La envenenada: Ester

Ester
de Felisberto Hernández

Una tarde vi pasear a muchas jóvenes por una plaza. Vi también a una que enseguida y violentamente se me separó de todas las demás. Caminaba muy ligero y llevaba la cabeza levantada; además tenía la frente ancha y abultada; además tenía el sombrero echado para atrás y pasaba el límite de la frente y el cabello: y todavía además, tenía en la parte de adelante del sombrero, el ala doblada para arriba.

La impresión que recibí fue violenta y me pareció que el espíritu me hacía equilibrio en sentir todo aquello como una cosa ridícula o como una cosa bella; pero esta sensación me duró muy poco, porque enseguida caí en la más emocionante y vertiginosa sugestión.

Esa joven tendría un nombre muy común: se llamaría Ester por ejemplo. Caminaba ligero siempre, y al pasar entre las otras, las otras parecían plantas que se movieran por una brisa suave. También parecía que si las otras pensaban que seducían mostrándose en un paseo reposado o con una indiferencia lenta, ésta pensaba seducir mostrándose de paso y como con una indiferencia obligada por dos propósitos: ir a un lugar determinado, y de paso buscar a alguien en la multitud: no importaba que no fuera a ningún lado y que nunca encontrara a la persona que buscaba. También parecía que si de las otras se esperaba un movimiento más rápido o más lento, de ésta no se podía esperar ningún cambio en su velocidad: hasta sus ideas, hasta las imágenes de sus sueños marcharían siempre con una velocidad grande y regular; lo extraño era precisamente que en ella todo fuera tan veloz y tan regular, tan normal, que su sistema nervioso fuera tan sano, que la sangre le circulara tan bien de pie a cabeza, que fuera tan espontánea, tal vez su imaginación fuera más espontánea que la de las otras al crear los medios de seducción; tal vez si mi espíritu se acercara al de ella, en ese mismo momento su destino tendría una esquina, y ella doblaría para otro lado.

Otra tarde en la misma plaza, vi pasar sola a la joven que se llamaría Ester. Descubrí que su belleza era agresiva, aunque su agresividad no fuera contra nada, igual me parecía que era agresiva, que ésa era la calidad de su belleza; tal vez desafiara la vida, pero en ese momento yo no le hubiera llamado vida a lo activo y misterioso de las personas y los hechos: en aquella tarde yo le hubiera llamado vida al aire que estaba alrededor de las plantas y de los bancos de la plaza. Ella desafiaba tal vez a eso, y las puntas de su saco abierto se doblaban un poco para atrás al caminar ligero. Llevaba en la mano un libro y yo pensaba cómo sería aquella naturaleza estudiando; estudiaría cómo se ponía el saco: un poco por costumbre y otro poco por necesidad, pero ni el estudio ni el saco eran lo principal para ella, aunque tampoco se supiera qué era lo principal; parecía que cuando llegaban a su espíritu las emociones, ella les diera entrada y salida con tal espontaneidad, que no se sabría nunca qué sería lo principal para ella misma.

Al estudiar, no le preocuparía no entender algunas cosas, y éstas le quedarían tan espontáneamente dobladas para atrás, como las puntas de su saco al caminar ligero. No se podía pensar si era inferior por no comprender todas las cosas bellas, o era superior por no interesarles; pero no importaba el grado de comprensión que tuviera de las cosas; lo único que se pensaba, era que en aquel momento su comprensión estaba en el grado espontáneamente relativo a su naturaleza, a su ambiente, a su casualidad, y nada más. Entonces yo empecé a amarla, por la incomprensión que ella tendría de muchas cosas.

