La esclava de su galán/Acto II

Acto I
La esclava de su galán
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto II

Acto II

Salen LEONARDO, PEDRO y DON JUAN.
LEONARDO:

  Antes fuera maravilla
venir con menos cuidado.

DON JUAN:

Enojos de un padre airado
me sacaron de Sevilla,
  y vuélvenme los deseos
de la ocasión a saber
qué fin puedo prometer
a mis dudosos empleos,
  para que vos, a quien tiene
respeto por amistad,
rompáis la dificultad
que a mis desdichas previene.
  [-ado]

LEONARDO:

Yo no sé cómo ha de ser,
don Juan, que podáis volver
eternamente a su agrado,
  porque después que a la corte
os fuisteis, se ha procurado;
pero con su pecho airado,
no hay medio humano que importe,
  antes hablando le jura
que un esclavo ha de buscar
a quién le piensa dejar
su hacienda.

DON JUAN:

Estraña locura;
  hágame su esclavo a mí.

PEDRO:

No sino a mí, que podrá
con más propiedad.

DON JUAN:

¿Que está
tan airado?

LEONARDO:

Ayer le vi
  con tal determinación;
mas cómo fue, me decid,
en Madrid.

DON JUAN:

Llegué a Madrid,
Leonardo, en buena ocasión,
  para entretener los ojos,
que el alma no era posible,
mientras airado y terrible
ejecuta sus enojos.

PEDRO:

  Tu padre, señor.

DON JUAN:

¡Ay, triste
Leonardo!, adiós, no me vea.

(Salen DON FERNANDO, y FABIO.)
DON FERNANDO:

No te espantes, que no crea
lo que dices, ¿tú le viste?

FABIO:

  Digo, señor, que le vi.

DON FERNANDO:

Basta, Leonardo, que Fabio
dice que para mi agravio
está aquel villano aquí.

LEONARDO:

  Aquí está, que le han traído
pobreza y enfermedad,
no cerréis a la piedad,
como el áspid, el oído,
  que ya toca en vuestro honor
favorecer a don Juan.

DON FERNANDO:

Gentil favor le darán
su maldad y mi valor,
  id con Dios, porque en llegando
a hablarme, por él me pierdo.

LEONARDO:

Vos, como prudente y cuerdo,
veréis, señor don Fernando,
  lo que en esto habéis de hacer;
yo, entre tanto, y perdonad,
cumpliré con mi amistad
en no dejarle perder.
  A mi casa le he traído,
allí le pienso curar.

DON FERNANDO:

Haréisme un grande pesar,
y que no lo hagáis os pido,
  que estáis muy cerca de mí,
o mudareme, por Dios.

FABIO:

La vecindad de los dos,
¿qué ofensa te hace a ti?

DON FERNANDO:

  ¿No podrá ser que le vea
alguna vez?

FABIO:

Ya, señor,
es ese mucho rigor.

(Sale ALBERTO, criado de ELENA, de soldado.)
ALBERTO:

No habrá en el mundo quien crea
  esta determinación,
mas es fuerza aventurarme.

DON FERNANDO:

Mira quién viene a buscarme.

FABIO:

Soldados pienso que son.

ALBERTO:

  Soy, señor, un capitán
de un navío.

DON FERNANDO:

Mas, ¿qué viene
a decir, que me conviene
favorecer a don Juan?

ALBERTO:

  Habiendo sabido que
andáis buscando un esclavo
de tantas partes, que pueda
la tristeza consolaros
de un hijo que habéis perdido
o que ha dado en ser soldado,
traigo una esclava, que creo
(no siendo fuerza obligaros
a ser esclavo) que tiene
prendas que no las ha dado
el cielo a mujer ninguna.

DON FERNANDO:

Amor siempre ha sido engaño,
esclavo buscaba yo,
pero tan poco reparo,
siendo ella tal, en que sea
esclava.

ALBERTO:

Es tal, que no hallo
a qué poder compararla
si no es al precio, que es tanto
que dije bien su valor.

DON FERNANDO:

¿Es negra?

ALBERTO:

Por ningún caso
tratara yo en esa hacienda.

DON FERNANDO:

¿Mulata?

ALBERTO:

Tampoco.

DON FERNANDO:

Aguardo
qué sea.

ALBERTO:

Es india oriental,
a quien los moros han dado
su seta en aquellas tierras,
que ahora van conquistando
valerosos portugueses.
En Malaca la trocaron
a perlas, y un capitán
la trujo a España del cabo
de buena esperanza, y yo
la compré, siendo soldado
del castillo de Lisboa.
Entra, Bárbara.

