La de los tristes destinos/XXXII
XXXII
«Cálmate... repara con quién hablas -le dijo Tarfe gravemente-. Disculpo tus inconveniencias, reconociendo tu ofuscación... Yo no calumnio, yo no miento... Repito lo que me han dicho personas dignas de todo crédito...».
-Es falso -replicó Ibero con estridente voz-. Yo afirmo que miente quien tal ha dicho, y espero encontrar al infame para partirle el corazón y no dejarle gota de sangre en el cuerpo.
-Muy bonito, muy trágico... de pura tragedia provinciana y de guardarropía... Si no te moderas, llamaré a la Guardia civil... Deja a un lado el furor, arma vieja que no sirve para nada, y ven a la razón...
-No vengo ni voy más que a mi protesta contra ese engaño; no voy ni vengo más que a matar al que me ha deshecho mi vida, sea quien fuere... Don Manuel, perdóneme que le haya dicho lo que a usted no debo decirle, porque usted no es culpable; el culpable es mi Destino, yo quizás, que nunca debí separarme de ella.
Del furor pasó a una intensa congoja que le hizo derramar algunas lágrimas. De este fondo de amargura rebotó al instante, subiendo de golpe a las alturas de la desesperación, y otra vez invocó al Cielo y al Infierno, agotando el caudal de palabras groseras, y se golpeó el cráneo, y azotó con mano iracunda los acolchados asientos... En vano intentaba el amigo sosegarle, arrepentido de haberle dado el jicarazo sin sospechar sus terribles efectos. Manolo Tarfe no comprendía que por la infidelidad de una mujer corrida como Teresa se disparase con tanto vuelo la pasión de un hombre del siglo. El romanticismo, ya pasado de moda en el Teatro, no había dejado ni una chispa de fuego en las almas glaciales de los señoritos de la clase media.
Pasada la estación de Santa Cruz de Mudela, Santiago, en un nuevo acceso de rabia, balbucía quejas y amenazas entre resoplidos; cayó al fin en silencioso marasmo, que aprovechó don Manuel para derivar el espíritu del pobre riojano hacia las ideas apacibles. «Podrá ser que me hayan engañado, y que todo resulte fábula... En Madrid sabrás la verdad...». A las nuevas preguntas de Ibero, contestó: «No puedo afirmar que encontremos a Teresa en Madrid. Lo que sí aseguro es que hace días la vieron en San Sebastián, tan bien disfrazada, que tardaron en reconocerla. Del nuevo protector de ella sólo sé que es título de Castilla, y de gran posición...».
-Mentira, mentira -clamaba Santiago, tapándose el rostro, como para librarse de una visión siniestra-. Lo que cuenta usted no cabe en la realidad humana... está fuera de la Naturaleza...
-Hazte cargo de que estamos en pleno cataclismo. Revolución pública, revolución privada... Eres un caso de mudanza dinástica... Lo que te digo: filosofía, respeto a los hechos consumados.
-Ahora veo todo lo vulgar, todo lo indecente y chabacano de esta revolución que ustedes han hecho -dijo Ibero con negro pesimismo-. ¡Inmensa y ruidosa mentira! La misma Gaceta con emblemas distintos... Palabras van, palabras vienen. Los españoles cambian los nombres de sus vicios.
En cada parada del tren, Tarfe y sus amigos repartían el Manifiesto de Cádiz y los números de La Andalucía. Saludados eran con vítores, canticios roncos, augurios ardientes de un risueño porvenir. Ayudando a repartir proclamas, Ibero decía entre dientes: «Tomad, tomad vuestra alfalfa, borregos de la Revolución». En Alcázar y Tembleque su intensa amargura se desbordó en las formas de sarcasmo más envenenadas; extremaba su falso entusiasmo gritando: «¡Viva el Pueblo libre! ¡Abajo la Iglesia! ¡No más Trono ni Altar! ¡Venga la República, venga el Comunismo!».
Pasado Aranjuez, hallándose el hombre en un estado de profundo agotamiento muscular y nervioso, Tarfe se dispuso a pasar la mano por el lomo del pobre león herido. «A poco que reflexiones en el hecho que hoy te parece una desgracia, comprenderás que es más bien un favor del Cielo... ¿Qué podías tú esperar de Teresa? Alégrate, tonto, de recobrar tu libertad... ¡Libertad... España con honra!... Eso hemos gritado... Pues con honra y libertad, ya estás en camino para volver a la sociedad a que perteneces, y en la cual por tu mérito te corresponde un puesto, una posición quiero decir... Como ahora estamos en candelero, gracias a Dios, yo te aseguro que para entrada... fíjate, para entrada, puedes contar con una plaza de diez y seis mil reales, ya en Hacienda, ya en Fomento. Pronto te subiremos a veinte mil... No puedes quejarte...».
