La esclava de su galánLa esclava de su galánFélix Lope de Vega y CarpioActo I
Acto I
Salen DOÑA ELENA, dama, y DON JUAN, estudiante.
DOÑA ELENA:
Esto se acabó, don Juan.
DON JUAN:
No es ese lenguaje tuyo,
y de ese término arguyo
que mal consejo te dan.
DOÑA ELENA:
Eso de argüir es bueno
para escuelas.
DON JUAN:
Novedad.
Elena, tu voluntad
sin argumentos condeno.
DOÑA ELENA:
Confieso que la he tenido.
DON JUAN:
Qué mala suposición.
DOÑA ELENA:
Pues yo, don Juan, ¿qué lición,
qué facultad he leído?
DON JUAN:
Aguardo la consecuencia.
DOÑA ELENA:
Habla como para mí.
DON JUAN:
¿Qué puedo hablar para ti
con tan cansada licencia?
DOÑA ELENA:
¿Quieres que la tome yo
y te diga lo que siento?
DON JUAN:
Prosigue, que estoy atento.
DOÑA ELENA:
¿Pues has de enojarte?
DON JUAN:
No.
DOÑA ELENA:
Yo soy hija, don Juan, de un hombre indiano,
hidalgo montañés, muy bien nacido;
diome su luz el cielo mexicano,
que fue para nacer mi patrio nido.
Mas la fortuna, resistida en vano
por sucesos que ya los cubre olvido,
le trujo a España con alguna hacienda,
o persuadido de su amada prenda.
Divídese Sevilla, como sabes,
por este ilustre y caudaloso río;
senda de plata, por quien tantas naves
le reconocen feudo y señorío.
Es esta puente de maderos graves,
sin pies que toquen a su centro frío,
mano que las dos partes, divididas
por una y otra orilla, tiene asidas.
Hizo elección mi padre de Triana,
patria de algún emperador romano,
para vivir, la causa fue una hermana,
o por no se meter a ciudadano.
DOÑA ELENA:
Finalmente, pagó la deuda humana
con su mujer, el venerable anciano,
dejándome, ni rica ni tan pobre,
que el sustento me falte ni me sobre.
Aquí he vivido con tan gran recato
que se puede escribir por maravilla;
pues que de Triana, verdad trato,
pasé dos veces solas a Sevilla.
Pienso que ansí mi condición retrato,
pues habiendo de aquesta a aquella orilla
paso tan breve a dividir sus olas,
a Sevilla pasé dos veces solas,
una con gran razón a ver la cara
del sol de España, que nos guarde el cielo,
porque estando en Sevilla se agraviara,
si no la viera la lealtad y el celo.
Otra, por ver la máquina tan rara
del monumento a la mayor del suelo;
de suerte que fui a ver cuanto se encierra
de grandeza en el cielo y en la tierra.
Mas, como siempre en los mayores días
las desventuras suelen ser mayores,
tú, que tan libre como yo venías,
viste en mí la ocasión de tus errores.
Seguísteme a Triana, y las porfías
de tus paseos escribiendo amores,
aunque rasgué con justo enojo algunos,
mostraron lo que vencen importunos.
DOÑA ELENA:
Yo te escribí para decirlo en breve,
y yo también te amé, porque entendía
que al casamiento que al honor se debe,
tu amor el pensamiento dirigía.
Con esto el necio mío ya se atreve
a darte entrada como a prenda mía,
entras con libertad y en este medio
hallo que es imposible mi remedio.
Dicen que vale cinco mil ducados
la prebenda eclesiástica que tienes,
y que ya de tu padre los cuidados,
no se entienden a más de que te ordenes.
Si tú pensaste que sin ser casados,
porque a Triana de Sevilla vienes,
tengo yo de perder el honor mío,
mal consejo te dio tu desvarío.
Ayer lo supe, y ese mesmo día
vino mi tío de Jerez, que estimo
por padre, el cual dispensación traía
para casarme luego con mi primo.
Y como yo tu ingratitud sabía,
a darle el sí, con lágrimas me animo,
y hoy parte por su hijo y por mi esposo,
porque dentro de un mes será forzoso.
¿Cuál hombre noble hubiera entretenido
una mujer de prendas con engaños,
habiendo de ordenarse, aunque hoy han sido
claros de tu maldad los desengaños?
DOÑA ELENA:
Pensásteme burlar mi honor vencido,
pues si gastaras infinitos años
en locuras de amor, no me vencieras
si Ulises fueras, si Narciso fueras.
Yo estoy, don Juan, resuelta, y es más justo,
como estado tan alto, que te ordenes,
porque es razón, y es de tu padre gusto.
De renta, cinco mil ducados tienes.
Yo perdono el engaño, aunque fue injusto,
[-nes]
que un pecho de traiciones ofendido
volando pasa desde amor a olvido.
DON JUAN:
Elena, a tantas verdades,
¿qué respuesta darte puedo,
pues que todas las concedo
sin poner dificultades?