(Sale ELENA, de esclava, con clavo en la barba.)
DON FERNANDO:

Es retrato
de aquella reina de Persia.

ELENA:

Dadme, señor, vuestras manos.

DON FERNANDO:

Hija, no estéis en la tierra,
la fortuna os hizo agravio.
Notable mujer.

FABIO:

Famosa.

DON FERNANDO:

Adoptaban sus esclavos
los romanos, como a hijos,
sus apellidos dejando
y su casa en ellos; yo
pensaba hacer otro tanto,
por cierto enojo que tengo,
pero, puesto que me agrado
de la esclava, haré lo mismo.
¿Es el precio?

ALBERTO:

Mil ducados.

DON FERNANDO:

Bien dijistes que en el precio
se vería, y se ve claro
su valor.

ALBERTO:

No os espantéis,
que donde son más baratos
me los han dado por ella.
Tiene entendimiento raro.
Por comenzar por el alma,
el cuerpo estaisle mirando,
no tengo que encarecerle,
los ojos son desengaño.
Por virtuosa la vendo,
que haber sido lo contrario
no era precio para ella,
el tesoro veneciano.
Canta, baila, cuenta, escribe,
y es, con notable regalo,
milagrosa conservera,
esto podéis ver despacio,
si queréis que aquí la deje.

DON FERNANDO:

¿Cómo os llamáis?

ELENA:

Yo me llamo
Bárbara, y no por gentil,
porque este nombre cristiano,
en la nave que venía,
con el bautismo sagrado,
me dio mi primero dueño,
temeroso de los rayos
de una tempestad que tuvo
la nave en peligro tanto,
que haber librado las vidas
fue del bautismo milagro.
Sin esto, junto a los Zafres,
dimos en unos peñascos,
que sirvieron de rodelas
a las flechas de sus arcos.
Como echó su hacienda al mar
aquel mercader indiano,
guardome para la tierra,
donde le fue necesario
remedialla con venderme.

DON FERNANDO:

¿Cómo, Bárbara, ese clavo
os puso en la barba?

ELENA:

Fue
presumir, amenazando
rendir mi pecho a su gusto,
y como sé que le traigo
en defensa de mi honor,
lunar de mi honor le llamo;
que como ponen blasones
los que empresas acabaron,
puso por armas mi honor
hierro negro en campo blanco.

DON FERNANDO:

¡Qué bien dicho!, yo lo creo.
Ahora bien, cuando me agrado
de una cosa, pocas veces
en el dinero reparo,
que no vos, señor; ¿en cuánto
os las vendió el capitán?

ELENA:

Señor, mientras es mi amo,
no puedo contradecirle;
después que me hayáis comprado,
os lo diré, como a dueño.

DON FERNANDO:

¡Qué discreción!

ALBERTO:

Si llegamos
cuando os agrade el concierto,
sean quinientos ducados,
que me costó cuatrocientos.

DON FERNANDO:

Esos daré yo.

ALBERTO:

Subamos
a contarlos, todo en plata.

DON FERNANDO:

Y en oro podéis contarlos,
porque es dar oro, por oro.

ALBERTO:

Ya es vuestro suceso estraño.

DON FERNANDO:

Bárbara, no a ser mi esclava
quedáis, que con vos aguardo
cobrar el amor de un hijo,
inobediente e ingrato.

ELENA:

Pues señor, haré yo cuenta
que por él traigo este clavo,
que sirviendo en su lugar,
esclava seré de entrambos.
(Vase FERNANDO.)
  Esta amorosa pasión,
con que se me abrasa el pecho,
pues hierros dorados son,
por una fineza ha hecho
esclavo mi corazón.
  Con darle a don Juan no huyo
de confesarle por suyo,
mas puede decir después
que de dos dueños lo es,
esclavo soy, ¿pero cuyo?
  Aunque si dadas están
cuyo ha de ser preguntando,
mi fe y lealtad las dirán,
que no soy de don Fernando,
sino esclava de don Juan.
  Verdad es que él me compró
y que el amor me vendió,
pero cuando en mí reparen
si cuya soy preguntaren,
eso no lo diré yo.
  Porque de concierto están
la fe y el amor en mí,
que si tormento me dan,
solo he de decir que fui
la esclava de su galán.
  Que mi corazón quebró
lo que don Juan le obligó,
le dijo al alma, prometo
de guardar siempre el secreto,
que cuyo soy, me mandó.
  Soy tan leal, corazón,
que sabiendo que ha perdido
por mí, hacienda y opinión,
secretamente he querido
pagarle tanta afición.
  Porque cómo restituyó
la deuda el amor, arguyo,
mas cómo se encubrirá
porque nadie me verá
que no diga que soy suyo.