Aturdido por su propia locuacidad de señorito parlamentario, no se fijó bien Tarfe en el rostro de Ibero, ni supo leer en él la expresión intensamente despectiva con que escuchada fue la promesa de protección. Irónico, destilando amargura, agradeció Santiago la generosidad del caballero, que a todos los buenos españoles quería dar abrigo y pienso en los pesebres burocráticos. Desde aquel momento, el infeliz Ibero, solo, errante, sin calificación ni jerarquía en la gran familia hispana, miró desde la altura de su independencia espiritual la pequeñez enana del prócer, hacendado y unionista... Hablando poco, aplicado cada cual a sus particulares pensamientos, llegaron a Madrid.
Toda el alma de Ibero ardía en un deseo furioso: acudir pronto a donde pudiera descifrar el tremendo enigma de su vida. En su última carta a Teresa le había dicho: «Escríbeme a Madrid con doble sobre y esta dirección: Vicente Halconero y Ansúrez. Segovia, 3». En la estación despidiose de Tarfe, y cogiendo el primer coche que encontró, se fue derecho a interrogar al oráculo: Segovia, 3... Eran las dos de la tarde del 29 de Septiembre de 1868.
Recorriendo calles, vio el loco júbilo de Madrid, banderas, colgaduras, cuadrillas de paisanos armados que pronunciaban la sentencia histórica con vivas y mueras. Un letrero toscamente pintado dijo a Ibero que había caído para siempre la raza de los Borbones, y que a la Dignidad Suprema subía la Soberanía Nacional, la Voluntad del Pueblo... Este proclamaba su triunfo en alta voz, con alegre deambulación por las calles... El coche en que Santiago iba al negocio de su enigma tuvo que detenerse más de una vez por lo apretado del gentío. El cochero, que había brindado por los redentores de España en innúmeras tabernas, se ponía en pie en el pescante y echaba toda su voz gargajosa en loor de Prim, Serrano y Topete... Por fin, venciendo apreturas y dando tumbos sobre el infame piso de Madrid, llegó Ibero a la calle de Segovia, donde fue su cruel pitonisa la portera del número 3, que le soltó este oráculo triste: «Los señores han ido a la vendimia. No puedo decirle si hoy están en la Villa del Prado o en Méntrida. No se canse en subir, pues no hay nadie en la casa». Helado quedó Ibero. Su primer impulso fue emprender el viaje a la Villa del Prado. Luego pensó que lo más práctico era tener domicilio en Madrid, escribir a Vicente Halconero, pidiéndole la carta si la tenía, y proseguir las averiguaciones visitando ante todo a la sutilísima tramposa.
Entregó su maleta a un chico mandadero, y llevándole por delante, encaminose a la calle de Santa Margarita, donde alojado estuvo en los días de Junio del 66. ¿Existirían aún la sosegada y silenciosa casa, la bonísima patrona doña Mauricia Pando, y el tan ilustre como esmirriado huésped Juanito Confusio?... Al atravesar la calle, vio un denso grupo de paisanos armados que iba en dirección del Ayuntamiento. Llevaban un lienzo a modo de pendón, con la fatídica leyenda: Cayó para siempre la raza espúrea, etc. Del grupo se destacó un hombre de rostro encendido y sudoroso que llevaba sable colgado de una cuerda, y llegándose a Ibero, le obsequió bruscamente con un estrecho abrazo. Era Malrecado, agente de Seguridad pública. Quiso el voluble polizonte arrastrar a Santiago a la manifestación popular; pero este se negó: acababa de llegar de la batalla de Alcolea; tenía que ventilar en Madrid un asunto urgente, y lo primero era instalarse en la casa que habitó dos años antes. Interrogado el corchete sobre varios puntos, aseguró que el pupilaje de doña Mauricia Pando no había tenido variación. De la residencia de doña Manuela nada sabía... Reteniéndole casi a la fuerza, quiso Ibero saber si se hallaban en Madrid algunos amigos suyos que podrían ayudarle en la investigación emprendida. Díjole Malrecado que don Ricardo Muñiz estaba en aquel momento en el Gobierno Civil, armando con otros señores el tinglado de la Junta Nacional. Rivas Chaves debía de andar por los barrios bajos, que eran su terreno.
