo le había confiado.

¡Manchester, Birminghan, Glasgow, Liverpool, Lyon, Bruselas, París, Berlín, centros privilegiados de la moderna industria y del humano progreso, donde en breves instantes se consuman las trascendentales trasformaciones de la materia; donde hubiera podido nuestra madre Eva penetrar una mañana con el compendioso traje con que fue expulsada del Paraíso, llevando bajo su brazo un lío de algodón en rama, y salir a la tarde con ese mismo lío hilado, tejido, pintado y convertido en airoso vestido de griseta, que la hubiera hecho desconocida a los ojos de su propio marido Adán; ¡ciudades productoras de toda riqueza, yo saludo reverente y humillado vuestras majestuosas frentes coronadas de hierro y ennegrecidas con el vapor y el hollín! ¡Cariátides robustas que sustentáis la complicada mole del porvenir del mundo, yo me inclino ante vuestra omnipotencia! ¡Cuán felices los que pueden cada día y a cada hora echar mano de vuestra fuerza titánica y de vuestra actividad, solo comparable con la de la fiebre perniciosa! y ¡cuán desgraciados los que tenemos que soportar la ignorancia, la desidia, la rusticidad de medios y las eternas dilaciones de nuestros indisciplinados industriales! Así blasfemaba yo en un arrebato de indignación al observar que el tío Pipa, media llora después de concluido mi gazpacho, aun no había hecho la mitad de la costura de mi bota, teniendo que quitarse, limpiar y volver a ponerse los anteojos para cada puntada que daba en ella; pero pronto me hizo refrenar mi enojo y cambiar de ideas la consideración del horizonte moral que abrió a mi vista aquel anciano, a quien hasta entonces solo había yo mirado como un viejo perezoso y marrullero.

De una ventana que caía sobre el emparrado, salía una voz argentina entonando un motete religioso que llegó a mis oídos como un refrigerante recuerdo de los felices tiempos en que siendo estudiante oía embelesado los cánticos de la gran basílica toledana.

-Baja acá, Currito, y tráeme esos anteojos nuevos, dijo el tío Pipa levantando la cara hacia la ventana.

Cesó la linda voz, y al minuto se presentó trayendo unas gafas de plata flamantes, un niño como de diez a once años, que con cuidadoso cariño y alegre naturalidad nos saludó a ambos y puso aquellas sobre la nariz al anciano remendón.

-Anteojos y sombrero, por mano de su dueño, dijo éste haciéndole una caricia y acomodándose las antiparras a su sabor.

-Ignoraba yo que tuviese usted un paje tan galán. ¿Es cosecha de casa el mocito?

-Me quiere como si lo fuese.

-¿Y de dónde tan precioso hallazgo?

-Eso sería largo de contar.-Y dando un último toque a las gafas, añadió el tío Pipa: ahora si que podré acabarle a usted esta tarde la costura.-Y volvió a tomar el cabo y la lezna.

Pronto tuvo que interrumpir de nuevo su obra.

Venía por la calle arriba, implorando la pública caridad al son de su campanilla, la tía Asunción, muda y perlática, que traía en brazos a su nietecita, huérfana de padre y madre, niña de dos años fresca como una rosa en un tiesto de barro cascado.-¿Quién de nosotros tendrá que llevarse esa hermosa criatura el día que falte su abuela? se decían unos a otros cada tarde los vecinos del barrio, llenos de compasión y recelo al mirarla.

Daba la infeliz tantos traspiés a pesar del palo en que venía apoyada, que causaba pena el verlo. Las vecinas caritativas acostumbraban salir a la calle a socorrerla con sus mendrugos de pan y sus ochavos.

Si estuviera esa infeliz mujer en la culta Bruselas o en el civilizado Madrid, pensaba yo, daban con ella en la Cambre o en San Bernardino, de donde no salía en su vida, y por la desgracia de ser indigente la castigaban con más rigor que si fuera criminal.