(FABIO sale.)
FABIO:

  Haciendo está la escritura;
entre Bárbara, que quiere
verte el escribano.

ELENA:

Hoy muere
mi libertad, y asegura
la eterna fama que adquiere.
  Informarme he menester
de algo, si en casa quedo,
de la familia, y saber
porque errar términos puedo;
¿con quién le debo tener?
  ¿Hay señora?

FABIO:

No hay señora.

ELENA:

¿Hijos?

FABIO:

Uno.

ELENA:

¿Edad?

FABIO:

Mancebo.

ELENA:

¿Qué estado?

FABIO:

Estado de nuevo,
porque cierta pecadora
le ha puesto en los ojos cebo.
  Cerca de clérigo estaba,
y que quiere casarse.

ELENA:

¿El nombre?

FABIO:

Don Juan.

ELENA:

Ya lo imaginaba.
¿Es galán?

FABIO:

Es gentilhombre,

ELENA:

Peligro corre la esclava.

FABIO:

  No corre, que no está en casa.

ELENA:

¿Cómo?

FABIO:

Su padre le echó,
no más de porque se casa.

ELENA:

Por eso.

FABIO:

¿Es poco?

ELENA:

¿Pues no?
como eso en el mundo pasa,
  ¿quién hay más?

FABIO:

La cocinera,
y un ama que la crió.

ELENA:

¿Es muy vieja?

FABIO:

Es hechicera.

ELENA:

¿Vos quién sois?

FABIO:

Aquí entro yo.
Soy señor de la cochera.

ELENA:

  Sois hombre muy importante.

FABIO:

Y otras veces voy mejor.

ELENA:

¿Cómo?

FABIO:

Con plaza de infante,
soy víspera de señor,
porque estoy siempre delante.
  Desde que os vi con deseo,
estoy por vida de entrambos
de ministrar himeneo.

ELENA:

Mírasme con ojos zambos.

FABIO:

Son señas de eregodeo.

ELENA:

  Entrad, y tened la mano,
porque os daré.

(Dale.)
FABIO:

Ya es después.

ELENA:

Yo no aviso más temprano.

FABIO:

Así me trataba Inés.

ELENA:

Pues tened respeto, hermano,
  porque yo respondo así.

FABIO:

Yo me despido de ti.

ELENA:

Buenas mis locuras van,
yo me vendo por don Juan,
amor, ¿qué quieres de mí?

(Vanse.)
(Salen PEDRO, SERAFINA y DON JUAN.)
SERAFINA:

  Pensarás que te agradezco
que a mi casa hayas venido,
si necesidad ha sido.

DON JUAN:

Eso y mucho más merezco.

SERAFINA:

  ¿Tú casarte, y no conmigo?

DON JUAN:

Cuando venir presumí,
bien imaginé que en ti
tuviera un grande enemigo,
  mas para desengañarte,
no hallé camino mejor.

SERAFINA:

Responde mi necio amor
que ninguna cosa es parte,
  pues tú me engañas a mí,
y quieres otra mujer.
Tanto que te obliga a ser
lo que estoy mirando en ti.
  Pedro, aunque tú me has vendido,
también como tú, señor,
¿qué me dices de un traidor
que hasta el honor ha perdido?
  ¿Pero que puedes decirme?

PEDRO:

Amaina señora, amaina;
vuelve la espada a la vaina,
no mates hombre tan firme,
  que siendo tú la mujer
con quien se quiere casar,
¿cómo te puedes quejar?

SERAFINA:

¿Yo soy?

PEDRO:

¿Pues quién ha de ser?
  ¿Hate dicho a ti tu hermano
quién es la mujer o hombre
que sepa si quiera el nombre?

SERAFINA:

Luego, ¿yo me quejo en vano?

PEDRO:

  ¿Pues no está claro que ha sido
la jornada y la invención
solo por esta ocasión?

SERAFINA:

Amor la culpa ha tenido
  del enojo que ha causado.
Mi desconfianza fue
la causa, que no pensé
de verle tan descuidado,
  que era por mí la fineza;
don Juan, mi desconfianza
no dio por tanta mudanza
créditos a la firmeza,
  perdonad el recebiros
con tan injusto desdén

DON JUAN:

Cuéstame el quereros bien,
no deseos y suspiros,
  como suele suceder,
sino hacienda, honor y vida.