En esto, la procesión popular se atascó frente a Milaneses, chocando con otra que por la calle de Santiago venía de la Plaza de Oriente. La confluencia de las dos corrientes humanas produjo remolinos, más hervor y espumarajo de alegrías patrióticas. Torció Ibero hacia Herradores buscando paso franco, y tras él se fue Malrecado, en quien la frase de Ibero vengo de Alcolea determinó una fascinación irresistible. Venir de Alcolea era la mejor ejecutoria de valimiento político. La curiosidad y la ambición convirtieron al policía en satélite de Santiago. Corriendo a su lado, le refirió así los sucesos de aquel día:
«De madrugada se supo en Guerra que habíais ganado la batalla, y a eso de las ocho nos pronunciamos... El amigo Concha, don José, reunió Consejo de Generales, y se acordó nombrar Capitán General de Madrid a Ros de Olano, para que bajo el mando de este fraternizáramos pueblo y tropa. Yo, que estaba encargado de vigilar a la Junta Central revolucionaria, me puse a las órdenes de don José Olózaga... La verdad, como buen liberal, yo trabajaba por el Progreso bajo cuerda... Mandome don José en busca de Rivero, escondido en la calle de Tabernillas... Le llevé a la casa de López Roberts, calle de la Libertad, donde ya estaban Madoz, Figuerola, Moreno Benítez... Muñiz me cogió después para que le acompañase a sacar de la prisión a don Amable Escalante, y a reunir gente que se le agregara... Fue don Amable al Principal; habló con el General Ros; pidió que se le diera orden para tomar armas del Parque... corrimos a San Gil... volvimos... gritamos. Escalante arengó al pueblo soberano en la Puerta del Sol... Entusiasmo, delirio... Pena de muerte al ladrón... ¡Viva España con honra!... ¡Cayó para siempre, etc...! Amigo Ibero, siempre fui de la cáscara amarga tirando a democrático... Pues sigo: Ros de Olano nombra Gobernador de Madrid a don Pascual Madoz, el cual me dice: 'Malrecado, ves en busca de Vega Armijo, del pollo antequerano y de...' no me acuerdo de quién. Yo me volvía loco de tantos quehaceres, de tanto ir y venir... En estos trajines me coge Rivero y me dice: 'Malrecado, hágame el favor de avisar a don Vicente Rodríguez...'. Ya no me acuerdo de lo demás que me encargó, y que no pude cumplir, por tener que correr al Ayuntamiento detrás de don José Olózaga, llevándole un cartapacio con papeles... Junta reunida en el Ayuntamiento... Junta en el Gobierno Civil... yo loco, atendiendo aquí y allá... Don Manuel Cantero me manda llamar a Pepe Abascal; este me ordena que traiga a Rojo Arias, y por fin se constituye la Junta Nacional, que gobernará hasta que vengan los amigos Serrano y Prim... Ahora se están formando las Juntas de distritos, y si usted quiere, influiremos para que en el mío pueda yo entrar siquiera como suplente, pues méritos sobrados tengo para ello...».
Respondiole Ibero que a él no le importaban un ardite las Juntas. A Madrid venía por un negocio particular. Si a resolverlo le ayudaba el señor Malrecado, se lo agradecería mucho; pero sin darle recompensa metálica ni empleo, pues él no tenía dinero ni valimiento político. Oído esto, se enfrió de súbito el interés que al aventurero mostraba Malrecado, y pretextando quehaceres en otra parte, dio media vuelta y le dejó en la calle de Leganitos... Poco tuvo que andar Santiago para llegar a la presencia de doña Mauricia Pando, que le recibió con su habitual finura. «Pase usted, señor Conde, y descanse... Ocupará la misma habitación de hace dos años. No tengo ahora más huésped que el señor de Confusio, que en estos momentos anda por Madrid viendo cómo cuece el pueblo la Historia verdadera... Está muy triste, porque su protector Beramendi no ha vuelto todavía de San Sebastián... Venga esa maleta, y despida usted al chico mandadero... Pase a su cuarto. ¿Quiere acostarse, quiere comer algo?... Al punto le serviré. ¿Qué dice?... ¿Lavarse, escribir? Aquí tiene agua, jabón, tintero y pluma. Le traeré papel del que usa Juanito para escribir de los Reyes que aún no han nacido».
Mientras Santiago sacaba de su maleta la ropa limpia, la patrona informaba. «De Manuela Pez puedo decir a usted que ya no vive en la calle de San Ignacio, sino en la del Viento, esquina a la de los Autores, ¿no sabe?, en aquel altozano, frente al Arco de la Armería... Dos semanas hace que no la veo... Recibe algún dinero de su hija, y con eso y lo que aquí se agencia va tirando. A mi oreja ha llegado un rumor, salido, según creo, de la boca de Manuela Pez, y es que Teresita ya no está con el negro salvaje que la llevó a Francia, sino con un serenísimo Duque adinerado. No sé si es verdad. Si tiene usted interés en averiguarlo, váyase a la calle del Viento y hable con Manolita, que desde que se sublevó la Escuadra, según me han dicho, se pasa el día brindando por Serrano, Prim y Topete».
Pronto despachó Ibero su carta; luego redactó un telegrama para Madame Plessis, preguntándole por Teresa; devoró a prisa parte de lo que le ofreció la patrona, y salió para el correo y telégrafo. Despabiladas en corto tiempo estas diligencias, fue a la calle del Viento, donde no tuvo que hacer indagaciones para encontrar a la tramposa sutilísima, porque la suerte se la deparó en la calle rodeada de una turba de mujeres y chiquillos. Sólo por la exaltación patriótica podría explicarse la descompuesta facha y ademanes escénicos de Manolita. Arrastraba la buena señora una falda negra de larga y deshilachada cola, recamada del polvo y basura de la calle; cruzaba su pecho una toquilla o nube azul con desgarrones, y en su cabeza descubierta las guedejas grises mal recogidas tendían a enroscarse y esparcirse, como las serpientes de la cabellera de Medusa. Al público infantil y femenino que la seguía, arengaba con roncos disparates, que al llegar Ibero terminó de este modo: «¡Viva España con deshonra!... No, no, hijos míos: entendámonos. España con nuestra honra... somos la honra de España».