Mas, ¿por qué te persüades
que mi verdad te engañó,
pues cuando te quise yo
ni la prebenda tenía,
ni más que amarte sabía,
que es lo que amor me enseñó?
Mi padre alcanzó después
la renta de que yo estaba
seguro, cuando buscaba
más bien ni más interés
que merecer esos pies;
Dios sabe si lo sentí;
y si parte no te di
fue porque no quise, Elena,
que partiéramos la pena
que era sola para mí.
Pasó adelante mi amor
encubriendo mi desdicha,
no empeñándote a más dicha
que algún honesto favor;
pero si por ser traidor
tomas venganza en casarte,
bien puedes desengañarte
de que amor me ha permitido
que me hubiese sucedido
con que poder obligarte.
DON JUAN:
¿Ves la renta y ves también
de mi padre el justo enojo?,
pues de todo me despojo
aunque mil muertes me den.
¿Será entonces querer bien,
o mentira si me obligo,
para cumplir lo que digo?
Mira si es prueba de fe,
pues todo lo dejaré
y me casaré contigo.
¿Puede hacer mayor fineza
un hombre por lo que adora?
¿Creerás entonces, señora,
lo que estimo tu belleza?
Dirás tú que es más riqueza
ser, Elena, mi mujer,
y sabré yo responder
que aun el propio ser perdiera,
si no siendo, ser pudiera,
que fuera tuyo, sin ser.
Pues quien dijera por ti
el propio ser en que vive,
no hará mucho en que se prive
de lo que es fuera de sí.
Yo voy a hablar desde aquí
a quien licencia nos dé.
DOÑA ELENA:
Detente.
DON JUAN:
Ya no podré.
DOÑA ELENA:
¿Qué intentas?
DON JUAN:
Tú lo verás.
DOÑA ELENA:
¿Loco estás?
DON JUAN:
No puedo más.
DOÑA ELENA:
Mira tu honor,
DON JUAN:
¿Para qué?
DOÑA ELENA:
¿Tanta renta no es error?
DON JUAN:
¿No has visto un niño que viene
a dar un doblón que tiene
porque le den una flor?
Pues haz cuenta que mi amor,
que amor en nada repara,
como el ejemplo declara
si lo que ve le contenta,
es niño y deja la renta
por el clavel de tu cara.
(Vase.)
DOÑA ELENA:
Aunque es verdad que también deseo,
quiero tanto a don Juan, que me ha pesado
de que quiera entrar precipitado,
esta locura por mi humilde empleo.
Pero el grande peligro en que me veo,
amando amada sin tomar estado,
animando el temor, templa el cuidado,
y me parece que mi bien poseo.
Gran fineza de amor, pero cumplida,
tantas desdichas pueden ofrecerse,
que en dejar a don Juan me va la vida,
mejor es apartarse, que ofenderse.
Que una mujer que quiere y es querida,
¿en qué puede parar sino en perderse?
(Vase, y salen DON FERNANDO, padre de DON JUAN, y ANTONIO.)
ANTONIO:
Como si fuera mía, me ha pesado.
DON FERNANDO:
Pues a mí no me da mucho cuidado;
hacienda tengo, gracias a los cielos.
ANTONIO:
Que no puedan armadas, ni desvelos,
contra aquestos rebeldes holandeses.
DON FERNANDO:
Ayudan los ingleses,
mas no siempre suceden sus fortunas
con tal prosperidad, que si hay algunas
en su favor, nuestro descuido ha sido.
ANTONIO:
El Draque muerto ya, quien es vencido
basta que agora a la memoria aplique.
DON FERNANDO:
Más cerca, en Puerto Rico, el Conde Enríquez,
sin otras mil vitorias.
ANTONIO:
En Cádiz y el Brasil, ¿qué os han tomado?
DON FERNANDO:
Diez mil pesos serían, y han quedado,
gracias a Dios, cien mil; y solamente
para don Juan, mi hijo.
ANTONIO:
Nadie siente
bien de vuestra elección, siendo tan rico.
DON FERNANDO:
A la Iglesia le aplico,
y trato de ordenalle brevemente,
por causas que me obligan,
que no a todos es bien que se las diga.
Tiene de renta cinco mil ducados
que vale la prebenda, y mis cuidados
le llegarán a diez, a lo que creo.
ANTONIO:
El estado es tan alto que su empleo
no puede ser mayor, pero quisiera
que vuestra casa subcesión tuviera,
dilatada a los nietos.
DON FERNANDO:
Este intento
nace de aborrecer el casamiento.
ANTONIO:
¿Por qué razón no es cosa justa?
DON FERNANDO:
Y tanto,
que es sacramento santo.
Pero, pues sois mi amigo, estad atento,
que quiero, y es razón, satisfaceros.
ANTONIO:
Y yo escucharos más que reprehenderos.
DON FERNANDO:
Pasé a las Indias, mozo y con hacienda.