SERAFINA:

Vós veréis qué agradecida
soy, si soy vuestra mujer.

DON JUAN:

  ¿pues por quién pudiera yo
hacer fineza tan rara?

SERAFINA:

De mis dichas lo dudara,
de mis pensamientos no.
  Mi hermano pienso que viene,
no puedo agora decir
lo que habré de remitir
al alma, que dentro os tiene.
  En ella y el corazón,
como en secreto lugar,
los dos podremos hablar
desta peregrinación
  con que me habéis obligado,
vuestra eternamente soy.

(Vase.)
DON JUAN:

Necio, ¿qué has hecho?, ya estoy
metido en mayor cuidado,
  con decir a Serafina
que es ella con quien me caso.

PEDRO:

Si esta mujer es el paso
por donde tu amor camina
  al fin de su pretensión,
no fue engañarla locura,
que pudiera por ventura
hacer en esta ocasión,
  que su hermano, por quien ya
corren estas amistades,
pusiera dificultades
en lo que tratando está,
  ni se pudiera vivir
aquí con este enemigo.

DON JUAN:

Y si hablándola me obliga
a lo que no he de cumplir,
  parécete que son cosas
que poco después fatigan.

PEDRO:

¿Pues a qué escritura obligan
dos palabras amorosas?

DON JUAN:

  Bien dices, que desde aquí
habemos de negociar;
mas, ¿cuándo piensa llegar
esta noche para mí?
  Muero por ir a Triana,
muero por ver a mi Elena.

PEDRO:

Basta un mes de injusta pena,
dejemos para mañana
  ir a Triana, señor;
porque si esta noche vas,
a Serafina darás
sospechas de ajeno amor.

DON JUAN:

  Eso dices, si pensara
no vella, estando en Sevilla,
tuviera por maravilla
que la vida me durara
  hasta que el alba saliera.
¡Ay, noche, ven!, porque el sol,
dejando el polo español,
cubra la antártica esfera.
  Deja, sol, que el negro manto
pueda tu rostro eclipsar,
que aunque temieras la mar,
no te detuvieras tanto.
  Embarca tu resplandor,
que en ver la noche me niega;
con mis lágrimas navega,
que soy todo un mar de amor.
  Vete, que no he menester
celajes de tu mañana,
que está mi aurora en Triana,
y ella me ha de amanecer.
  Vamos, Pedro.

PEDRO:

Tente un poco.

DON JUAN:

¿No es de noche?

PEDRO:

En tu sentido,
tanta es la luz que ha perdido
quien está de amores loco.

DON JUAN:

  Pues di, ¿no tengo razón,
no es hermosa y virtuosa?

PEDRO:

Virtud, sobre ser hermosa,
es la mayor perfección,
  y así será justo empleo,
pero con mucho juicio.

DON JUAN:

Pues es para su servicio,
ayude Dios mi deseo.

(Vanse, y sale DON FERNANDO y ELENA.)
DON FERNANDO:

  Tan contento estoy de ti,
Bárbara, que desde hoy
eres lo mismo que yo.

ELENA:

Cuanto ha sido contra mí
  hasta agora la fortuna,
le perdono justamente,
si no es que de nuevo intente
deste bien mudanza alguna;
  pues, piadosa, me ha traído
a servir a un caballero,
de quien mi remedio espero.

DON FERNANDO:

Bárbara, mi dicha ha sido,
  y pues que lo siento así,
se ve lo que te he fiado.
Todas las llaves te he dado,
rige y gobierna por mí
  criados, casa y hacienda,
tanto de tu entendimiento
y virtud estoy contento;
y porque tu pecho entienda
  qué es lo menos que te fío.
Óyeme atenta y sabrás
lo que a mí me importa más,
todo el pensamiento mío,
  yo tengo un hijo.

ELENA:

Ya sé
todo el suceso, señor,
que me lo dijo Leonor
el día que en tu casa entré.

DON FERNANDO:

  Ese, pues, inobediente,
estando para ordenarse,
dio en que había de casarse,
y ausentose cuerdamente,
  que pienso que le matara.
Ha vuelto a Sevilla,
y en casa un vecino está,
que a mi disgusto le ampara.
  Entre todos los enojos,
que me ha dado este rapaz,
anda amor metiendo paz,
porque es la luz de mis ojos.
  Yo finjo que le aborrezco,
y nadie sabe de mí
lo que he fiado de ti.

ELENA:

Dios sabe que lo merezco.