Los pobres de Jesucristo no son perseguidos como delincuentes en las pequeñas poblaciones de la caritativa Andalucía; pero aquella pobre perlática estaba de continuo por su mismo padecimiento amenazada de una desgracia peor que la detención en un asilo de mendicidad.-Tantas veces va el cántaro a la fuente que al fin se quiebra: sus piernas se habían cansado de llevarla. Conoció la desdichada que le iban a faltar los pies y que iba a dar en el suelo con su amada carga si no encontraba un alma compasiva que, apiadada de la suerte de la niña, acudiera a sostenerla. Pero la caridad es una flor muy sensible al soplo helado del egoísmo, que en cuanto la toca la destruye; y todos los que leían aquella tarde en el demudado semblante de la tía Asunción una próxima catástrofe, retrocedían acobardados.-Cuando ella sucumbiera, su nietecita iba a quedar sola en el mundo, sin más amparo que la Providencia. Si aquella criatura fuera un niño, menos malo: a un chico se le cría a poca costa, se le enseña de balde, se le puede dar una carrera... Pero la crianza de una niña es cosa mucho más engorrosa y delicada, su educación más costosa, y establecerla sin dote, casi imposible. Verdad es que Dios desde el cielo vela por todas sus criaturas; pero ¿quién tendrá valor para ofrecerse como su instrumento?-Esto quizá decían aquella tarde los mismos que habitualmente le demostraban su compasión.

La mísera abuela, arrimada ya a la pared, había dejado caer su palo y su campanilla. Una indecible angustia se pintaba en su semblante; clavaba en vano sus ávidos y desencajados ojos en todas las ventanas sin hallar quien la socorriese. Con ambas manos estrechaba convulsa contra su pecho a la inocente huérfana...

Al ver aquel cuadro el zapatero, lleno de generosa angustia dejó su banquillo; corrió a la desgraciada, le quitó la niña de los brazos, y en el instante cayó al suelo desplomada la anciana, lanzando un prolongado quejido y sonriendo dolorosamente a su bienhechor. Al pronunciar éste las palabras: Yo seré su padre, la pobre Asunción cerró con un suspiro los ojos a la luz.

El párroco que salía de rezar sus oraciones, y que sabedor del caso corrió apresuradamente por la sagrada unción para administrar a la infeliz moribunda los últimos auxilios espirituales, la encontró cadáver cuando llegó donde yacía. Dispuso que la condujeran a la parroquia, que era cabalmente la iglesia de la Virgen de su nombre, para decirle al día siguiente una misa de cuerpo presente antes de darle sepultura, y en seguida fue a reclamar del compasivo tío Pipa la preferencia en la buena obra de amparar a la abandonada niña.

Esta triste peripecia había hecho interrumpir por tercera o cuarta vez la compostura de mi calzado; pero ahora ya pude soportarlo sin impaciencia. El honrado zapatero de allí a una hora volvió tranquilamente a su tarea, que al cabo de otra media me entregó concluida.

Y cuando por la noche en casa del digno párroco ponderaba yo con frases de sincera admiración el noble y cristiano proceder de aquel rústico anciano, el mismo cura me refirió lo que sumariamente consignaré aquí.

