XVI

De la misma a la misma

Madrid, Abril.

Gracias a Dios, amiga de mi vida, que hoy puedo escribir todo lo que quiera. Hoy me siento discípula del Tostado, y me será fácil hacer honor a tan gran maestro. Felipe se ha ido a la Encomienda con Gravelinas, Castro Terreño, Jenaro Villamil, el pintor, y un chico que ahora despunta en la política y los periódicos, Luis Sartorius. Creo que Fernando le conoce. Allá se estarán unos días cazando y hablando mal del Gobierno. Después van a Segovia, donde Villamil se propone pintar la Fuencisla, el Parral, y qué sé yo qué, y mi marido ver y tasar una colección de clavos de puertas, bisagras y aldabones que a la venta sale. Por allá se estén luengos días, y si fueran meses, mejor, para que yo respire. ¡Preciosa libertad, cuánto vales! Así podré llorar a mis anchas a mi amada Justina, y llevarle flores, y hablar contigo, emborronando todo el papel que me dé la gana. ¡Benditas cacerías de la Encomienda y benditos clavos de Segovia! Claro que mi libertad sólo es relativa, porque siempre quedan aquí personas que al volver Felipe le cuentan todo lo que hago; pero esta clase de esclavitud la sorteo yo perfectamente. Hoy me siento mía, hoy respiro, y los suspiros que te mando llevan alegrías de mi corazón y esperanzas.

En estos veinte años largos de ansiedad y lucha, de persecuciones, de estudio sutil para sortear el carácter receloso, inquisitorial de Felipe, Dios me ha favorecido, no puedo negarlo. Concediome primero la compañía y ayuda leal de Justina; después, que a Felipe no le fuera antipática mi fiel sirviente, pues si se le ocurre tomarla entre ojos y privarme de ella, ¡pobre de mí! Verdad que Justina poseía un arte supremo para el disimulo, para hacerse agradable y necesaria a las personas con quienes estoy obligada a vivir en paz, y se ha muerto la pobrecita sin que nadie sospeche que entre ella y yo había tan entrañable inteligencia en puntos muy delicados. Felipe ha sentido su muerte, y el día que la sacramentaron estaba muy afligido. Le agradecí mucho su pena, y ganó terreno grande en mi estimación. A los veintiocho años de casados, es triste, tristísimo, que mi marido tenga que hacer méritos para conquistar sentimientos míos, que debió poseer desde el primer día. Entre Felipe y yo hay un gran espacio vacío, glacial, que en tanto tiempo no ha podido llenarse ni encenderse con afectos. La vida común no ha hecho más que poner en pugna constante sus asperezas con las mías, sin limarlas. ¿Tengo yo la culpa? ¿La tiene él? ¿Es culpa de los dos? Averígüelo quien quiera, pues ni Vargas creo yo que domine tan difícil averiguación. Por centésima vez te lo digo, querida Valvanera: yo no he tenido la suerte tuya; tu marido te resultó ajustado a tu ser espiritual. Hicisteis pareja feliz, con unidad de pensar, unidad de sentir. Las pequeñísimas diferencias pronto fueron destruidas por el roce. A mí no me resultó ese bien tan grande. Y lo de hacer o no hacer pareja es cuestión de suerte, créelo. Porque ni una piensa, ni los padres tampoco, y aunque en ello pensaran rara vez acertarían. Los caracteres se conocen bien cuando envejecemos, y siempre la casan a una cuando es niña o casi niña, fundándose en sentimientos superficiales que luego se convierten en humo.