DON FERNANDO:

  Quiero, porque me han contado
que viene enfermo y perdido,
que tú, como que has querido,
viéndome con él airado,
  cuidar de su enfermedad,
como tu propio señor
le veas, y de mi amor
sustituyas la piedad.
  Las llaves tienes, y tienes
discreción en regalarle;
te ocupa, sin declararle,
que por mí, Bárbara, vienes,
  sino por tu obligación;
que sé que en viendo a don Juan,
tan entendido y galán,
dirás que tengo razón.
  No hay mozo en toda Sevilla,
no lo digo como padre,
más gallarda fue su madre,
en México maravilla,
  y muy principal mujer,
que a ser legítimo amor,
más tiene de su valor
que de mí puede tener.
  Lo primero, has de llevar
esto, sin nombrarme a mí,
unas camisas que aquí
quedaron por acabar.
  Y toma en este bolsillo
cincuenta escudos, que está
pobre, y no los hallará
sobre prendas en Sevilla.
  Pienso que me has entendido.

ELENA:

¡Y cómo señor!, muy bien,
y de camino también,
con el alma agradecido,
  la confianza que hacéis
desta humilde esclava vuestra,
en lo demás bien se muestra,
que piadoso procedéis,
  como padre, imitación
del verdadero desvelo.

DON FERNANDO:

Si tú, con discreto celo,
pues se ofrecerá ocasión,
  le pudieses persuadir
que dejase de casarse
y que volviese a ordenarse,
no le dejes de advertir
  lo que ganará conmigo.

ELENA:

Señor, ¿como podré yo,
sabiendo que no bastó
tu enojo, ni tu castigo?
  Pero, en fin, yo te prometo
de hablarle en esto, y muy bien.

DON FERNANDO:

Haz, Bárbara, que te den
las camisas en secreto,
  que ya acabadas están,
y si en este amor reparas,
yo sé que me disculparas
si hubieres visto a don Juan,
  y quiero que se te acuerde
mirándonos a los dos.
Que siente Dios, con ser Dios
un hijo que se le pierde.

ELENA:

  ¿Ha de ir alguno conmigo?

DON FERNANDO:

Fabio, que te enseñará
la casa, que cerca está.

ELENA:

Alabo, ensalzo, bendigo
la piedad que usas conmigo.
Cielo, en aquesta ocasión,
parece que el corazón
me miraba, don Fernando,
y que dél fue trasladando
mi propia imaginación;
  que podré ver a don Juan
después de tan larga ausencia.
¡Qué dineros y licencia
de regalarle me dan!
Parece que ya se van
declarando en mi favor
los cielos, pues el rigor
piadoso de un padre airado
da cuidado a mi cuidado,
y añade amor a mi amor.
  Agora os satisfaréis,
ojos, que sin luz estáis,
que a ver vuestra gloria vais
de lo que llorado habéis.
Hoy vuestro dueño veréis,
y siempre licencia os dan,
tercero para don Juan
es hoy quien más me aborrece,
pues me dice y encarece,
que es gentil hombre y galán.
  Con la gracia que me hablaba,
con las que don Juan tenía,
como que yo no sabía,
que me cuestan ser su esclava,
lo mesmo que deseaba,
me ofrecía liberal.
Porque con suceso igual
sea mi ejemplo testigo
de que suele un enemigo
hacer bien, por hacer mal.

(Vase.)


(Sale FLORENCIO y RICARDO.)
FLORENCIO:

  No siempre puede amor lo que imagina.

RICARDO:

Juré, Florencio, no ver a Serafina,
después de ser tan claro desengaño,
y aunque pensé que fuera por mi daño,
un milagro de amor ha sucedido,
que fue con otro amor quedar vencido.

FLORENCIO:

Si tiene alguna cura
la locura de amor, es la hermosura
de otra mujer, y ansí dijo un poeta:
aunque es pasión que tanto nos sujeta,
para vencer amor, querer vencelle.

RICARDO:

No pienso yo ponelle
remedio tan violento;
pero andando con este pensamiento,
vi una mujer a donde puso el cielo
dos estrellas de fuego en puro hielo,
un talle tan gallardo, honesto y grave,
un mirar tan suave,
un andar tan gracioso,
y en cada parte un todo tan hermoso,
que vivo sin sentido,
mas todo lo que veis, y fue el olvido,
de aquel pasa amor, pues ya me abrasa,
se encierra en una esclava desta casa.

FLORENCIO:

¿Esclava?

RICARDO:

Sí.

FLORENCIO:

Que bajo pensamiento.

RICARDO:

Sin verla, no culpéis mi entendimiento.