Casé con una dama y, aun hermosa,
cansome, Antonio, como propia prenda,
que en conquistar mi amor no fue dichosa.
Llevando, pues, la edad suelta rienda,
me enamoré de una criolla airosa
y no muy linda, así en el mundo pasa,
por lo feo, dejar lo hermoso en casa.
Esto de los conjuros que sabía,
aunque es necia disculpa de casados,
de suerte enloqueció mi fantasía,
que el depósito fue de mis cuidados.
Tuve en ella a don Juan, que no tenía
hijos de mi mujer; con que elevados
quedaron mis sentidos, qué locura,
que quien todo lo acaba, no lo cura.
ANTONIO:
Admiración me ha causado
que bastardo sea don Juan.
DON FERNANDO:
¿Qué pierde, rico y galán,
si el Rey le ha legitimado?
ANTONIO:
¿Qué hace agora?
DON FERNANDO:
Pasando
está en mi huerta.
ANTONIO:
Estudioso
mancebo.
DON FERNANDO:
Es tan virtuoso,
que siempre le estoy rogando
deje el estudio, y porfía,
y agora debe de ser,
porque presto ha de tener
un acto de teología.
Caso estraño, maravilla
rara que este mozo sea
tan honesto, que no vea
una mujer en Sevilla,
habiendo tanta hermosura.
En esto no me parece.
(Sale LEONARDO, caballero.)
LEONARDO:
Justo parabién merece,
y ha sido mucha cordura.
Estoy, señor don Fernando,
enojado con razón,
¿cómo en tan grande ocasión
os olvidáis, despreciando
la amistad y vecindad?
DON FERNANDO:
De la plata que he perdido,
daros cuenta hubiera sido
pesadumbre, y no amistad.
[LEONARDO]:
De la plata no sé nada,
pésame si os alcanzó
parte, lo que digo yo
es cosa en razón fundada,
pues que casando a don Juan,
lo hacéis con tanto secreto.
DON FERNANDO:
Si es burla, ¿para qué efeto?
LEONARDO:
Burla si él y Pedro están
pidiendo que, por temor,
vuestra licencia le den
sin que se amoneste.
DON FERNANDO:
Bien,
gracioso engaño.
LEONARDO:
Y mayor
el no lo creer ansí,
pues a el juez han informado
que le mataréis airado
si lo sabéis.
DON FERNANDO:
¿Don Juan?
LEONARDO:
Sí.
DON FERNANDO:
¿Vístelo?
LEONARDO:
Si no lo viera,
¿os lo viniera a decir?
(Salen DON JUAN y PEDRO de gorrón.)
DON JUAN:
En fin, ¿mandó recibir
nuestra información?
PEDRO:
Espera,
que está mi señor aquí,
no entienda lo que tratamos,
que en grande peligro estamos,
que si lo sabe, ¡ay de ti!
DON FERNANDO:
Don Juan.
DON JUAN:
Señor.
DON FERNANDO:
Yo pensé,
hijo, que pasando estabas
en la huerta.
DON JUAN:
De allá vengo,
tanto deseo que salga
este acto de teología,
para tu honor y mi fama.
DON FERNANDO:
Bien dices, bien se confirma
con el cuidado que andas
de casarte, pues que ya
secreta licencia sacas.
PEDRO:
¡Zape!
DON JUAN:
¿Yo, señor, qué dices?
PEDRO:
Viuit Dominus que estaba,
quando intrabimus per portam
soplauerunt en la sala.
DON FERNANDO:
Hijo, no recibas pena,
ni las colores te salgan
al rostro, que en dar estado
mucho los padres se engañan
contra el gusto de los hijos.
Dime, por Dios, si te casas;
que cien mil ducados tengo,
tu padre soy, ¿por qué causa
fías tu secreto a un mozo,
y de tu padre te guardas?
¿Hay otra luz en mis ojos,
ni otros ojos en mi cara?
DON JUAN:
Señor.
DON FERNANDO:
No te turbes, di.
PEDRO:
Confiesa, señor, ¿qué aguardas?
advierte que decir que eres
oculorum de su cara.
DON JUAN:
Señor, si verdad te digo,
por tu gusto me ordenaba.
Yo no soy para la iglesia,
cásome con una dama
virtuosa y bien nacida,
aunque pobre.
DON FERNANDO:
Esas palabras
han salido de tu boca
sin que yo te saque el alma.
Fuera.
(Saca la espada.)
LEONARDO:
¿Estáis en vuestro seso?
¿para vuestro hijo espada?
DON JUAN:
Señor don Fernando.
DON FERNANDO:
Fuera.
PEDRO:
Cogebitur en la trampa.
LEONARDO:
Teneos.
DON FERNANDO:
¿Qué he de tenerme?
¡vil bastardo!, ¿ansí se hallan
cinco mil ducados?, ¡fuera!
PEDRO:
¿Bastardos los padres llaman
lo que ellos hacen?, que estotro,
como él le hiciera en su casa,
¿qué le costaba salir
más por mujer que por dama?
