XV

De Pilar a Valvanera

Madrid, Abril.

Amada mía: A mis penas crónicas ha querido Dios añadir una de las más agudas que podría enviarme. Estoy afligidísima; grandes satisfacciones tendría que concederme Dios para consolarme de esta pena. Se me ha muerto hace dos días Justina, mi criada de toda la vida, la que me ha servido con increíble abnegación, cariño y fidelidad desde que me casé, desde antes, pues ya la conociste sirviendo a mi madre, que no podía pasarse sin ella. Lo mismo me ocurre a mí: el vacío de Justina es horrible; no era ya mi criada, sino algo que no puedo expresar con las palabras amiga y hermana: era la confidente de todos mis secretos, así de los que amargan como de los que endulzan mis horas; no puedo acostumbrarme a vivir sin ella, pues era como parte de mi pensamiento; había llegado a pensar por mí; su voluntad era parte de la mía, parte cada día mayor, llegando a suplírmela por entero. Últimamente casi me gobernaba; su criterio fue siempre justo; sus determinaciones, acertadas. ¡Pobre mujer, cuánto me amó! Era tal su adhesión a mí, que mil veces habría perdido la vida por evitarme un disgusto. Consagrada en cuerpo y alma a mi servicio inmediato, el más íntimo, el más familiar, creo que hasta parte de mi conciencia estaba en ella, y al perderla siento que se me va también allá lo mejor de mí. Por no abandonarme rechazó proposiciones de boda; ha muerto soltera, con seis años más que yo; expiró consagrándome sus últimos pensamientos. ¡Qué ejemplo de abnegación, de sacrificio! ¡Y luego dicen que ya no hay santas! Voy entendiendo que Justina lo era.

Desde que cayó enferma no me separé de su lado. Ni por mi madre habría hecho más que por ella. Murió santamente, recordándome alegrías y penas pasadas que las dos sentimos sin dar a nadie participación, y sus últimas palabras, agarraditas sus manos a las mías, fueron consagradas al ser a quien amaba tanto como yo. ¡Ah, Valvanera mía, no tengo consuelo! Te dije en mi anterior que cuatro personas poseían mi secreto: ya no lo poseen más que tres.

No sé si decirte que le leas esta carta al prisionero. Él no sospecha que le han amado corazones ausentes, desconocidos. El de Justina gustaba de recrearse en el amor a Fernando, y siempre le veía niño. Los primeros cuidados que se prodigan a los recién nacidos, de ella los recibió Fernando. Le vio después, teniendo él cuatro años, pues con el fin de que inspeccionara su crianza la mandé a Vera, y siempre le recordaba en aquella edad. Me ponderaba su belleza, su parecido a mí; me pintaba con graciosas imágenes el color de sus cabellos, de sus ojos. El día en que murió, le describía chiquitín, como si le hubiera visto la semana pasada. Díjome que su pena mayor era morirse sin verle caballero formado; recomendome que cuando yo le tuviese a mi lado le expresase su cariño, y le diese en nombre suyo muchos besos. De tal modo me impresionó con estas demostraciones, que las dos parecíamos moribundas, yo quizás más que ella. Díjome que no llorase ni me afligiese; que Dios, con lo mucho que había yo sufrido, me perdonaba todas mis culpas, y que si aún faltaba algo por perdonar, ella se encargaría de obtener en el cielo la total absolución... Sí, sí es preciso que le leas esta: quiero que sepa que se ha muerto Justina; que Justina le amaba, que Justina es para mí una pérdida irreparable... Ayer ha sido el entierro; mañana iré al camposanto a llevarle las flores más bonitas que pueda procurarme. Le gustaban tanto como a mí, y siempre que salía traíame las mejores que encontraba. Ahora todas me parecen indignas de ella. Las de mi corazón, que son las más bellas, no se ven, y en estos homenajes ¡ay! no nos satisfacemos sino con lo que entra por los ojos. ¡Dios mío, qué sola estoy!... ¡Pero qué sola! Lo dicho: léele esta carta, o dásela para que se entere, y dime el efecto que le causa.

No está de más que en esta repita mis exhortaciones para la custodia del bien que he puesto en tus manos. Ordeno y mando que el prisionero renuncie por ahora incondicionalmente al uso de su voluntad, sometiéndose a la tuya, que por delegación es la mía. Te transmito toda mi alma, me encarno en ti. Ya le devolveré al señorito su voluntad, cuando yo entienda que está en disposición de usar de ella dignamente. Toda cautela me parece poca mientras dure el horrendo trastorno de una ilusión arrancada de cuajo. Yo sé lo que es eso. Que no tome resolución alguna, ni aun aquellas que parecen más insignificantes, sin previa consulta contigo, que eres migo. Que no se aleje de tu casa, a no ser con Juan Antonio o personas de gran confianza. No puedo echar de mí la imagen del Joven Werther, que es desde hace tiempo mi fantasma perseguidor. Por la impresión que hizo en mí esta obra al leerla por vez primera, juzgo la que hará en un espíritu admirablemente preparado para la imitación del caso que en ella se presenta... Dios le perdone al Sr. de Göethe el mal que ha hecho.

Paréceme acertadísima la campaña teatral que han iniciado tus niñas. Es un entretenimiento de buen gusto y honestísimo, si hay buena elección en las obras que representen, y la del Sí de las niñas no puede ser más acertada. ¡Cuánto daría yo ahora por ver tu teatro y aplaudir a mis queridos cómicos! Pero no puede ser, ¡paciencia...! Aquí te pongo veinte mil suspiros de los más hondos. Guárdamelos por allá, pues en cada uno de ellos va un poquito de mi alma.

Y no te escribo más hoy: lo que aún tengo que decirte no es nada grato, y no quiere amontonar tristezas sobre tristezas tu amantísima -Pilar.