FLORENCIO:

¿Es Africana?

RICARDO:

Es India, y justamente,
que siendo sol viniese del Oriente.

FLORENCIO:

Mal gusto, y en que el vuestro desatina,
dejar el serafín de Serafina
por una esclava bárbara.

RICARDO:

Su nombre,
Florencio, es ese, y porque no os asombre
mi pensamiento justo,
mirad su talle y culparéis mi gusto.

(Salen DOÑA ELENA y FABIO con un azafate.)
FABIO:

Esta es la casa.

ELENA:

Que tan cerca era.

FABIO:

¿Quisieras tú que al alameda fuera?
la devoción de San Trotón te obliga.

ELENA:

Nunca salgo de casa.

FABIO:

Pues, amiga,
si Señor te hace dama, ten paciencia,
demás que las ventanas, en ausencia
de la calle, no son poco remedio.

ELENA:

Nunca por ese medio
remedio yo la soledad que paso.

FABIO:

¿Ventana no?

ELENA:

¿Soy yo botón, acaso,
que tengo de estar siempre a la ventana?

RICARDO:

¿Qué os parece la indiana?

FLORENCIO:

ue trujo cuantas perlas y oro Arabia,
en la tierra y la mar que el sol las cría.

ELENA:

Entra Fabio, y dirás a lo que vengo.

RICARDO:

Luego disculpa de querer la tengo.

FLORENCIO:

El lacayo se ha entrado
en casa de Serafina.

RICARDO:

¿Traerán de don Fernando algún recado,
pues, Bárbara divina?

ELENA:

Vuesamerced, suplícole se tenga.
antes que el hombre con quien vengo venga.

RICARDO:

¿Por qué pagas tan mal lo que te quiero?

ELENA:

¿Qué obligación me corre, caballero?

RICARDO:

Amor no obliga.

ELENA:

Obliga con servicios,
y amorosos oficios,
no con palabras y ánimos donceles,
que aun en tiempo de Adán le daban pieles.

RICARDO:

¿Quieres tú galas, quieres tú dinero?

ELENA:

No puedo yo deciros lo que quiero.

RICARDO:

¿Quieres que te rescate?

ELENA:

Ni por el pensamiento de eso trate,
todo mi gusto en esta casa tengo;
esclava de mí misma, a verle vengo.

RICARDO:

Ya te he entendido, ¿quién es, a Leonardo?

ELENA:

¿No es don Juan más gallardo?

RICARDO:

¿Pues quieres a don Juan?

ELENA:

Como a mi dueño,
que en lo demás ya sé que fuera sueño,
pues quiere una mujer con quien se casa.

RICARDO:

Pues, Bárbara, si sabes lo que pasa
quiéreme a mí, que en indio me transformas,
pues ídolo te formas
de marfil y de oro,
y siendo tú mi sol indio, te adoro;
¡ea!, dame una mano, porque en ella
te ponga este diamante,
que aunque es muy bella, quedara más bella.

ELENA:

Quedito y salvo el guante,
que soy un poco arisca,
y con las nueve efes de Francisca,
fe, fineza, firmeza y fortaleza,
soy toda junta un monte de aspereza,
y le quiero añadir el ser famosa.

RICARDO:

Pues déjame tocar con solo un dedo
el clavo de tu rostro.

ELENA:

Lindo enredo,
¿soy cuenta de perdones?,
por sus ojos que mude de estaciones.

RICARDO:

Yo he de comprarte a don Fernando.

ELENA:

Creo
que aunque busquéis para tan necio empleo
más piedras y oro y perlas que un poeta
para pintar un día,
no os venderán una chinela mía.
El hombre sale a Dios.

FLORENCIO:

Mujer discreta,
pero taimada.

RICARDO:

Vamos, que yo espero
mi remedio en engaño o en dinero.

(Vase.)
(Sale FABIO.)
FABIO:

  Don Juan sale a recibirte,
y las camisas di a Pedro.

ELENA:

Pues vete, así Dios te guarde,
que tengo cierto secreto
que me dijo mi señor
que dijese a don Juan.

FABIO:

Vuelvo
dentro de un hora por ti.

ELENA:

Vuelve poco más o menos.

FABIO:

¿Quién son aquellos lindones
que te hablaban?

ELENA:

Caballeros
que, cansados de faisanes...,
ya entiendes Fabio.

FABIO:

Ya entiendo.

ELENA:

¿Celitos?, soy yo muy propia
para oír lacaicelos.