Otra vez que fui a la plaza y vi pasear a muchas jóvenes pensé que volvería a pasar Ester y todo estaría parecido al primer día. Y volvió a pasar de la misma manera, pero las cosas no ocurrían como yo suponía: había por encima de todo una diferencia tan extraña, como si aquel día fuera una falsificación del primero. Sin embargo, ahora, yo amaba muchísimo a Ester; el amor se me había angustiado, y cuando Ester pasaba cerca mío, la angustia se me aceleraba. En la aceleración que ella me inspiraba no podía volver en mí, no me podía detener ni un momento si hubiera querido crear medios para seducirla. Yo también hubiera querido seducirla violentamente, y pensaba en dos cosas: guardar un silencio absoluto del interés, o dar un espectáculo que tal vez nunca a los guardianes se les hubiera presentado la ocasión de intervenir; yo la hubiera detenido, le hubiera detenido su manera de pasar y la hubiera besado ante todo el mundo. Estas dos cosas eran como dos paredes en mi cabeza, y las ideas me iban de una a la otra con tanta velocidad y tanta decisión, como le circularía la sangre a Ester; me parecía que las ideas al ir de una pared a la otra, sentían que recorrían un gran espacio y yo sintiera el roce en ese espacio y las ideas se me volvieran de fuego.

Pero esa misma noche apareció un pedacito de lo que yo no hubiera querido que interviniera en mi gran amor a Ester: aquella cosa tan real, tan descoincidente con el deseo y con el esfuerzo del pensamiento para preverla, eso es, apareció lo imprevisto, lo de siempre. Y empezó así; yo mostré sin querer mi interés en el momento que pasaba Ester; ella lo advirtió y me mostró indiferencia; yo pensé en la defensa de las mujeres al demostrarnos lo que no sienten, eso que creemos que cuando las observamos las descubrimos y que sin embargo es al revés, que la defensa de ellas está cuando las observamos precisamente, porque ellas se hipnotizan con el asunto dejando para sí el mínimum de conciencia de lo que sienten. Pero eso mismo, eso que nosotros lo descubrimos cuando no estamos cerca de ellas y que yo pensaba que ocurriría, eso no fue lo que ocurrió: ocurrió lo imprevisto, lo de siempre, lo que es más amargo cuando llega lentamente.

Al principio de la indiferencia de Ester, yo pensaba que sencillamente yo estaba en esa provisoria inferioridad de la que después se reacciona; mi angustia estaba nada más que en el deseo de empezar todo de nuevo como cuando los niños arrancan la hoja de la plana en que una letra les ha salido torcida. Pero a medida que pasó el tiempo, me di cuenta que por aquella cosa tan clara como era Ester, había entrado otra vez en la oscura, en la imprevista, en la de siempre. A veces el destino de Ester no tenía una esquinita que la hacía doblar para otro lado, a veces doblaba para mi lado, pero era lo mismo que si doblara para el otro, tal vez si hubiera doblado para el otro hubiera estado más cerca de mí; pero sencillamente descoincidía. Si yo hubiera sentido placer en crear un medio para que ella lo utilizara y le sirviera para despreciarme, tampoco ella lo hubiera utilizado, ella descoincidía, sencillamente descoincidía conmigo. Tampoco se daba cuenta ella cómo la amaba yo y con qué ganas deseaba que las cosas no fueran así. Si los hechos hubieran sido amigos míos yo les hubiera hecho una pequeña seña y ellos hubieran entendido.

Una mañana Ester caminaba por la plaza. Yo caminaba muy cerca y muy detrás de ella; parecíamos un ferrocarril; yo sentía cómo era, tanto el aire que le daba en el ala de su sombrero doblada para arriba como el aire que le doblaba las puntas de su saco para atrás. De pronto no vi a Ester extraordinaria, ni tampoco tenía pena por no verla extraordinaria. No me di cuenta cuándo fue que mi destino tuvo la esquina: debíamos haber parecido que el ferrocarril se enloquecía y que yo era un vagón que se desprendía y tomaba por otra vía. Al mucho rato yo estaba sentado en un café y seguía sintiendo lo imprevisto; pero con un poco de tranquilidad, además la tranquilidad era también un poco extraña y además yo me rebelaba otro poco.

Ester