El tío Pipa, por su verdadero nombre Francisco Garrido, era natural de Arcos: había sido de niño cantor en la colegiata de Jerez; la ocupación de España por los franceses cortó su carrera de músico, en la cual se hallaba bien cimentado, y lo llevó con otros muchos españoles a servir a Napoleón en la campaña de Rusia cuando contaba ya veintinueve años de edad. Trabó en aquella sangrienta jornada de Borodino que le valió a Ney el título de príncipe de la Moskova, estrecha amistad con un joven francés que tuvo la suerte de salvarle la vida, y cuando después de la desastrosa batalla de Leipzig empezó a oscurecerse el astro del emperador, obtuvo su licencia juntamente con su amigo y compañero de armas, Enrique Girard, y ambos se retiraron a vivir a Realmont, pueblecito del departamento del Tarn, donde el licenciado francés tenía su familia y no escasos bienes de fortuna.-Francisco Garrido, cuya madre, mesonera en Arcos, vivía con estrechez consumiendo con otros dos hijos que en su compañía habían quedado, imbécil el uno y siempre enfermo el otro, la miserable rentilla que le producía una pequeña haza de tierra heredada de sus padres fuera de Puerta Matrera, estuvo viviendo en Realmont del oficio de zapatero, que aprendió en el regimiento, y no volvió a su país natal hasta el año 30, en que recibió la noticia de la muerte de su madre; y en que la caída de la rama primogénita de Francia determinó a expatriarse al padre de Girard, satélite en su modesta posición de una noble familia de Alby, gravemente comprometida en una infructuosa tentativa de los partidarios de la rama destronada. Girard, el padre, su hijo y su nuera, y sus nietos, pues ya Enrique llevaba muchos años de casado y tenía familia, entraron en España con su amigo Francisco Garrido, que siempre permaneció soltero, y a quien los muchachos, aficionados a motes, distinguieron pronto con el gráfico apodo de tío Pipa. Este siguió su viaje a Andalucía, y aquellos se establecieron en tierra de Valladolid, empleando el capital de la hacienda que habían realizado al dejar el suelo nativo, en la compra de un gran molino harinero orillas del Duero. Los dos antiguos conmilitones mantuvieron frecuente y cordial correspondencia epistolar, viviendo el Garrido en Arcos muy tasadamente con la exigua renta heredada de su madre, y el Girard en Tordesillas con prosperidad creciente, que sin embargo no entibió aquellas relaciones de entrañable amistad.-La fortuna, siempre instable, tenía dispuesto que el más próspero tuviese que recurrir a la protección del más necesitado.-Después de once años de tranquila existencia en su patria adoptiva, vieron un día los Girard envuelto en llamas su molino, y la voraz hoguera que convertía en pavesas toda su hacienda, les arrebataba además tres hijos y el anciano abuelo, salvando milagrosamente la vida Enrique y su mujer, la cual por otro milagro escapó de aquella tremenda catástrofe sin accidente particular a pesar de hallarse en cinta. Sabedor Garrido de esta desgracia, no tornando consejo más que de su buen corazón, vendió la baza que constituía su única hacienda, reservándose solo la ruin casucha que habitaba: llamó a su lado al desvalido matrimonio; fueles manteniendo sin descubrirles jamás el Sacrificio que para ello había hecho, para no agravar en el uno la ceguera que le amenazaba y la profunda melancolía que le sobrevino, y en la otra los accidentes que empezó a padecer; y el tío Pipa volvió, no ya resignado, sino satisfecho, cumplidos los cincuenta y nueve años, a la antigua vida de zapatero.-La mujer de su desgraciado amigo dio a luz por singular arcano de la naturaleza un niño hermoso y robusto, que el día 1 de Febrero de 1842 fue bautizado en la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción con el nombre de su padrino, el heroico amparador de aquella familia. La madre recobró la salud con el parto; pero Enrique Girard falleció dos años después, y la pobre viuda quedó con su prole, según lo había estado antes con su marido, bajo el amparo del generoso zapatero, que desde entonces los tuvo como hijos suyos.-Cuando el caritativo anciano veía agotarse el capital con que los había mantenido, y sus fuerzas para ganar el sustento, empezó a enseñar la música a su ahijadito; el cual tan buena maña se dio en aprender el canto, y tan bellas facultades empezó a manifestar, que a los diez años fue admitido de seise en la catedral de Sevilla, con una pensioncita que le obtuvieron del arzobispo las fervorosas instancias del párroco de Arcos.-Este niño era el que me había hecho oír su argentina y afinada voz desde la ventana encima del emparrado, y el que había traído las gafas de plata al ya para mí respetable tío Pipa, que aunque septuagenario, demostraba todavía en la noble abnegación que acababa de usar con la pobre muda y su nieta, tan incomparable ardor en el santo ejercicio de la caridad.

Hable el que quiera de las maravillas que produce la industria fabril moderna; yo le rogaré que recuerde los portentos de verdadera civilización y fraternidad que realizó el viejo remendón de Arcos de la Frontera.

Análogo al del tío Pipa en la esfera moral, es el bellísimo tipo que Fernán Caballero nos ofrece en Gracia Vargas, apellidada por las gentes de Carmona la buena Gracia. En él se realizan los tres distintivos de la verdadera civilización cristiana: la elevación de la mente, la expansión del corazón, la fortaleza del ánimo.