FABIO:

Por el agua de la mar
que he de darles, si los veo
otra vez, una mohada,
que llaman acá los diestros,
la de Domingo Gayona.

ELENA:

¿Son estos los aposentos
de don Juan?

FABIO:

Sí.

ELENA:

Vete.

FABIO:

Adiós.

(Vase


y sale DON JUAN y PEDRO.)
DON JUAN:

Mal podré tener contento,
Pedro, con tanta desdicha;
hoy a mis hábitos vuelvo.

PEDRO:

No debió de poder más,
que por ventura la hicieron
fuerza su tío y su primo.

DON JUAN:

¿Qué fuerza, si fue el concierto,
que a casarme volvería?

PEDRO:

Como no lo hiciste luego,
entró la desconfianza,
que no hay cosa que más presto
rinda y mude una mujer.

DON JUAN:

En lo que su engaño veo,
es en negar sus criados,
y decir que no supieron
quién le llevó, o dónde fue.

PEDRO:

Hablemos, señor, primero
esta esclava de tu padre,
que dicen que es su gobierno,
y no mudemos de ropa,
que será sin grande acuerdo
vender risa a la ciudad.

DON JUAN:

Buen talle.

PEDRO:

Y gentil aseo.

DON JUAN:

No he visto esclava en mi vida
de mejor traza.

PEDRO:

El invierno
tenga yo tales frazadas,
y los veranitos frescos
estas colchas de la China.

ELENA:

Temblando me está en el pecho
el corazón, señor mío,
hoy a vuestros pies presento
una esclava.

DON JUAN:

No prosigas.
Jesús, Jesús, ¿qué es aquesto?,
alza el rostro, no le bajes.
¿Qué es esto, Pedro?

ELENA:

Bien puedo,
si las lágrimas me dejan.

PEDRO:

Señor, vive Dios que creo
que habemos los dos bebido.

DON JUAN:

¡Ay, Pedro!, lágrimas bebo
de un ángel, pero bien dices
que esto es locura, o es sueño,
háblame, señora mía,
háblame, y dime si tengo
mi fantasía en tu sombra
fuera de mi entendimiento.

PEDRO:

Señora, dime quién eres,
han hecho algún embeleco
estas moras de Sevilla.
¿Eres tú quien eres? Presto,
que estoy por huir de ti.

ELENA:

Yo soy, don Juan; yo soy, Pedro;
que, quién sino yo pudiera
arrojar al mar soberbio
de tu padre, honor y vida.
Que de una amiga, sabiendo
que dar quería a un esclavo
hacienda, este pensamiento
se me puso en la memoria,
y ejecutolo el deseo.
Tuve tal felicidad
que ya de tu padre tengo
hacienda y casa en mi mano.
Hoy me descubrió su pecho,
y me dijo que sabía
que habías venido enfermo,
y que venías a curarte,
siendo yo cierva que vengo
llena de flechas de amor
al agua de mi deseo.

ELENA:

Este dinero me ha dado
tan declarado y tan tierno,
que a los ojos se asomaban
las lágrimas por momentos,
como a ventanas doncellas,
que andan cerrando y abriendo.
Díjome que yo te diese,
en razón del casamiento,
consejos que no te doy,
que son contra mí consejos.
Fingí hierros en mi cara,
porque están los verdaderos
en el alma, señor mío,
donde no los borra el tiempo.
Hierro es este de mi cara,
porque el del alma es acierto,
que solamente por mí
se dijo acertar por hierro.
Hierro parece, y es flecha,
que del arco de sus celos
amor me tira a la boca,
porque le sirva de sello.
Haz que me pongan tu nombre,
porque sepan muchos necios
(que fundan en intereses
todos los amores nuestros)
que hubo una mujer que fue
por solo agradecimiento
esclava de su galán,
por el nombre y por los hechos.

DON JUAN:

  Dulce esclava de mi vida,
de mi libertad, señora,
hierro que mi alma adora,
señal por mi bien fingida.
Hoy ha de quedar corrida
la griega y romana historia,
pues en vuestro honor y gloria,
que para siempre ensalzáis,
con esta hazaña dejáis
en olvido su memoria.
  Templado habéis mis enojos,
porque el esclavo recelo,
que es como signo en el cielo,
para el sol de vuestros ojos,
templad también mis antojos,
porque está el alma tan loca,
que a imaginar me provoca,
que es la señal que en vos veo,
porque no yerre el deseo
el camino de la boca.
  Que érades ida pensé,
luego que os busqué en Triana,
allí me hallé de mañana,
¡qué triste noche pasé!
Es posible que os hallé,
y solo el errado fui,
pero siendo el yerro aquí
de vuestra cara fingido,
en siendo vuestro marido
me la pasaréis a mí.
  Que, como suele en la imprenta
pasar la letra el papel,
vendré yo a quedar con él,
y vos de ese yerro esenta,
mirando está el alma atenta
cómo le podrá pasar,
donde en inmortal lugar
le pueda traer por vos;
pero presto querrá Dios
que lo podamos trocar.

