La de los tristes destinos/XXXI
XXXI
Retirose Lacy. Al cuarto de hora tomaba posiciones, y empujado por el General de su división daba la orden de romper fuego. Cazadores contra Cazadores embistiéronse a tiros; pronto lo harían cuerpo a cuerpo con encarnizada fiereza. El combate se generalizó entre Yegüeros y el Capricho; el cañón de las tropas de la Reina, que era de los de acero, de modernísima construcción, empezó a tronar desde las alturas lejanas; el cañón revolucionario, de bronce, algo anticuado, pero dirigido con más arte y conocimiento por López Domínguez, tronaba desde acá. Unas y otras piezas hacían estrago. Los proyectiles de la artillería enemiga, que en el aire trazaban horribles espirales, venían a caer muy detrás de la infantería de Serrano; sin reventar empotrábanse en el suelo blando, levantando la tierra en forma semejante a la de los montículos que hacen los topos... En el extremo izquierdo de la línea, donde el paisanaje armado ayudaba a los militares como podía, Leoncio se separó del grupo buscando a su amigo Ibero, a quien vio correr y perderse entre unas encinas. Creyó que estaba herido... Le encontró ileso, arrimado a un tronco, con muestras de fatiga y desaliento.
«No es cobardía lo que me ha separado de vosotros -dijo Ibero a su amigo-; es el espanto de ver cómo se matan unos a otros los hermanos... Disparé, vi caer muerto a un Cazador de Madrid... Tuve esa desgracia... Al segundo disparo no hice blanco; al tercero, sí... cayó, ignoro si herido o muerto, otro soldado de Madrid. No sé lo que me pasó al verlo... Rompí a llorar de pena... Creí que mataba a un hermano mío. Aumenta mi congoja el ver la ferocidad con que se matan estos y aquellos... y acaba de confundirme el verlos vestidos con el mismo traje. Un número no más los diferencia... Me ha entrado un terror muy grande sólo de pensar que puedo equivocarme de número».
-Yo también he sentido ese temor -dijo Leoncio-. Pero no hay más remedio que pelear. Seguimos la bandera de Serrano contra la de Novaliches, y si retrocedemos, nos tendrán por traidores.
-A todo seré traidor; pero no a la humanidad. Esta carnicería es estúpida... ¡La guerra civil!, ¡qué cosa más abominable!... Menos mal cuando se pelean los que quieren libertad con los que la aborrecen. Pero aquí, en uno y otro bando, todos piensan lo mismo. Métete en el pensamiento de ellos, examínalos por dentro uno por uno, y verás que no hay diferencia mayor en lo que desean... Todo es un puntillo de honor, un puntillo de disciplina y nada más...
-Sea lo que quiera, ven, y déjate de humanidades y tonterías... Si pensáramos siempre en la humanidad, no habría guerras ni gloria militar. Con tus ideas, viene necesariamente el desmayo, y si desmayamos, nos derrotará y destrozará el que trae la bandera de doña Isabel y su camarilla.
Cedió Ibero a la sugestión de su amigo, y se dejó llevar por él a donde este quiso conducirle. El Brigadier Salazar daba una carga feroz a los Cazadores de Madrid, que retrocedían hacia el arroyo de Yegüeros, dejando innumerables muertos en el campo. Los de Borbón y Cantabria, mandados por Alaminos, batieron la derecha de los de la Reina, persiguiéndolos y acosándolos entre los olivares. Ibero y Leoncio viéronse arrastrados por el pelotón de treinta carabineros con que Caballero de Rodas cazó en lo más intrincado de la espesura a innumerables hombres de Barbastro y Gerona. Leoncio mató hermanos; Ibero tuvo la desgracia de hacer lo mismo, y ambos se recogieron espantados de su triunfo, pidiendo a Dios con secreta oración que acabase pronto la inhumana y brutal pelea. Sentían opresión, ansia misteriosa de que todos los caídos se levantaran; de que el hierro de las bayonetas se convirtiera en cartón, y los fusiles en inofensivos juguetes.
Repugnaba en verdad a la conciencia patria (que es forma de conciencia de las más interesantes, en la cual se fundan el honor y la dignidad de las grandes familias llamadas Naciones) ver cómo tiraban a matarse tantos hombres vestidos con el mismo traje, llevando en sus armas y arreos los mismos signos de nacionalidad. Sólo se distinguían por un número. En aquel tiempo, los Cazadores vestían uniforme mal imitado de los bersaglieri italianos, con un sombrerito a la chamberga, ornado de plumas de gallo. El empaque parecía más cinegético que militar, pintoresco, algo tirolés o suizo. El pueblo español nunca vio en aquellas figuras de ópera cómica el aire de las tropas ligeras de nuestro país, tan queridas y admiradas. Por esta razón, los altos sastres de nuestro Estado Mayor General desecharon pronto el exótico traje, y cogieron las tijeras para hacer otro.