Cuando el autor me la presenta en el abril de sus años, hermoso aunque triste, como el del prado erial que no pudiendo engalanarse con rosas produce sin embargo margaritas y amapolas, toda consagrada al cariño y cuidado de su madre postrada y de su hermanito apocado y enfermizo, sin más desahogo y esparcimiento que el salir por las tardes a la puerta de su casa cargada con aquel pobre niño, y sentarse en un poyo para entretenerle con alegres cuentos o para esperar la luz de la primera estrella, que se revela a su alma creyente y pura como la primera palabra del símbolo de la fe;-cuando la veo después sufrir paciente y sin acrimonia las groseras punzadas de su vecina la mala Gracia;-cuando la contemplo por fin víctima de la implacable envidia de esta, perder por un vil y calumnioso anónimo su honor inmaculado y la felicidad que se prometía del casto amor que había inspirado al marqués de Benalí, y volver entonces con nuevo afán sus aspiraciones al amor que nunca se extingue y que nunca es ingrato, para consagrarse llena de caridad a la conversión de la misma que la calumnió y deshonró, con aquella máxima divina: «Es necesario despojarse de las cosas que envenenan y martirizan nuestra existencia, como de una túnica de Dejanira, y vestir la túnica del sacrificio para poder devolver la paz al alma y curar las heridas del corazón»; todas las brillantes promesas del progreso indefinido que hoy seduce al mundo, me parecen una verdadera burla del buen sentido y del candoroso afán con que la humanidad persigue una civilización que, semejante al espejismo de las arenas en el desierto, la incita a correr, mientras en rigor se la deja a la espalda.

¿Negaréis que Gracia Vargas y Francisco Garrido realizan, cada cual en su esfera de acción, el ideal de la fraternidad humana? ¿Les negaréis, a aquella por humilde Hermana de la Caridad, y a éste por viejo remendón, el calificativo de civilizados? Pues ambos progresaron en la misma escuela: no en la disipación del corazón y del entendimiento, no en el vértigo de los placeres y de una agitación infecunda, sino en la tranquila y reflexiva aceptación del dolor y del sacrificio.

-Pero vuestros personajes son puras sugestiones de vuestra imaginación y de un determinado propósito.

-¡Qué error! No hay personaje en este estudio, me escribía poco ha Fernán Caballero citando a Ernesto Feydeau, y ahora puedo yo repetirlo, que no sea un retrato, ni escena que no haya pasado casi ante mis ojos; así que estas páginas, escritas con ánimo reposado para edificación de las gentes de buena fe, en su conjunto son menos una obra de invención que un trazo de historia.

Lector amigo, preveo la conclusión que van a sacar de mis paralelos los que no hayan querido penetrar con sinceridad su espíritu.-El autor de este prólogo, dirán, es un retrógrado, un oscurantista, un neo. Si la felicidad de los hombres está en la bondad, o lo que es lo mismo, en la santidad, las humanas sociedades deberán abandonar toda cultura material, y las naciones convertirse en Tebaidas y Yermos, o cuando menos en vastos monasterios benedictinos.

No acepto la consecuencia: y diré con toda lealtad mi credo y mis temerarias aspiraciones en cuanto a eso que ampulosamente se llama progreso indefinido de las naciones, y que es según la feliz expresión de un gran pensador de nuestros días, la grande moquerie contemporaine.

Creo que el progreso material por sí solo no produce ni fomenta, ni menos supone el progreso humano, y que éste puede muy bien existir sin aquél, entendido como la generalidad lo entiende hoy. Creo que mucho de lo que en Europa se tiene por progreso, es pura y neta barbarie, y que no podrá haber progreso social, ni material siquiera, a pesar de las maravillosas trasformaciones que los sabios impongan al Proteo del mundo físico, donde se prescinda del sentido moral en el uso de la libertad, del sentido estético en el empleo de la inventiva, y del sentido racional en las prácticas usuales de la vida pública y privada.

Creo que las tareas de los hombres de negocios que producen, cuando no cosas muy malas, los empréstitos para conjurar las crisis pecuniarias y atender al desarrollo de los intereses materiales, los cómodos ferrocarriles, los lujosos hoteles, los suntuosos teatros, todos los caprichosos ardides ofrecidos como cebo al vulgo que se imagina con ellos esquivar los dolores y penalidades de la vida terrestre, son de una importancia muy secundaria para la cultura de un país, comparadas con las elevadas especulaciones del moralista, del literato y del artista; y que la nación desgraciada donde las clases que dan el impulso prefieran los deleites corporales al casi divino contentamiento que en el alma engendran un acto de insigne justicia, un hermoso poema, o un cuadro de edificante idea; y donde esas mismas clases antepongan, v. gr., las naumaquias de Domiciano, los banquetes de Trimalchion, las delicias de Capri, de Kufah y de Bagdad, el confuso sincretismo de principios, todos materialistas, tomados de la vida asiática, de la griega y romana, de la vandálica y de la musulmana, al espectáculo grandioso y armónico de la civilización cristiana, reconquistando a fuerza de ciencia, de sentimiento y de virtudes, la primitiva nobleza del alma racional; es una nación que la cólera de Dios hará pronto desaparecer del cuadro de las razas vivas y fecundas para oscurecerse en las tinieblas de los pueblos difuntos.

