La envenenada: Hace dos días

Hace dos días
de Felisberto Hernández

Ahora, escribiré la historia de unos momentos extraños. Me parece que tengo simplemente la ocurrencia de escribir esa historia y el deseo de realizar esa ocurrencia, como si los momentos ésos no me hubieran pasado a mí. Pero cuando ellos pasaron, yo no tenía simplemente esa ocurrencia y ese deseo: tenía la violenta y desesperante necesidad de que esos momentos quedaran como fotografiados con el mayor número de detalles, para que después, ella, a quien amo, los supiera, y entonces yo podría hacerle las preguntas que se me salían en esos momentos.

Ahora, me parece que eso pasó hace mucho tiempo; pero eso pasó hace dos días y al poco rato de oscurecer. No sé si a ella, a quien amo, le habrán pasado momentos parecidos, y esto precisamente, era lo que más me desesperaba en aquellos momentos. Yo estaba solo y en mi casa; ella estaba lejísimo y no sé si estaría en su casa. Los dos estamos en plena enfermedad de amarnos; hace dos días mi enfermedad recrudeció de pronto y tuve un ataque tan agudo como si me fuera a morir. En ese ataque, me parecía que la vida se me salía del cuerpo para que ella la tomara en sus manos; pero ella estaba lejísimo y no sabía, y no sé si presentiría lo que a mí me pasaba. Yo, en el ataque, quería saber si ella me amaría tanto, y si habría tenido en momentos que yo no supiera, ataques parecidos. Entonces, me golpeaba la cabeza con la punta de los dedos y me preguntaba: “¡¿Qué cosa sentirá ella en esta misma cosa?!”.

Ahora podré acomodar tranquilamente el mayor número de detalles; pero hace dos días y al poco rato de oscurecer, yo andaba entre las paredes de esta pieza y creía que con un solo detalle que pudiera quedar, estaba todo arreglado; pero ese detalle tendría que ser tan justo, tan verdadero, tan igual, que ahora, pensándolo despacio, me parece monstruoso. En aquel momento yo pensaba que si ella, a quien amo, viera y sintiera cómo era el color verde de estas paredes, estaría todo arreglado; pero yo no podía darme cuenta de la cantidad de cosas que en mi desesperación, me hacían ver este color verde así. Además el color verde era lo que más veía, pero no lo veía con una impresión definitiva de la visión: recuerdo que cuando quise concretarlo, elegí para concretar otra cosa, y entonces pensaba: haré un rayoncito en la mitad de un papel y después le diré: “¿Ves este rayoncito?, cuando lo hice te amaba espantosamente”. Pero enseguida me chocó que el rayoncito fuera en la mitad del papel, porque me imaginé ese papel en un cuadro con marco y vidrio. Yo sentía que todo eso se me iría y yo no lo podía concretar, como que tenía mucho tiempo y lo desperdiciaba con mi imprecisión. Pero ocurría otra cosa, y era que la condición de ese estado de espíritu, casi implicaba no poder concretar de él otra cosa, que lo que después sería recuerdo; y por eso me golpeaba la cabeza con la punta de los dedos y pensaba: “¡¿Qué cosa sentiría ella en esta misma cosa?!”.

Ahora, yo recuerdo, y me vuelvo a excitar un poco; pero en aquella excitación, también quise escribir: andaba alrededor de este mismo escritorio y empecé por escribir dos veces el monosílabo “ya”; pero en el momento que escribía la segunda vez “ya”, me venía dando cuenta de que “eso” pasaría, y me pregunté, si precisamente cuando había decidido escribir, era porque el ataque me disminuía; pero enseguida me di cuenta que no, que el ataque me duraba, que tenía una inercia muy grande, que la necesidad de hacer algo que quedara no podía detener “eso”, que alguien que observara no podía notar el grado en que se detenía o entorpecía esa marcha. Sin embargo, tuve miedo de que “eso” se detuviera, y decidí no escribir y que no quedara nada; pero empecé a pensar cosas, que fatalmente detuvieron “eso”. El escritorio me parecía un burgués que me obligaba a acomodar todo con calma, porque yo en mi fiebre no podría decir de golpe cómo era todo aquí y en ese momento. Si yo hubiera sido un empleado con méritos de mil años, y hubiera pedido en compensación una sola irregularidad; si hubiera pedido el avión más veloz para ir hasta ella, tampoco hubiera llegado a tiempo; y además, todo hubiera sido distinto. Entonces me empezó a parecer absurdo lo de los ferrocarriles y las cartas y los carteros: todo había que hacerlo lento, medido y como con odio.

Ahora, yo recuerdo cosas que no son de tanta violencia interior, que son más exteriores e inconscientes, pero que son mucho más bellas. Cuando yo andaba por entre estas paredes verdes y tenía el ataque de amarla, llegaba hasta la puerta, y aunque no la abría, sentía cómo era afuera la calle que pasa por mi casa y los árboles de enfrente; y todo esto, junto con ella. También, a veces, caminando en sentido contrario, cruzaba una cortina amarilla y llegaba hasta el patio que tiene paredes de color naranja, y que en ese momento estaba un poco oscuro. En ese patio, al dar vuelta en la semioscuridad, también tuve momentos extraordinarios. Poco después que pasaron aquellos momentos extraños en que andaba por esta pieza y el patio, y sentía cómo era la calle que pasaba por mi casa y los árboles de enfrente; después que estuve en el escritorio y quise escribir; después que sufrí la traición de lo lento y lo medido; entonces, después, al mucho rato, pensé suavemente en ella y en mí: me imaginaba cómo sería cuando nos diéramos el primer beso, cómo sería de ancha su cara cuando yo estuviera hundido en ella, y cómo sería el silencio de alrededor de ese beso.

Ester
Hace dos días
Elsa