Llevado de su indomable tesón, Novaliches no vio, no quiso ver que tenía perdida la batalla, y destacó varios escuadrones al mando del príncipe italiano Conde de Girgenti. Avanzaron por el llano con tranquilo paso, como si asistieran a una parada. Nadie entendía los propósitos del General al disponer este movimiento, como no fuera el dar a la Historia un alarde de frío valor pasivo. La Caballería y su coronel Girgenti resistieron impávidos, recibiendo a su paso innumerables proyectiles de cañón, sin que se les presentara coyuntura de acuchillar a sus enemigos. Al cabo tuvieron que guarecerse de la lluvia de fuego al amparo del cortijo. Pero este fue incendiado por las granadas de la artillería de Serrano, y los bravos jinetes hubieron de retirarse sin hacer cosa de provecho: sólo habían demostrado un valor ineficaz... Aun después de este fracaso, el tenaz Novaliches, que sin duda tenía en su corazón el famoso No importa, emprendió el ataque del puente, la más temeraria locura que se podría imaginar. Embistió por la cabecera izquierda; lanzáronse con ímpetu los soldados, llevando al frente al valeroso Meca, capitán de Estado Mayor, que perdió la vida en los primeros sacudimientos del ataque. ¡Gloriosa vida, cortada bárbaramente en la flor de la edad!...
Desde la orilla derecha, Ibero y Leoncio, que con otros paisanos recibieron la orden de molestar al enemigo con frecuentes disparos, vieron la terrible porfía del puente. Caía la tarde, y el Occidente se encendió en un crepúsculo rojo, fondo muy apropiado, por su sanguinolento esplendor, a la fiera batalla. A poco de iniciado el ataque, empezó a debilitarse el rojo del cielo, y cuando los combatientes llegaban al delirio, aquel tono degeneraba en rosa... El regimiento de Valencia defendía con brava serenidad el paso del puente; los soldados que ocupaban los contrafuertes eran los más exaltados en la lucha y las primeras víctimas, por hallarse en posiciones sin más defensa que los curvos pretiles, semejantes a la mitad del brocal de un pozo. Desde allí, agachados, hacían incesante fuego. En los trances de mayor furia, el cielo de Occidente pasó del rosa al violeta, se diluía fundiéndose en el azul diáfano y puro, señal de paz. Pero la paz no venía para los hombres, que continuaban peleando cuando sobre ellos cayó el velo de la noche.
Desde su puesto en la orilla derecha, Ibero y Leoncio vieron la porfiada lucha que con intervalos breves se prolongó hasta las nueve de la noche o más, desarrollándose la trágica escena en una dulce penumbra cerúlea recamada de plata, pues la luna, en vísperas de nueva, alumbró antes de la puesta del sol con pálida faz, después con intensa claridad argentina. Las figuras de los guerreros sobre el largo puente, que reflejaba en las aguas del Guadalquivir la ringlera de sus ojos centrales, ofrecía un cuadro fantástico, tan bello como aterrador. La claridad plateada y lívida agrandaba los hombres; el suelo de la escena, de piedra dura montada sobre agua, acentuaba vigorosamente las voces furibundas con que se enardecían los combatientes para sostener su coraje.
La tenacidad heroica de las tropas reales no tenía otra finalidad estratégica que llevar a un punto culminante la disciplina y el pundonor de los que hacían el último esfuerzo en pro de Isabel II. Su grito era: «¡Viva la Reina! ¡A dormir a Córdoba!». Y a la Eternidad iban a dormir unos y otros, sin que doña Isabel ganara una sola línea del terreno perdido en el corazón de España. Es indudable que Novaliches se lanzó al frenético tumulto del puente por delirio caballeresco, buscando una muerte que pusiera sello de gloria a su inquebrantable lealtad. Herido fue gravemente en la quijada, y hubo de resignar el mando en el general Paredes. La figura de Novaliches, dando el rostro a la impopularidad para defender lo irremisiblemente perdido, infundiendo a sus tropas un ficticio entusiasmo y peleando contra la Libertad hasta quedar fuera de combate, es digna del mayor respeto, y aun de admiración.