DON JUAN:
Señor, pues quisiste bien,
cuando sin disculpa andabas
con la madre que me diste,
¿por qué mis años infamas?
¿Tengo yo culpa de ser
bastardo?
PEDRO:
Veritas clara.
DON FERNANDO:
Ahora bien, por los presentes,
con la infame vida escapas,
vete de Sevilla luego,
que la hacienda que pensaba
dejarte, al primer convento
la dejaré, por mi alma.
Hola, echadle esos vestidos
y libros por la ventana,
Idos, pícaro.
PEDRO:
Señor,
yo no me caso.
DON FERNANDO:
Si a casa
volvéis, yo os haré colgar
de una reja.
PEDRO:
¿Qua de causa?
¿soy yo pierna de carnero?
DON FERNANDO:
Ea, los bastardos vayan
al Rollo de Écija.
PEDRO:
¿Yo?
Mas, que también me levanta
que nos hizo a los dos juntos.
LEONARDO:
Mirad señor que se para
gente a escuchar vuestras voces.
ANTONIO:
Entraos señor, que ya basta.
(Éntranse y quedan DON JUAN y PEDRO.)
PEDRO:
¡Buenos quedamos!
DON JUAN:
¿Qué quieres?
como eso los hombres pasan
por amor.
PEDRO:
Si fuera amor
persona, como es fantasma,
¡que de veces me le hubiera
dado dos mil cuchilladas!
Al Rollo de Écija a un hombre
que mañana se ordenaba
de vísperas ¡Vivit Dominus,
que ha de ir a Roma! ¿eso pasa?
¿qué habemos de hacer?
DON JUAN:
Morir.
PEDRO:
Las puertas cierran.
DON JUAN:
Cerradas
debe de tener también,
quien las cierra, las entrañas.
PEDRO:
Qué cerca estás de llorar.
DON JUAN:
¿Pues de eso, Pedro, te espantas?
Ayer un coche y criados,
casa, hacienda, padre y galas,
y hoy cerradas estas puertas.
PEDRO:
Presto se abrirán, si llamas,
con decir que te arrepientes,
y que te ordenen mañana.
DON JUAN:
Aunque mil muertes me den,
de proseguir no dejara
el casamiento de Elena.
PEDRO:
Desde la Elena troyana,
ha quedado por herencia
quemar Troyas, perder casas.
Mas quiero darte un consejo.
DON JUAN:
Cómo.
PEDRO:
Deja la sotana,
y viste galas y plumas,
finge que te vas a Italia
y entra a pedirle la mano,
que es padre y hará en el alma
cosquillas de ausencia.
DON JUAN:
He visto
gran crueldad en sus palabras.
PEDRO:
No creas en esas furias,
pídele la mano y saca
por fuerza una lagrimilla,
que se la moje al tomalla,
que tú le verás más tierno
que una cocida patata,
DON JUAN:
¿Y si no puedo llorar?
PEDRO:
Lleva la valona untada
de la mano con cebolla,
y haz que te limpias, que basta
para que llores seis días.
DON JUAN:
¡Oh, Elena!, ¡oh, bien empleada
pena! Ayude tu hermosura
el ánimo que desmaya,
ver lo que pierdo por ti.
PEDRO:
Ya arrojan por las ventanas
tus vestidos.
(Arrojan los vestidos y libros, y otras cosas.)
DON JUAN:
Bravo enojo.
PEDRO:
Anda la mar alterada
y aligeran el navío.
Voy a buscar mi sotana,
DON JUAN:
Ay, Dios, si se han de perder
de doña Elena las cartas,
y una cinta de cabellos.
PEDRO:
¿Qué joyas?
DON JUAN:
Joyas del alma.
PEDRO:
Cierto que hay almas buhuneras,
pues andan siempre cargadas
de cintas y de papeles.
DON JUAN:
¡Ay, mi Elena!
PEDRO:
¡Ay, mi sotana!
DON JUAN:
¡Ay, papeles!
PEDRO:
¡Ay, greguescos!
DON JUAN:
¡Ay, mis cintas!
PEDRO:
¡Ay, mi cama!
DON JUAN:
Quien supiere que es amor,
apruebe mis esperanzas;
quien no, diga que estoy loco,
pues quedo con sola el alma.
(Vanse.)
(Salen SERAFINA, dama, y RICARDO, y FINEA con manto.)
SERAFINA:
¿No me habéis de acompañar?
RICARDO:
La vida, señora mía,
podéis, no la cortesía,
aborreciendo quitar.
SERAFINA:
No son las calles lugar
para tratar casamientos.
RICARDO:
Si se han de dar a los vientos
por vuestro injusto rigor,
¿desde dónde irán mejor
a sus propios elementos?
SERAFINA:
Dejadme pasar.
RICARDO:
Teneos,
y no recibáis enojos,
que por vida de esos ojos
de no hablar en mis deseos.