Tengo que fastidiarte con estas confidencias, que en parte no son nuevas para ti, pues en otras ocasiones me has oído decir lo mismo; mas ahora es preciso que yo extreme mi sinceridad a fin de que puedas hacerte cargo de la relación entre mis cuitas matrimoniales y este magno asunto secreto. Fácilmente comprenderás cuánto he tenido y tengo que discurrir para que entre estas dos mitades de mi vida no haya ningún contacto. Semejante trabajo de incomunicación es una obra maciza de disimulo, de ocultaciones, de supercherías más o menos inocentes, y representa una energía mental tan extraordinaria que, aplicada a otros órdenes, podría bastar a la formación de un perfecto hombre de Estado. Que la incomunicación entre las dos esferas era necesaria, bien lo comprendes tú que conoces a Felipe. No podía yo hacer otra cosa: Felipe y Fernando eran y son incompatibles, irreconciliables; el uno es la ley, el otro su transgresión. En la noche aquella de Zaragoza, después de ver juntas El sí de las niñas, supiste que yo había cometido una falta muy grave. Sobre esto no hay que volver: convinimos en que yo había sido criminal, faltando a la más sagrada de las obligaciones; yo me acusé y tú me sentenciaste. Yo no merecía perdón; tú me compadecías y procurabas consolarme; yo me declaraba perdida para siempre en el terreno matrimonial. Me aconsejaste el silencio absoluto, el arrepentimiento y propósito de enmienda ante Dios, y que procurara echar un velo... Esto del velo no se me olvida... Bueno: pues aquí tienes mi falta muy bien tapada y en condiciones de no ser por nadie descubierta. No me costó poco trabajo; pero ello es que conseguí lo que me proponía... Pasa el tiempo, y continuamos Felipe y yo desavenidos, inarmonizados, como dos notas discordantes que desgarran el oído cuando suenan juntas. Dios no quiere poner ningún remedio al desajuste de nuestras almas: no nos da hijos. Él es él y yo soy yo, sin que en ningún momento nos encontremos en perfecta unión. Mis esfuerzos por sonar acordes son cada día más infructuosos. Carece él de inteligencia, yo la tengo de sobra; pero ni puedo darle a él, de lo mío, lo que le falta, ni él sabe apoderarse del fuego sagrado. Pasa más tiempo, querida Valvanera, y seguimos lo mismo, quiero decir peor, pues el tiempo parece que se complace en desafinar más a Felipe siempre que se empeña en sonar junto a mí. No nos entendemos: soy para él un libro en lengua chinesca; él es para mí un libro en blanco. No me dice nada.

Bueno: pues en esta situación me acuerdo de mi falta; cada día pienso más en las consecuencias de ella. Allá, donde Dios quiso, dejé un ser muy envueltito en ropas blancas. Me le figuro dando los primeros pasos, me le figuro queriendo hablar... le siento después grandecito. Dícenme que es muy guapo, de buena índole, y tan inteligente que causa miedo a los que se encargan de educarle. Luego le siento hombre, y me informo de que posee las prendas todas del perfecto caballero: su corazón es generoso, sus procederes nobles, su lenguaje discreto... Me vuelvo loca de alegría... Allá se me va toda el alma; y cuando procuro convencerme de que estoy libre, de que puedo hacer manifestación de mis sentimientos y ser dichosa, me encuentro paralizada por el deber, por una obligación contraída legalmente y santificada por la religión. Ya me tienes fuera de mi centro natural, y atada a otro centro que no sé lo que es: ¿legal, artificial? No me atrevo a definir estas cosas... Ni un solo instante me ha pasado por la cabeza concordar aquello con esto: conozco a Felipe, y sé que no perdona lo que en su criterio, reflejo exacto del criterio general, es imperdonable. La magnanimidad es una virtud que le viene muy ancha, como la armadura de un coloso. Mi marido es de los que celebran culto en los altares de la rutina social y de todo el artificio que nos rodea. A tal extremo llega el fanatismo, que si hubiera inquisición de esos dogmas él sería familiar primero de ella, y un implacable quemador de herejes. Resulta, pues, que para poder yo vivir y amar lo que la ley de Naturaleza me manda que ame, no veo más camino que la incomunicación que antes te dije, levantando un muro muy alto entre Fernando y Felipe.