Al retirarse el General de la Reina, habiendo apurado con escrupuloso tesón el cumplimiento de su deber, el puente estaba embaldosado de muertos. Fue preciso apilarlos en los pretiles para franquear el paso. En esta operación ayudaron los paisanos a los militares. Asistía la luna con su dulce claridad a este tristísimo despejo del campo de batalla. Extinguidas las voces de cólera y guerra, se oía una cháchara triste y zumbante, como un rezo por tantos difuntos. El general Serrano, después de disponer que el Ejército vencedor pernoctara en sus posiciones, se retiró a descansar en un carro de artillería. A sus allegados dirigió frases melancólicas, acordándose de sus hijos. Melancólica también era sin duda la victoria alcanzada por la Libertad. Los novecientos cadáveres de ambos ejércitos en aquella trágica tarde, entristecían el triunfo, y aumentaban la horrorosa estadística de vidas españolas sacrificadas por la fatídica doña Isabel o contra ella.
Hallábase Ibero junto a el Capricho, ayudando a disponer el vivac de los de Simancas, cuando una mano amiga le cogió del brazo. Volviose y vio la cara risueña de Tarfe, el cual le dijo: «Salgo pitando para Madrid. ¿Quieres venir conmigo?». Respondió Santiago con afirmación enérgica, añadiendo que anhelaba perder de vista el horrible matadero de hombres.
«Pacífico estás. La vista y el olor de la sangre despejan las cabezas ahumadas de ensueños de gloria. ¿Qué tal la frase?».
-No está mal, don Manuel, y yo añado que es verdadera. Los humos se escapan. Las grandezas lejanas se achican cuando nos acercamos a ellas... Crea usted que esta guerra civil me ha descorazonado totalmente.
-¿De cuándo acá, pregunto yo, se ha vuelto cordero el león, el que siendo aún cachorro quiso ir con Prim a la nueva conquista de Méjico?
-Ya en Linás de Marcuello sentí los primeros síntomas de esta enfermedad, o de esta curación, que lo mismo puede ser lo uno que lo otro. Pero aquello fue ligera sacudida... Ahora viene el desencanto como un desplome.
-Seguramente habrás echado la sonda en tu alma. ¿Atribuyes tu cambiazo al amor, a los espíritus?
-Los espíritus son los mensajeros del amor, señor don Manuel... Su misión es propagar la ley de amor en todo el Universo...
-Metafísico estás... ja, ja, ja...
-Es que el espanto de la guerra civil me ha trastornado... En fin, don Manuel, si se digna usted llevarme consigo a Madrid, vámonos cuanto antes. Tengo mucho que andar desde este campo de muerte a la paz de mi casa. ¿Por dónde y cómo iremos? ¿No está cortado el ferrocarril?
-En un carricoche que enganchado quedará dentro de cinco minutos, llegaremos a Andújar. Desde allí hay vía libre.
Brevemente dispusieron la marcha. Metió Tarfe en el birlocho algunos pliegos, cartas, paquetes de Manifiestos, ejemplares de La Andalucía de Sevilla, una cesta de provisiones, un maletín con ropa... Santiago añadió a esto sus armas y su corto equipaje, y a los pocos minutos recorrían la polvorosa carretera, alumbrados por la blanca luna. El vetusto coche iba marcando en la carrera un sonajeo rítmico; el cochero no soltaba de su boca las canciones patrióticas, poniendo en ellas el dejo triste de las quejumbrosas playeras; los caballos sostenían honradamente su paso, y cumplían su deber con suaves estímulos de la fusta.
Corriendo veían la desolación del ejército en retirada, soldados y oficiales medio muertos de hambre y cansancio, destrozados de ropa, menos quebrantados de moral porque su vencimiento les llevaba del campo de la Reacción al de la Libertad victoriosa, donde serían acogidos como hermanos. Iban maltrechos, consumidos; pero sin odio ni afán de inmediato desquite. En el Carpio, donde muchos estuvieron alojados hasta la mañana de aquel día, fueron acogidos con agasajo cariñoso. Todo el vecindario salió a recibirlos, pidiendo noticias de la batalla, celebrando el triunfo de la Revolución, sin creer que con esto lastimaban a los vencidos. «Patrona, aquí estamos -decía un oficial, entregándose al cuidado y a las atenciones de sus aposentadoras-, venimos muertos... nos han fastidiado... ¡Viva España! Dennos algo de comer...». Detúvose el carricoche de Tarfe en una de las principales casas del pueblo, cuyas puertas estaban bloqueadas por el gentío. Allí, el médico de Pedro Abad, don José Antúnez, hacía la primera cura al General Novaliches. No quiso proseguir Tarfe su camino sin informarse con vivo interés del estado del valiente caudillo de la Reina. El propio médico, terminada la cura, bajó a decirle que no podía dar un pronóstico satisfactorio.