SERAFINA:
¿Pues en qué?
RICARDO:
Vuestros empleos,
¿eran materia sin mí?
SERAFINA:
¿Y que me diréis ansí?
RICARDO:
Que estáis muy mal empleada.
SERAFINA:
¿Y estuviera mejorada
en vos?
RICARDO:
Presumo que sí,
no porque haya en don Juan
muy grandes merecimientos,
vuestros altos pensamientos,
mirad vos que fin tendrán,
[-an]
con quien mañana se ordena,
pues, ¿qué loco amor condena
una mujer principal
a que se quede tan mal
que se quede con su pena?
Toda acción se comprehende
del fin falso o verdadero;
todo discreto, primero,
mira el fin de lo que emprende,
que lo que espera no entiende,
disculpa tiene del daño,
porque espero con engaño,
donde en fin oculto está,
mas, ¿qué disculpa tendrá
quien ama con desengaño?
SERAFINA:
Yo, Ricardo, ya que os veo
conmigo tan declarado,
que en vez de vuestro cuidado
me decís mi propio empleo,
satisfaceros deseo.
Don Juan se crió conmigo,
fue su padre gran amigo
del mío y lo es de Leonardo,
mi hermano.
RICARDO:
Más causa aguardo.
SERAFINA:
¿Qué mayor de la que digo?
Creció el amor con la edad;
porque, ¿quién imaginara
que tan presto comenzara
su oficio la voluntad?
Al principio fue amistad,
simple, honesta ignorancia,
pero la perseverancia
juntó las cosas distantes,
y desde amigos a amantes
no hay un paso de distancia.
Queríame bien don Juan,
pagábale yo también,
pero en medio de este bien,
que bienes presto se van,
o fue, como era galán,
admitido de otra dama,
cuyas perfecciones ama,
o yo le desagradé;
que aunque él lo niega, lo sé
que me aborrece y desama.
SERAFINA:
Hágole seguir de día
y de noche, caso estraño
que no tome el desengaño
quien tanto hallarle porfía,
ni en casa de amiga mía
largas visitas dilata,
ni con sus amigos trata,
ni le han visto hablar, ni ver,
en calle o campo mujer,
y con tibiezas me matas.
Muerta entre tantos desvelos,
sin saber qué puede ser,
soy la primera mujer
que tiene celos sin celos.
Asegura mis recelos
con regalarme y jurar,
en oyéndome quejar;
pero en materias penosas
no hay cosas más sospechosas
que el jurar y el regalar.
Aquí viene la elección
de su padre, y aquí viene
pensar que el amor no tiene
amistad con la razón.
Bien sé que mi pretensión
ningún fin puede tener,
pero, ¿quién ha de poder,
amando, dejar de amar,
si hay tantas leguas que andar
desde amar a aborrecer?
Esta, pues habéis querido
saberla, fue la ocasión.
Pude amar por la razón,
Ricardo, que habéis oído,
pero no dar al olvido
tantos años de amistad,
que hay mucha dificultad
en mudar el pensamiento,
cuando está el entendimiento
sujeto a la voluntad.
RICARDO:
Habeisme favorecido,
que un discreto desengaño
nunca hizo tanto daño,
como un engaño fingido.
Yo voy muy agradecido,
al bien que en esto me ofrece,
mirad qué premio merece
quien le tiene por favor.
Y así, agradeciera amor
quien desengaño agradece.
Con esto, palabra os doy
no de no amaros, pues veo
ejemplo en vuestro deseo
y desengañado estoy.
Mas, no hablaros desde hoy,
en mi necia voluntad,
ni estorbar vuestra amistad,
quered a don Juan, que es justo,
porque no es amar con gusto,
donde no hay dificultad.
Que si venganza quisiera,
qué mayor que ver que amáis
donde el amor que empleáis
ni fin, ni remedio espera.
Rogaré al tiempo que quiera
templar esta ardiente llama,
no obligando a quien os ama,
los méritos que tenéis,
aunque licencia me deis
para querer a otra dama.
(Vase.)
SERAFINA:
Cortés caballero.
FINEA:
Tanto,
que lástima le he tenido.
Fuerte desengaño ha sido.
SERAFINA:
Toma, Finea, este manto,
que no es tiempo de mirar
en lo que no puede ser.
FINEA:
Notable cosa es querer.
SERAFINA:
Más notable es olvidar.
(Sale LEONARDO.)
LEONARDO:
Serafina.
SERAFINA:
Hermano mío,
¿de dónde?
LEONARDO:
Vengo admirado
de dos cosas, con razón.
En casa de don Fernando,
la primera, que se casa
don Juan.
SERAFINA:
¿Qué don Juan?
LEONARDO:
No ha sido
sin causa el dudar el nombre.
SERAFINA:
Decir que se casa, es caso
tan estraño, que no es mucho
dudar qué don Juan, Leonardo.
LEONARDO:
¿Don Juan, su hijo?