Y ahora necesito referirte otros casos, y hacer comentarios tan sinceros como dolorosos de mi carácter y del de Felipe, para que comprendas cuánto me ha costado levantar ese muro, y la vida de ansiedades que he llevado y llevo para impedir que se me derrumbe y nos aplaste a todos. Concédeme otro poquito de atención.

A la falta mía, desconocida de todo el mundo (con tres excepciones no más), falta efectiva y real que yo reconozco y confieso a quien me da la gana, siguen otras, las faltas supuestas, fantásticas y mentirosas que la malicia me atribuye. Por la verdad nadie me acusa, por la mentira me denigran. Bien comprenderás que a ti no te oculto nada, que hablo contigo como con Dios. Pues yo te juro que cuantos milagros me cuelga la fama son absolutamente apócrifos. Años ha que te lo he dicho; pero podrías creer que en el tiempo transcurrido desde que no nos vemos he hecho algún milagro. No, amiga querida: ni antes, ni después, ni nunca. Ten la firme convicción de mi inocencia en todo ese tiempo, que bien puedo llamar período fabuloso. Harás quizás la observación de que la fama persistente, aunque se equivoque, no siempre es injusta, y a eso contesto que alguna explicación debo dar a la constancia de las lenguas en hablar de mí con engaño y error. Puesta a declarar en el banquillo, expongo toda la verdad, no sin esfuerzo, pero con franqueza suma. Eres tú mi espejo: me miro en ti, y te doy mi exacta imagen. Pues sí, querida de mi alma, aunque lo sabes, bueno es que yo lo manifieste: he sido una coqueta formidable. Aquí tienes la explicación de mi fama, sin hipocresías ni atenuaciones. El coquetismo, pues todo hay que decirlo, ya nos perjudique, ya nos favorezca, ha sido en mí defensa contra la soledad del alma, un medio de producir alegría, movimiento, bullicio de cosas y personas, un arte de guerra para devolver al mundo mis sufrimientos, que en gran parte, de él y de sus leyes recibía yo. Me dirás que esta disculpa no vale. Bueno, pues coqueteaba por aburrimiento. ¿Tampoco vale esta? Pues coqueteaba... porque sí.

La verdad es que a una existencia frustrada que ha perdido su órbita, no se le puede pedir que vaya muy derecha. Sé que hay ejemplos de otras existencias también frustradas o sin órbita que se han mantenido en la rigidez absoluta de los principios y de las formas. Yo las admiro: no he tenido virtud para imitarlas. Han buscado su alivio en el adormecimiento místico, religioso, o como quieras llamarlo. También a mí me dio por ser beata; pero sólo me duró cuatro días la ventolera. No podía ser... Pues sigo: si mi coquetismo me produjo diversión, encanto, vanagloria, el placer maligno de hacer rabiar, trájome por otro lado males acerbos. Ya lo sabes. Mi ligereza exacerbó el carácter receloso, trapacero y mortificante de Felipe. No tardamos en llegar a una situación de continua suspicacia, de celos y reconvenciones enojosas, de desconfianzas recíprocas. Él fue siempre duro, altanero, fiscalizador de las acciones más inocentes. Sin quererlo, cultivé en él otras cualidades muy malas: la grosería, la falta de delicadeza. Gustaba yo de atormentarle, y él a mí lo mismo: llegamos a tener discordias muy agrias por cualquier tontería, extremando nuestra desavenencia en las cuestiones de intereses. Quiso reducir mis gastos; yo me opuse a sus derroches de coleccionista. Nos hacíamos una guerra implacable. Hasta en política disentíamos, pues yo, sólo por llevarle la contraria, alardeaba de patriotería liberalesca y hasta de jacobinismo. Empezaron las prohibiciones por parte de él, las rebeldías por mi parte. Ya ni asomos de concordia había entre los dos, pues hasta en las comidas fueron nuestros gustos diferentes. Sus sospechas le llevaban a indagaciones indecorosas para mí. Espiaba mis pasos; vigilaba todas mis acciones; intervenía mis cartas; veía fantasmas en torno mío; mi gusto excesivo de los placeres sociales, mi cháchara, mis alardes de libertad, le irritaban más, y ya no fue sólo grosero, sino brutal y el más fastidioso tirano que imaginarse puede... Ea, querida mía, que viendo la cosa mal parada, hube de recoger vela. Capaz era Felipe de un desatino, y yo también. ¡Figúrate si descubre...! Pero no, daba todos sus golpes en la herradura y ninguno en el clavo. Era ciego: no veía la verdad; corría disparado tras multitud de mentiras.