¡Adelante! En su rápida marcha hacia Pedro Abad, hallaron los viajeros fuerzas del ejército vencido en Alcolea, que se retiraban sin perder su organización. Avanzada ya la noche, cuando no veían soldados, sino paisanos y mujeres que salían a la carretera ávidos de noticias, Tarfe, con relativa tranquilidad, habló a su amigo del trascendental hecho de armas que habían presenciado. Era un doblez de la Historia de España, una desviación de la vida española hacia los ideales de progreso... Innumerables lugares comunes salieron a la boca del buen caballero, entremezclados con incidentes y pormenores que archivaba su feliz memoria. «El General Novaliches se había portado como perfecto militar defendiendo hasta el último trance la causa de la Reina, y los dorados muebles que llamamos el Trono y el Altar... La conducta del Coronel de Pavía, Conde de Girgenti, esposo de la Infanta Isabel, merecía también sinceras alabanzas. El buen señor se hallaba tranquilamente en París, cuando le dieron aviso de la sublevación de la Escuadra, y con el aviso le llegó el olor de chamusquina. Corrió a su puesto, hizo lo que se le mandó, arriesgando la pelleja... Como era yerno de Isabel II, Serrano pondría a su disposición una escolta que le acompañase hasta la frontera de Portugal».
Oía y callaba el buen Ibero, más atento a las melancolías y vagos pensamientos pesimistas que en aquella para él triste noche embargaban su ánimo. Pero el caballero unionista, que con sólo un oyente mudo tenía bastante para soltar el chorro de su locuacidad, prosiguió su nervioso comentario de la jornada: «¿Y qué me dices de la intrepidez del General Rey, hechura y pariente de don Ramón María Narváez? La Libertad atrae a los que fueron sus enemigos. Rey mandaba la plaza de Ceuta; presentose en Cádiz a Prim, que le trató con dureza, madándole que se pusiese a las órdenes de Serrano. Ya viste cómo ha cumplido el hombre... ¿Dices que el empuje revolucionario lleva demasiada fuerza y que llegará más allá de donde quería ir? Soy de la misma opinión... Y el que se queda más atrás en esta carrera es mi amigo Montpensier. ¿Sabes que ofreció a Serrano su cooperación personal, y que Serrano la rehusó cortésmente? ¿Sabes que envió caballos de silla y que estos se volvieron por donde habían venido?». Ibero no sabía nada de esto, ni le importaban las oficiosidades pretendentiles del de Orleáns.
Cerca ya de Montoro, contó don Manuel a su amigo la trágica muerte de Vallín, emisario de Serrano en el campo realista. Menos afortunado que Ayala, Vallín tuvo la desgracia de tropezar con un furioso. Su altanería se estrelló en otra altanería mayor, quizás algo vesánica... Apenas entraron en la ciudad, sorprendió a los viajeros un hecho satisfactorio. Las autoridades civiles y militares, que habían olido ya la quema, estaban a medio pronunciamiento, y con las noticias traídas por Tarfe se procedió a formar la inevitable Junta revolucionaria. Para mayor dicha, supieron que desde Montoro estaba la vía corriente hasta Madrid. ¡Qué alegría! Todo era bienandanzas aquella noche. Como el único tren disponible era el Mixto, que allí debía formarse a las cuatro de la madrugada para llegar a Madrid a las diez de la noche siguiente, Tarfe pidió un tren especial, en el cual, aun saliendo después de media noche, podría llegar a la Corte a la una o las dos de la tarde del 29. Su impaciencia y las órdenes que llevaba exigían ganar horas, minutos.
A la una próximamente salieron en el tren especial, compuesto de una máquina, dos coches y un furgón. Tarfe, Santiago y dos caballeros de Montoro ocuparon el primer coche; en el segundo iban tres parejas de la Guardia civil. En cuanto cayó en las blanduras del departamento de primera, Santiago pagó su tributo al sueño, con quien estaba en atrasada deuda. Tarfe durmió hasta el paso de Despeñaperros, y entre Vilches y Venta de Cárdenas, alumbrado ya el coche por el nuevo día, viendo que su compañero sacudía la pereza, abrió la cesta de provisiones, en que traía emparedados y un Jerez exquisito. Sin dar parte a los señores montoreses, que como troncos dormían, repararon sus cuerpos extenuados, y entablando de nuevo conversación, Tarfe dijo a Ibero: «Has descansado, has hecho por la vida. Ya estás en disposición de que yo te dé una noticia desagradable... No pongas ojos tan fieros... No te anticipes a la verdad; escucha tranquilo, y provéete de filosofía... Allá voy; ten calma... Pues sabrás que Teresa vuelve a ser lo que fue... Ha triunfado mi tocaya doña Manuela...».
Del estupor pasó Ibero a la explosión colérica, pidiendo explicaciones, aclaraciones, pruebas... invocando al Cielo y al Infierno como testigos contra el deslenguado calumniador.