La familia de Alvareda Segunda parte: 6
Segunda parte
Capítulo VI
editarBailaban Ventura y Rita en la fiesta, animados por cuanto monta las cabezas de poca edad o poco seso, lo que ciega los ojos de la razón, acalla la prudencia, y hace huir al respeto humano; esto es, el vino, un amor todo material, un baile libre bailado con descoco, y necios aplausos embriagadores.
¡En verdad que eran una hermosa pareja Ventura y Rita! Adornada con flores la fresca y garbosa cabeza de Rita, se movía ésta y se zarandeaba su talle con aquella inimitable gracia del país, la que es a voluntad modesta o desgarrada; sus negros ojos brillaban como azabache pulido, y en sus dedos se agitaban los palillos como llamadas provocativas. Ventura era su adecuada pareja, y jamás se vio bailar el fandango con más gracia y desenvoltura.
Los cantadores entusiasmados, improvisaban, según la costumbre, coplas en loor de la lucida pareja.
A la que está bailando |
En las últimas mudanzas, en el momento en que las palmadas y los requiebros se redoblaban, llegó Perico, y se paró en el quicio de la puerta.
Ocupados como lo estaban del baile, nadie advirtió su llegada, y Ventura, llevando a Rita convidada a un cuarto en que había bebida, pasó junto a él sin notar la presencia de Perico, que estaba fuera del rayo de la luz que despedía la sala, y este oyó palabras mediadas entre Ventura y Rita, que le confirmaron toda la estensión de su desgracia, toda la infamia de la mujer que tanto amaba, de la madre de sus hijos, toda la traición de un amigo, de un hermano.
Fue tan terrible el golpe, que el infeliz quedó un momento aturdido; más vuelto en sí los siguió.
Rita estaba enfrente de un espejillo, arreglando las flores que adornaban su cabeza.
-¡Marchitas! le decía Ventura. ¿Por qué te pones rosas? ¿No es sabido que siempre se marchitan de envidia en la cabeza de una buena moza?
-Oye, Ventura, dijo uno de sus amigos, a ti parece que te gusta más que otras frutas, la prohibida.
-A mí, respondió Ventura, me gusta la buena fruta, más que sea prohibida.
-¡Eso es una indignidad! dijo un amigo de Perico.
Uno de los presentes tomó al que había hablado por un brazo, y le dijo apartándolo:
-Calla, hombre, ¿no ves que está bebido? ¿Quién te da vela para este entierro? ¿Qué tienes tú que decir, si Perico, que es el interesado, lo consiente?
-¿Quién se atreve a decir que Perico Alvareda consiente una indignidad? dijo éste, presentándose en medio del cuarto, pálido, cual si se levantase de un féretro.
Al oír a su marido, Rita se deslizó como una culebra entre los bebedores, y desapareció.
-A buena hora viene a celar a la mujer, dijeron riéndose algunos casquivanos, que hacían una especie de séquito al valiente soldado, al brillante bailador.
-Señores, dijo Perico cruzando sus brazos sobre su pecho con ademán de comprimida ira, ¿tengo yo alguna danza de monos en la cara?
-Eso, u otra cosa que mueve a risa, contestó Ventura.
Todos se echaron a reír.
-Tu suerte es, repuso Perico con voz ahogada por el furor, el que no tengo armas.
-¡Calla, boca! exclamó Ventura soltando una carcajada, que el manso cordero la viene echando de guapo: déjate de baladronadas, santo varón; no busques quimeras y vete a sonarles los mocos a tus hijos.
Al oír estas palabras, Perico se precipitó sobre Ventura; éste vaciló bajo el repentino choque, pero se afirmó en seguida, y cogiendo a Perico por medio del cuerpo con la fuerza y agilidad que le eran propias, lo derribó al suelo y puso la rodilla sobre el pecho.
Por fortuna Perico no gastaba navaja, y Ventura no sacó la suya; pero en cambio apretaba la garganta de Perico con ambas manos, repitiendo furioso:
-¿Tú? ¿tú? que puedo hacer añicos con tres dedos; ¿tú ponerme la mano encima? ¿Tú? un mata langostas, un cobarde, un gallina, criado bajo las faldas de tu madre; ¡tú a mí, a mí!
En este instante entró Pedro, desatentado.
-¡Ventura! gritó, ¡Ventura! ¿qué haces? ¿qué haces, desalmado?