Amainé, como te he dicho, en mi coquetismo; tuve que recogerme y entrar en mí. La edad hizo lo demás: me aproximaba yo a los cuarenta años, aunque... ya me viste... los llevaba muy bien. Después, querida Valvanera, desde la última vez que te vi, he dado un bajón tremendo. Ya no me conocerías... Pues verás: reflexioné, me di a pensar en que si mi existencia había sido hasta allí frustrada, podía ya no serlo en lo sucesivo. Dios quizás me deparaba una segunda existencia. Había encontrado mi órbita, la verdadera, la única, y en ella podía correr a mis anchas sin desviarme. Pero ¡ay de mí! que para seguir mi órbita me estorbaba enormemente Felipe... aquel Felipe continuo, pegado a mí como mi sombra, y de quien no podía en modo alguno desprenderme. Y para mayor desdicha, era cada día más fastidioso y fiscalizador más impertinente. ¿De qué me valía tener órbita, amiga de mi alma? Comprende mi padecer, mis estudios maliciosos, que algo tenían de la diplomacia, algo del arte de los prestidigitadores, para que mi tirano no penetrara en aquel vedado terreno donde yo quería vivir sola, y si no sola, sin él. ¡Qué martirio! En esta campaña, que precisamente coincide con la época en que tú y yo no nos hemos visto, he desplegado las dotes de astucia más extraordinarias, he inventado las combinaciones más sutiles, me he batido a la defensiva, en la sombra, con una habilidad de que no puedes tener idea. Y he triunfado, al menos hasta hoy. En medio de mis grandes amarguras, tengo la satisfacción de que Felipe no lo sabe. Viéndole a mi lado en efigie, en espíritu siempre lejos, le digo con el pensamiento: «No lo sabes, no te doy el gusto de que tengas razón contra mí. Porque eso es lo que tú quieres, tener razón contra tu mujer, y eso no lo tendrás. Soy aragonesa».

En este período, Valvanera mía, ha sido mi único consuelo la lectura y el trato de personas inteligentes, la lectura sobre todo. Mi marido dio en llamarme romántica; es su manera personalísima de repudiar lo que se sale de lo vulgar y corriente. Yo acepto el mote, si romántico quiere decir revolucionario, porque... no te asustes... te advierto que yo lo soy. Me siento un poco masónica, quiero decir que prefiero los males de la libertad a los del orden... Esto es una broma, querida; no hagas caso.

