La familia de Alvareda Tercera parte: 3
Tercera parte
Capítulo III
editarLos cuidados de la buena ventera, la juventud y robustez de Perico vencieron el mal, y al cabo de quince días estuvo capaz de levantarse.
Perico demostró todo su agradecimiento a Marta con voces del corazón, más sentidas que elocuentes.
-No me lo tienes que agradecer a mí, le dijo la buena mujer, sino al que te trajo aquí; por cierto que no puse muy buena cara cuando te vi llegar; pero te he tomado voluntad, porque he visto que eres buen cristiano y buen hijo.
Perico bajó la cabeza con un profundo sentimiento de dolor y vergüenza. Su debilidad física había amortiguado aquel furioso y ciego arranque, que exalta a veces a las naturalezas suaves y tímidas a punto de hacerlas traspasar los límites que respetan otras fuertes y aun violentas.
Toda esa efervescencia que habían hecho surgir en él las pasiones, como el gas la espuma de un vino que fermenta, iba cayendo cual ésta, quedando la reflexión, que sin disminuir la fuerza de sus cargos, condenaba sus medios de vindicarlos.
Perico recobró con las fuerzas toda la angustia que su porvenir le inspiraba, y ésta se aumentó cuando Andrés, cogiéndole las vueltas a su mujer, le dijo un día:
-Amigo, ya que estáis restablecido, preciso es que busquéis la vida por otro lado; pues, señor, mientras más amigos más claridad; allá en los delirios habéis hablado de una muerte que habéis hecho, y si ello es así, y os hallan acá, vamos a tener que sentir, y eso no es razón, ni deben pagar justos por pecadores, y la caridad bien ordenada, por más que diga Marta, que todo lo quiere saber mejor, empieza por sí mismo, pues solamente esa mujer mía, que es mas tonta que las calabazas, es capaz de sostener que la caridad cristiana empieza por el prójimo; y le digo a Vd. mi verdad, yo no quiero nada con la justicia, que tiene la mano pesada.
Perico no respondió, pero se fue a despedir con lágrimas en los ojos de Marta. La buena mujer sintió en estremo su ida, porque le había tomado cariño. Un recuerdo de su hijo le hacía apegarse a aquel infeliz; un recuerdo de su madre arrastraba a Perico hacia aquella buena mujer que había hecho sus veces.
Tomó su escopeta, y al salir se le presento el Presidiario.
-¿Dónde se va? le dijo. ¿Así os largáis sin darle un Dios se lo pague a la buena alma que os recogió? Esa es una mala partida, camarada. Además, ¿adónde vais por esos mundos? ¿Tenéis priesa de que os metan en gayola?
Perico no respondió, ni pensaba, ni discurría, ni tenía voluntad.
-¡Ea! andad por delante, prosiguió el Presidiario; más hacemos acá en ampararlo que hacéis vos en dejaros amparar.
Perico lo siguió maquinalmente.
-Mira, Marta, exclamó Andrés al ver de lejos que Perico se iba con el Presidiario; mira tu mimadito y qué alhaja que es. ¡Se va con el Presidiario!
-¡Y qué! respondió Marta, aunque... Te digo Andrés, que es un buen hijo y un buen cristiano.
-Un truhán y un perdido, dijo el ventero, que se ha comido mis gallinas, y que... por vida de... ¡y lo veo ir a la partida y dices que es bueno! ¡El demonio que entienda a las mujeres!
Después de internarse por espesuras y breñas, llegaron Perico y el Presidiario cerca de un alto, sobre el que estaba apoyado en su trabuco el capitán. En la ladera dormían ocho hombres bajo su custodia. A su lado pacía su hermoso caballo, que de cuando en cuando levantaba la cabeza para mirar a su amo.
-Aquí está este mozo, dijo el Presidiario al llegar.
Sin hacer un solo movimiento aquel hombre, volvió lentamente los ojos y miró de arriba abajo al recién llegado. Después de un rato, dijo:
-¿Andáis prófugo?
Perico no respondió y bajó la cabeza.
-No hay que amilanarse, prosiguió su interlocutor; y luego en frases breves añadió:
-Los hombres tienen horas menguadas, y entre éstas las hay rojas como sangre, y negras como luto.
-Una sola basta para perder a un hombre y volverle el corazón como un guijarro que no siente ni late, pero pesa.
-Queda un hombre hundido, porque lo pasado pasado se queda; y no hay más que a lo hecho pecho. La vida es una refriega, en la que se mira adelante como valiente, y no atrás como cobarde.
-No lo puedo hacer yo, exclamó Perico con esplosión; si supierais...
El capitán alargó el brazo, haciendo un gesto imperativo para hacer callar a Perico, Y añadió:
-Aquí cada cual lleva lo suyo en sí como un pliego cerrado, sin que en los otros despierte ni curiosidad ni interés. Si no tenéis donde ir, quedaos con nosotros; acá defendemos lo único que nos resta, nuestras vidas. Por mí no la defiendo por lo que vale, sino para no entregarla al verdugo.
-Pero, ¿robáis? dijo Perico.
-Algo se ha de hacer, contestó el bandolero, volviendo como la tortuga a meterse bajo su áspera y dura concha.
Perico ni admitió ni rehusó la propuesta. Era una masa inerte y sin voluntad; el acaso disponía de su miserable existencia, así como el viento del desierto de sus pesadas y áridas arenas.
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