Ventura, al ver a su padre, soltó a Perico, y se puso en pie.
-Estás borracho, prosiguió Pedro fuera de sí de indignación y de dolor. Estás borracho y tienes mal vino; a casa, añadió empujándolo por el hombro; a casa y anda por delante.
Ventura obedeció sin responder, pues con las palabras de Pedro, no era sólo la voz del padre la que había llegado a sus oídos, era la voz de la razón, de la conciencia, del corazón; con ella sus nobles instintos se despertaron, y se avergonzó tanto del lance ocurrido, como de la causa que lo había motivado. Así fue que bajó la cabeza ante cuanto respetaba, y salió seguido de su padre.
Entretanto habían levantado a Perico, el que poco a poco volvía en sí del vértigo que la presión de las manos de Ventura le había ocasionado. Pasóse la mano por la frente; echó sobre los que le rodeaban la mirada de un león herido y maniatado, y salióse diciendo en hueca voz:
-Nos ha perdido a los dos.
Como a Ventura se lo había llevado su padre, los hombres presentes lo dejaron irse sin oposición.
-Esto no queda así, dijo uno meneando la cabeza.
-Claro está, dijo otro; tras de engañado apaleado: ¿cuál es el santo que lo tolera?
-¿Pues no era preciso meter a esa villana en unas Arrecogidas por lo que le queda de vida? opinó el tercero.
Entretanto Perico había llegado a su casa murmurando en quedas y entrecortadas frases.
- ¡Gallina! ¡Cobarde! ¡Cosa que mueve a risa, en mi cara! ¡Y él me lo dice, él! ¡Manso cordero! ¡Es que nadie holló su honra hasta que tú la escupiste y la pisoteaste! ¡Oh, ya veremos!
Entró en su cuarto y cogió su escopeta.
-Padre, llamó la vocecita de Ángela desde el cuarto inmediato, padre, estamos solos.
-¡Más solos estaréis! murmuró Perico sin contestar.
Las vocecitas de los niños siguieron llamando:
-Padre, padre.
-No tenéis ya padre, gritó Perico, y salió al patio.
Apoyó la escopeta al tronco del naranjo para sacar municiones y cargarlas; pero cual si el viejo protector de la familia la hubiese rechazado, resbaló y cayó al suelo. Sus hojas, como conmovidas por un lúgubre presentimiento, se pusieron a murmurar tristemente.
Iba a salir Perico, cuando se halló frente a frente con su madre, que desvelada por su inquietud, había oído entrar a su hijo.
-¿Dónde vas, Perico? le preguntó.
-Al pegujar, ya os dije que andaban las cabras por el término.
-¿Fuiste a la fiesta?
-Sí.
-¿Y Rita?
-No estaba. Mae María chochea.
Ana respiró libremente, aunque por otro lado el tono inusitadamente brusco de su hijo, la aspereza de sus respuestas, sorprendieron a aquella madre ya alarmada.
-No vayas al campo ahora, hijo mío, dijo en tono de súplica.
-¿Qué no salga al campo?; ¿y por qué?
-¿Qué sé yo?; porque me da el corazón que no debes salir, y sabes es leal mi corazón.
-Sí, lo sé, contestó Perico con tal acritud y amargura, que su madre empezó a temer que a pesar de no haber hallado a Rita en la fiesta, tuviese sospechas.
-Pues ya que lo sabes, no salgas, le dijo.
-Señora, respondió Perico, las mujeres exasperan a veces a los hombres queriéndolos gobernar; me he criado, dicen, debajo de vuestras faldas, y quiero volar solo.
Y se encaminó hacia la puerta.
-¿Es ese mi hijo? murmuró la pobre madre. ¡Algo tiene! ¡Algo tiene!
Al abrir la puerta Perico, se puso a su lado su fiel compañero, el buen Melampo.
-Atrás, dijo Perico, dándole un puntapié.
El pobre animal, poco hecho a malos tratos, retrocedió sorprendido; pero en seguida, y con esa total falta de resentimiento que hacen del perro un modelo de abnegación como de fidelidad en su cariño, se abalanzó a la puerta para seguir a su amo: estaba ya cerrada. Entonces se puso a aullar lúgubremente, probando ser real el instinto de esos animales cuando anuncian con gemidos una catástrofe.
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