(Sale SERAFINA.)


PEDRO:

  Señor, Serafina.

ELENA:

¿Quién?

SERAFINA:

A ver vengo vuestra esclava.

DON JUAN:

¿Esclava aquesta señora?
Es Serafina, la hermana
de Leonardo, grande amigo
de mi padre.

ELENA:

¡Qué gallarda!,
¡qué gentil!, ¡qué bien dispuesta
señora!

SERAFINA:

¡Qué bella esclava!

ELENA:

No codiciéis en el mundo
otra cosa, ni otra esclava,
si aquesta dama tenéis.

SERAFINA:

Pues amiga, ¿cómo os llaman?

ELENA:

Bárbara, señora mía.

SERAFINA:

Pues Bárbara, no soy dama,
sino mujer de don Juan.

ELENA:

¿Que sois vos con quien se casa?

SERAFINA:

A lo menos, lo he de ser.

ELENA:

Eso solo me faltaba
para dar el parabién,
a cierta loca esperanza.

SERAFINA:

¿Quién hizo aquellas camisas?

ELENA:

Esas mujeres las labran
que sirven a mi señor.

SERAFINA:

Mejores están guardadas
para cuando quiera Dios.

DON JUAN:

Vete con Dios, que te tardas,
Bárbara.

ELENA:

Sí, mejor es,
pues aquí ya no hago falta,
y en mi casa podrá ser.

(Sale FINEA, esclava de SERAFINA.)
FINEA:

Aquí, señora, te aguarda
una visita.

SERAFINA:

¿Quién es?

FINEA:

Tu grande amiga Lisarda.

SERAFINA:

Perdonad, señor don Juan,
luego volveré.

DON JUAN:

No salgas,
Bárbara, sin que te lleve
Pedro desde aquí a tu casa.

ELENA:

Tú me detienes en tiempo
que está reventando el alma,
por dar voces, si deseas,
que declare cuanto pasa,
bien harás en detenerme.

DON JUAN:

Detenla, Pedro.

PEDRO:

No vayas
enojada, hermosa Elena,
hasta que sepas la causa,
por que dijo Serafina
aquellas necias palabras.

ELENA:

¿Enojada yo, por qué?
¡Ah, perro! quién te sacara
el alma.

PEDRO:

Tente señora,
tente, por Dios, que me matas.

DON JUAN:

Si engañar esta mujer
ha sido ofensa que agravia
la verdad de nuestro amor,
deja a Pedro, y tu venganza
ejecuta en mí, que soy
desdichado en tu desgracia.

ELENA:

En vuestra merced, ¿por qué?
Si los hábitos dejara
por esta dama, que puede
serlo de un grande de España,
¿quién hizo aquellas camisas?,
mejores están guardadas
para cuando quiera Dios.
¡Qué bien, qué buena cristiana!
Dios le cumpla sus deseos,
¡Ay de aquella desdichada,
vendida por un traidor!

DON JUAN:

Si no escuchas, nadie basta
a poder satisfacerte.

ELENA:

¡Que pusiese yo en mi cara
esta cédula, este hierro
que publicase mi infamia,
para que todos le lean!

PEDRO:

Señora, ¿por qué te acabas
y quitas la vida a un hombre,
que solo de verte airada,
no sabe tomar consejo?

ELENA:

Hasta agora no fui esclava,
doña Elena fui hasta agora,
ya soy la Elena troyana,
incendio soy de mí misma,
mi propio fuego me abrasa;
quien me ha robado el honor
es quien me vende a mi patria.
Traidor Paris de Sevilla,
firme Elena de Triana,
pero un don Juan me vende,
y el esclavo que maltratan
huye del dueño, perdone
don Fernando, que a Triana
me vuelvo, y de allí a Jerez,
porque esclava por esclava,
quiero serlo de mi primo.

DON JUAN:

Oye.

PEDRO:

Espera.

DON JUAN:

Tente.

PEDRO:

Aguarda.

(Huye.)
DON JUAN:

Ve tras ella.

PEDRO:

Voy.

DON JUAN:

Hoy hace fin mi esperanza.