Creo que los hombres nos agitamos estérilmente por no estar conformes acerca del objeto final de nuestras especulaciones; que sobre las palabras libertad, progreso y felicidad, no hay ni puede haber acuerdo mientras unos admitamos y otros no la enseñanza bíblica de la degradación del hombre por el pecado, y de la necesidad de su rehabilitación; que de aquellas tres ideas solo una es la meta a que tienden los humanos esfuerzos; que la libertad es un medio para progresar, y el progreso un medio para lograr la felicidad o el bien, porque antes de usar de la libertad para marchar, es preciso saber a dónde se va, y discernir si el movimiento conduce a aquel fin o aparta de él, esto es, si se progresa o se anda inútilmente.-No progresa el perro que corre y corre sin dirección fija solo para librarse de la maza que lleva prendida, ni el pollino a quien con un latigazo dejó suelto en la pradera, y que salta y corre en todas direcciones. Si el cangrejo va derecho a su charca, aunque ande hacia atrás y perezosamente, el cangrejo progresa, y no el asno que divaga retozando por los campos.

Creo, finalmente, que aquel país progresa más y es más civilizado, que sabe mejor armonizar con el desarrollo de los intereses materiales la práctica de las virtudes evangélicas. Ese país habrá comprendido el verdadero progreso humano, y en él florecerán hombres en quienes se marcarán los inequívocos caracteres de la mayor civilización que sea dado alcanzar a la criatura; la elevación de las facultades intelectuales en la región de la verdad, esto es, en la investigación de lo bueno y de lo bello; la expansión del sentimiento en la región del amor, es decir, en la práctica de la caridad y de la fraternidad; y la entereza del ánimo en los trances supremos, para los cuales se reclaman el patriotismo, la independencia, todo sacrificio grande y heroico.

Deseo para mi patria el progreso material unido al intelectual y moral: deseo entre ambas aspiraciones el equilibrio y balance que debe reinar entre el cuerpo y el espíritu, para que la ciencia humana no se corrompa faltándole la sal de la fe. Ansío que domine siempre en España aquel antiguo seso que tanto la encumbró en el siglo de Isabel, de Colon y de Cisneros; que evite las dos vías, por desgracia harto accesibles, que aunque aparentemente opuestas, conducen al precipicio de la barbarie: el sensualismo pagano que hace a los pueblos egoístas y convierte las naciones en greyes de tiranuelos, esclavos y eunucos; y el quietismo supersticioso que empequeñece los espíritus y trasforma el culto de Dios en grosera idolatría, el culto de la patria en terca odiosidad a todo lo extranjero, y la vida doméstica y social en un insufrible castigo.

La España que Fernán Caballero aspira a hacernos amar y reverenciar, es la que conserva todavía las reliquias de aquella digna, fuerte, honrada y creyente república, cuyos últimos fulgores, perpetuados hasta cerca de nuestros días, brillaron en la triste noche de la decadencia española, en estadistas como Jovellanos, en jurisconsultos como Campomanes y Floridablanca, en héroes como los de Trafalgar, Gerona y Zaragoza.

Hoy que nos hemos vuelto un poco bufones, un poco ateos, un poco sediciosos y un poco libertinos, se dirá que las mujeres como Gracia Vargas y Feliciana Fajardo, los militares como el general Campos, el teniente Luciano Encina y el coronel D. Ramón Vargas de Toledo, y los curas como D. Manuel (con los cuales vas dentro de poco a entrar en relaciones), son producto de cualesquiera tiempos de ignorancia y esclavitud.

¡Nunca haga madurar otros frutos entre nuestros hijos el sol deslumbrador del progreso y de la libertad!

Julio de 1865.