SERAFINA:
¿Es posible?
LEONARDO:
Debajo de hábitos largos
suele haber poco juicio.
Qué bien su padre ha empleado
lo que le cuesta el ponerle
a un estado tan alto.
Loquillo, ignorante, en fin,
un mozuelo enamorado
que arroja hacienda y honor
y estudio de tantos años,
por lo que mañana creo,
y aun hoy estará olvidado,
si lo tuviese esta noche,
como en el alma los brazos.
Lo segundo que me admira
no es el ver el padre airado,
porque es grande la ocasión,
pero el ver que llegue a tanto,
que después de haber querido
matarle, desesperado,
ha hecho con grande nota,
por las ventanas abajo,
echar su ropa y vestidos,
sus libros y cuanto hallaron
ser del pobre caballero.
Parece que te ha pesado.
SERAFINA:
¿Pues a quién no ha de pesar,
y con más razón que a entrambos,
que nos criamos con él?
LEONARDO:
Entra, que quiero que vamos
a hablarle esta tarde juntos,
si vive, porque ha quedado
de cólera casi muerto.
SERAFINA:
Hasta agora fue mi daño
un imposible de amor,
ya es mayor, pues es agravio.
Porque, ¿quién podrá sufrir
los celos, desengañado?
Que el amar un imposible,
no ha menester desengaño.
(Vanse.)
(Salen DON JUAN y PEDRO, de soldados, con bandas y plumas.)
DON JUAN:
Ya vengo como tu quieres,
PEDRO:
Y como el tiempo lo manda,
esto de plumas y banda,
es hechizo de mujeres.
Mucho se ha de holgar Elena.
DON JUAN:
Mi padre quisiera yo.
¡Ay, mi casa!, quién te vio
de tantas riquezas llena
solamente para mí,
y agora te ve cerrada.
PEDRO:
Que la cólera pasada,
todo ha de ser para ti.
DON JUAN:
No me des a conocer,
Pedro, un hombre tan airado
que mató, mal informado,
la desdichada mujer.
PEDRO:
¿Mal informado?
DON JUAN:
¿Pues no?
PEDRO:
¡Bien haya, amén, pues lo eres,
quien sabe honrar las mujeres!
DON JUAN:
¿Nací de las piedras yo?
PEDRO:
¡Oh, sabrosos animales!,
no es hombre el que os tiene en poco.
DON JUAN:
Yo, a lo menos, estoy loco.
PEDRO:
No todas nacen iguales,
pero como no sean brujas,
destas que andan a chupar,
que es menester preguntar
si son de pierna y de agujas;
y consuélate, don Juan,
de cuanto puedes perder,
que más perdió por mujer
no habiendo más de una, Adán.
¿Qué virtuosas, qué santas
disculpan aquella culpa?
Por Dios, que tiene disculpa
quien se pierde donde hay tantas.
DON JUAN:
¡Ea!, acaba de llamar.
PEDRO:
A mí echaranme, señor;
yo tomaría, que olor,
aunque no fuese de azar;
pero temo algún cascote.
DON JUAN:
¿Pues para qué me he vestido?
PEDRO:
El cuento viejo ha venido
aquí a pedir de cogote.
Juntáronse los ratones
para librarse del gato,
y después de un largo rato
de disputas y opiniones,
dijeron que acertarían
en ponerle un cascabel,
que andando el gato con él,
guardarse mejor podían.
Salió un ratón barbicano,
colilargo, hociquirromo,
y encrespando el grueso lomo,
dijo al senado romano,
después de hablar culto un rato:
«¿Quién de todos ha de ser
el que se atreva a poner
ese cascabel al gato?»
DON JUAN:
Ya entiendo, que haber venido
ha sido, Pedro, invención,
y el llamar, la ejecución.
PEDRO:
¿No tienes apercebido
el llanto para la mano
cuando te la ha de besar?
DON JUAN:
Por eso no ha de quedar,
si mi padre es hombre humano.
PEDRO:
Di que su esclavo serás.
DON JUAN:
Póngame un clavo, una argolla.
PEDRO:
Si no tiene hasta cebolla
la valona, pondré más.
DON JUAN:
¡Ha de casa!, ¡qué ocasión
hoy en la calle perdimos!
PEDRO:
Muy emplumados venimos
para pródigo y lechón.
Tú, ni en vestido ni en cara,
tu papel puedes hacer;
que yo bien puedo tener
plaza en cualquiera piara.
(Sale DON FERNANDO.)
DON FERNANDO:
¿Quién es?
DON JUAN:
Un hombre, señor,
que ya no merece nombre
de tu hijo, pues es hombre
que no mereció tu amor.
Voy a Flandes a morir
entre fieros enemigos,
pues que no supe entre amigos
y en tu obediencia vivir;
y aun ojalá que en Triana
me matara una pistola.
DON FERNANDO:
No es tu desvergüenza sola
la que hiciste con sotana;
[-as]
[...]