Motivo de burla y chacota son para Felipe mis aficiones a la lectura, que en los últimos seis años han sido un verdadero vicio. Ya sabes que su inteligencia es muy limitada: lo que yo arrojo de mi mente (perdona la inmodestia) como hojarasca inútil, ya lo quisiera él para los días de fiesta. Es de esos que llevan dentro del cerebro una barajita de ideas, adquiridas y coleccionadas en el trato de los hombres más vulgares, porque de los eminentes, haya miedo que se le pegue nada. La tiene en forma y distribución de papeletas clasificadas. Para cada tema que surge, su papeleta correspondiente. ¿Se habla de teatros? papeleta. ¿De moral, de matrimonio, de religión, de política, de viajes, de ornato público? Pues allá va la cédula. A mí no me des entendimientos de esta condición. Ya comprenderás que quien piensa por papeletas, en las acciones procede de un modo semejante, y ha de ser formulista, esclavo de la letra de ordenanzas y reglamentos. En esto nadie le gana a mi Felipe, naturaleza de tal modo conformada, que halla su felicidad en el fastidio. El fastidio, hablando por papeleta, es su elemento... ¡Si al menos hubiera yo podido lograr una separación decorosa! ¡Que si quieres! ¡Para separaciones está el tiempo! Felipe no puede vivir solo; le soy necesaria. No se halla sin mí: soy el agua salada para ese pobre pez. No viéndome aburrida, no ejercitando en mí su vigilancia, no interviniéndome en todo y por todo, se muere de asfixia. Ya ves qué sino el mío... Pues mira tú: por ley de costumbre, y no insensible a la obra del tiempo, he adquirido resignación; sé ya lo que no sabía: aceptar mi pesada cruz y subir con ella. Lo haría fácilmente quizás si estuviera libre, quiero decir, si no me llamara mi órbita como me llama, la íntima, la que es a un tiempo ilegal y sagrada, la mía.

En justicia, debo añadir que de algún tiempo acá Felipe me mortifica menos, y que ya sea porque he ganado fuerzas, ya porque la cruz ha perdido algo de su enorme peso, ello es que la llevo mejor, y aun me siento menos medrosa de que mi secreto se descubra. El tiempo también fortifica, y la próxima vejez parece que derrama tesoros de indulgencia, y que protege las grandes reconciliaciones. ¿No crees tú lo mismo? Sí, sí: mi temor de la luz va disminuyendo, me creo capaz de afrontar las responsabilidades que antes me aterraban, de dar un salto decisivo. ¿Qué te parece? Anímame, amiga del alma; dime que sí, que sí...

En el tiempo este que nos ha hecho la gracia de tenernos separadas, no he visto decrecer la pasión de Felipe por el coleccionismo de armas y de hierros viejos. Sería el primer caballero del mundo si ello dependiera de la adoración y conocimiento de los signos de caballería. Otro que más entienda de espadas y que mejor clasifique las de cada siglo, y las de Milán o Toledo, no lo hallarás. En lo que ha decaído es en la esgrima, pues con los años su destreza va quedando reducida al compás, y gracias. Aún se recrea en su sala de armas tirando un rato con los amigos, y aún vienen en busca de sus lecciones espadachines muy afamados. También acuden a casa los que se ven en el trance de aceptar o promover un duelo, porque la primera autoridad de Madrid en lances de honor y en sus complejas y delicadas reglas, es mi marido. Todos respetan y siguen ciegamente su opinión, y el hombre está en sus glorias ejerciendo de definidor y pontífice: se humaniza, se vuelve menos áspero, y su amabilidad relativa indica su satisfacción y vanagloria. Yo, siempre en guardia, aprovecho para mis combinaciones los preciosos momentos en que funciona el oráculo de los lances de honor. Cosas a que no me atrevería en días normales, las acometo valerosa cuando se trata de la elección de armas, de los pasos que ha de dar adelante o atrás, en el terreno, cada uno de los duelistas. Y ya puedes suponer con cuánto fervor pido a Dios, en momentos para mí críticos, que haya desafío, que se peleen dos caballeros por cualquier futesa de política, de amores o de juego, para que vengan a mi casa en busca del oráculo, y este se entusiasme y yo respire.

Y ya no escribo más hoy, que estoy cansadita, aunque no tanto como lo estarás tú cuando me leas. Cree que no son ociosas estas explicaciones, para que te hagas cargo de mis sufrimientos y del servicio impagable que prestas a tu amiga. Tu cooperación me la tengo bien ganada... Vaya, no te canso más. Soy como esos visitantes fastidiosos, que después de despedirse vuelven a pegar la hebra, repitiendo lo que ya dijeron; y en pie, y en la puerta ya, todavía vuelven sobre lo mismo. No más, no más: quédense para mañana otros secreticos que aún guarda para ti tu amante amiga -Pilar.