[...]
y que de plumas presumas
con éstas puedes volar,
porque ya quedas de suerte
que solo pueden valerte
por la tierra o la mar.
Vete, y en tu vida creas
que me has de volver a ver.
DON JUAN:
¡Oh, qué presto has de saber
la muerte que me deseas!
Pero siquiera, señor,
porque me has criado, mira
que no es nobleza la ira
y el perdonar es valor.
Solo te pido la mano
merezca tu bendición.
DON FERNANDO:
Donde no se da perdón,
es la bendición en vano.
DON JUAN:
¿Pues es posible, señor,
que me dejas ir así?
DON FERNANDO:
¿Y tú, parécete a ti
que me has dejado mejor?
DON JUAN:
No era yo para el estado
que tú me querías dar.
DON FERNANDO:
Ni yo para transformar
un sacerdote en soldado,
que si de ti no me vengo
es porque aunque no lo fuiste,
basta que serlo quisiste
para el respeto que tengo.
Clérigo te imaginé,
y de haberlo imaginado,
ya tienes algo sagrado
con que luego te dejé.
Vete, y no pares aquí,
ni sepan tus desvaríos.
DON JUAN:
Ojos, no parecéis míos,
pues no me vengáis de mí.
PEDRO:
Dale cebolla, que ya
parece que se enternece.
DON FERNANDO:
¡Qué poco el llanto merece
con quien ofendido está!
DON JUAN:
En fin, ¿me dejas ansí?
DON FERNANDO:
Esto es hecho.
DON JUAN:
¡Qué rigor!
PEDRO:
Dale cebolla, señor.
DON FERNANDO:
Vete, pródigo.
PEDRO:
¿Y a mí
no me oirás por su cochino
hablando con reverencia?
DON FERNANDO:
Más que incitas mi paciencia
para hacer un desatino.
DON JUAN:
Cuán de otra suerte aquel padre
de familias recibió
su hijo.
DON FERNANDO:
Y lo hiciera yo,
mas no es posible que cuadre
aquí la comparación,
que aquel vino arrepentido.
PEDRO:
Sí, mas no le has parecido
en la debida porción.
DON FERNANDO:
Tenía parte en su hacienda,
y esa no tiene don Juan.
PEDRO:
¿Señor?
DON FERNANDO:
Quedo, ganapán.
PEDRO:
Dale cebolla.
DON FERNANDO:
No entienda
que ha de ver más esta casa.
DON JUAN:
Fuese.
(Vanse.)
PEDRO:
Nada aprovechó,
mas señas le he visto yo,
y todo en efecto pasa.
Otros hijos se han casado.
DON JUAN:
Sí, pero la bendición
del padre, aunque haya perdón,
es desgracia haber faltado.
Ello ha de ser con su gusto,
porque ansí lo manda Dios.
PEDRO:
Pues volvámonos los dos,
que yo sé también que es justo.
DON JUAN:
¿Y Elena?
PEDRO:
En Triana está,
labrando una verde manga,
para el venturoso día
que casados juguéis cañas.
DON JUAN:
Camina, Pedro, a la puente,
y pasemos a Triana,
que grandes resoluciones
no quieren grandes tardanzas.
PEDRO:
¿En fin, te casas?
DON JUAN:
¿Qué quieres?,
tengo la palabra dada.
PEDRO:
Otros tienen dadas obras,
y no cumplen las palabras.
DON JUAN:
Qué villano estuvo, ¡ay, cielo!
PEDRO:
Antes no, pues que le dabas
cebolla y nunca la quiso.
DON JUAN:
Camina, Pedro, a Triana.
(Vanse.)
(Salen ELENA y INÉS, criada.)
ELENA:
Las sombras de mi temor
no me dejan alegrarme
con cuanto dices que viste.
INÉS:
Propia condición de amantes,
quítase el crédito al bien,
con que dejas de gozarte,
mientras le admites dudoso.
ELENA:
¿Que viste Inés esta tarde,
para tanta dicha mía,
a don Juan mudado el traje?
INÉS:
Digo que le vi con plumas,
mira si puede mudarse
en más diferente forma
quien era ayer estudiante.
ELENA:
¡Ay, Dios!, si ya mi fortuna
se mostrase favorable
a mis deseos, mas temo
que al mejor tiempo me falte,
porque como no son justos,
no dejan asegurarme
en esperanzas que duren,
sino en penas que me maten.
¿Quién ha de pedir al cielo
que deje, para casarse,
un hombre tan alto estado,
tanta renta, honor tan grande?
¡Oh, amor!, que solo reparas
en tu gusto, porque haces
cosas injustas, dirás
que fue disculpa bastante
el haber nacido ciego.
(Salen DON JUAN y PEDRO.)
INÉS:
¿Llamaron?
DON JUAN:
Entra y no llames.
PEDRO:
¿Tomas ya la posesión?
DON JUAN:
Vengo, mi señora, a darte
satisfación de la fe
con que supiste obligarme.
Veisme aquí, si por ventura
asegurar deseaste
la esperanza de ser tuyo,
para que ya no se alaben
cuantos hicieron finezas,
que fueron con esta iguales.
¿Qué importa que desde Abido,
Leandro, el estrecho pase?
¿Qué mal se iguala al enojo
de un noble y airado padre?
Sacando yo la licencia,
Elena, para casarme,
probando que no tendría
efecto con publicarse,
no faltó quien se lo dijo,
aquí no es justo casarte.
Con pintar tigres, leones
y otras fieras semejantes,
sacó la espada, no pudo
por los presentes matarme.
DON JUAN:
Y porque llevaba yo
dos ángeles que me guarden,
cerró las puertas, en fin,
y mandó que me arrojasen
por las ventanas mi ropa.
Yo, pretendiendo probarle,
tomé el traje en que me ves,
y para partirme a Flandes
le pedí la bendición;
mas fue tan inexorable,
que no la pude alcanzar;
mas déjame que le alabe
de una cosa que en sus iras
me ha parecido notable.
No me ha echado maldiciones,
como muchos padres hacen
neciamente, porque a muchos
quiere Dios que los alcancen.
Esto me ha dado consuelo
y esperanza de gozarte
en paz dulce, prenda mía,
que algún día haremos paces.
Es justo acuerdo y es fuerza
por algún tiempo ausentarme
de Sevilla y dar lugar
a que este suceso pase.
Porque el mayor dura un mes,
al fin del cual a casarme
volveré a Sevilla alegre;
tú, en tanto, mira que pagues
esta fe, este amor; no puedo
pasar mi bien adelante.
PEDRO:
¿Andamos con la cebolla
tan tiernos que, en todas partes,
lloramos sin ocasión?
ELENA:
Pensé, don Juan, alegrarme
con verte, y estoy más triste
habiéndote visto que antes.
Todo el discurso fue alegre
hasta llegar a ausentarte.
Porque, ¿dónde habrá paciencia
que para tu ausencia baste,
siendo perderte de vista,
no presumiendo que engañes
una mujer que te adora?
Porque para no casarte
no era menester dejar
la riqueza de tu padre,
la dignidad de tu oficio,
dando lugar a que hable
toda esta ciudad de ti;
pero si es fuerza dejarme,
dime donde vas, mi bien.
DON JUAN:
El amor, Elena, es grande
que mi padre me ha tenido,
y aunque éste puede templarse
con el agravio, es muy cierto
que en mi ausencia ha de obligarle
a notable sentimiento
con que piadoso me llame.
Iré a la corte, y allí
escribiré por instantes
al mayor amigo suyo,
para que el perdón me alcance.
Vuelvo a firmar la palabra
de ser tuyo y, porque es tarde
para pasar atrevido
con las postas por su calle,
solo te pido...
ELENA:
Detente,
mi señor, que es agraviarme
pedirme fe, ni memoria,
porque primero que falte
a tantas obligaciones,
se verán las altas naves
deste río en las estrellas.
Y que las estrellas bajen
a ser de sus aguas peces
y, rompidos los cristales,
del cielo caerán sus polos,
dividido el sol en partes.
¿Qué mujer debe en el mundo
amar tanto, aunque llegase
a perder por ti mil vidas?
PEDRO:
En fin, Inés, hoy se parten
soldados los que ayer fueron
pacíficos estudiantes.
Así va el mundo.
INÉS:
¿A qué mano
picaron?, ¿pensarás darte
en aquel Madrid con plumas?
PEDRO:
¿Con plumas?, ¡qué disparate!
Mal conoces sopalandas.
Gorrón, echaba yo lances
famosos, que donde quiera
se cuelan los deste traje.
A dos veces de ver plumas,
lo que no pasa se sabe;
échanse mucho de ver,
mas ya mi amo se parte,
has de tener fe en ausencia.
INÉS:
Antes, Pedro, que me falte,
estará el sol donde suele,
porque, ¿quién podrá quitarle
de dónde le puso Dios?
PEDRO:
Estas sí que son verdades.
DON JUAN:
Mi bien, yo me voy, adiós,
que partirme apriesa nace
de que este tiempo que pierdo
para la vuelta se alargue.
ELENA:
El cielo vaya contigo,
Pedro, mira qué regales
a don Juan.
PEDRO:
Sin ti, señora,
no habrá regalo que baste.
¿Qué mandas para Madrid?
ELENA:
Que acuerdes, si me olvidare,
a don Juan.
PEDRO:
No me lo digas,
ni tanta firmeza agravies.
ELENA:
Abrázame, Pedro.
PEDRO:
Tente.
que harás que don Juan me abrase,
para quitarme el abrazo.
ELENA:
Celosa quedo y cobarde.
PEDRO:
¿De qué?
ELENA:
De ver que se pone
el sol que en mis ojos sale
que un Madrid y aquellos años,
¿qué lealtad quieres que guarden?