La de los tristes destinos/XXVIII

XXVIII

-Hombre, ya... ya recuerdo. ¿Cómo tú aquí?

-Se lo contaré... Debo la felicidad de estar a bordo, cerca de Prim y de usted, a los señores Blanco Hermanos, que me han favorecido... Para mí no hay mayor gloria que servir a la Causa... A donde vaya Prim voy yo. Denme ustedes ocasión de hacer algo, por poco que sea, en provecho de esa gran idea...

-Bien, hijo, bien. Tú pitarás, tú pitarás. Arrimémonos a la borda, donde estaremos más aislados para charlar un poco. Cuéntame: Clavería me dijo que estuviste preso...

-Sí, señor... Pinché a un irlandés renegado que habló mal de los españoles... Fue un pronto que tuve. No pude contenerme. ¡Quince días de aburrimiento, de congoja... y sin saber lo que sería de mí! El trato de la prisión no era malo. Me daban bien de comer, y me permitían escribir a mi mujer y recibir las cartas de ella.

-¡Tu mujer! -exclamó Sagasta riendo-. ¿Pero eres tú casado?

-Casado precisamente, no. Pero para mí y para ella es lo mismo. Somos felices.

Agradeció Ibero la benevolencia de Sagasta, que escuchaba risueño. Con el mismo regocijo había escuchado el señor Santa María la picaresca historia de su dependiente. «Le contaré -dijo Santiago- cómo he podido colarme en este vapor. Al verme preso, escribí a mi principal y este repitió a los señores Blanco la recomendación de mi persona, rogándoles que hicieran por devolverme la libertad... Don Jaime Blanco, que es el más joven de la casa, nieto del viejecito don Félix, me tomó afición; fue a visitarme en la cárcel dos o tres veces... le conté mi historia... También se reía... Cuando me vi libre, dije a mis favorecedores que mi mayor gusto sería embarcarme en el vapor que llevase a España al General Prim. El día 10 supieron los Blancos que don Juan embarcaría en el Delta. Y vea usted por dónde la Providencia me favoreció, colmando por el momento todas mis ambiciones. Un día, explicándole yo a don Jaime Blanco por quinta vez mis manías patrióticas, me dijo lo mismo que usted hace un rato: Tú pitarás. Y he pitado y pito, porque don Jaime está casado con la hija del proveedor de la Mala Real Inglesa, un Mister Prescott que tiene a su cargo el servicio de fondas de todos los vapores de la Compañía, y el personal de mayordomos, despenseros, camareros y limpia-platos... ¿Verdad que he tenido suerte? Todavía me parece sueño... Esta mañana le serví a usted el café, señor don Práxedes, y no me conoció...».

-Hay poca claridad en la cámara -dijo Sagasta, recogiendo su sonrisa y poniendo en su rostro ligera expresión de severidad-. Esa travesura que me cuentas, el colarte aquí para ir a Gibraltar con nosotros, podría tener, a pesar tuyo, algún inconveniente... Ese proveedor de los vapores, a quien debes tu colocación, ¿sabía que Prim embarcaba en el Delta?

-No, señor: nadie más que don Jaime Blanco lo sabía. Mister Prescott me admitió como ayudante de camarero, hasta Gibraltar nada más, por estas razones que le dio don Jaime: que yo servía en un barco español naufragado en Bristol; que tengo mi familia en Algeciras: que carezco de recursos para volver a mi país. Esto y más le dijo... pero nada de Prim ni de política.

Sin darse por convencido absolutamente, inclinábase don Práxedes a recibir por buenas las razones del riojano y a creer en su lealtad. No dio a Ibero formal promesa de apoyarle en su pretensión de ser incorporado a los acompañantes de Prim; pero le ofreció consultar el caso y darle respuesta definitiva antes de llegar a Gibraltar. Separáronse después de esto, pues su conversación era ya demasiado larga, y Sagasta se volvió a su litera, de donde ya no salió en todo el día.

En el siguiente, navegando a lo largo de la costa de Portugal, Ibero se dio a conocer a Ruiz Zorrilla, dentro de la cámara, aprovechando una ocasión en que nadie podía escucharles. Don Manuel recordó la fisonomía del joven emigrado, y los encomios que de su ardimiento y fidelidad a la Causa le había hecho por escrito Santa María. No fue preciso más para que se estableciera entre ambos revolucionarios, el grande y el chico, una corriente de simpatía y confianza. «Aunque contamos con la Marina -dijo don Manuel en el tono sigiloso que era ya un hábito por el largo ejercicio de la conspiración-, yo me mantengo reservado... Si me preguntan por qué desconfío, contestaré que estas cosas no pueden razonarse. En los Cuerpos armados hay muchos liberales de buena fe, que en los acaloramientos del patriotismo prometen lo que después, en las frialdades de la ordenanza, se queda sin cumplir... Sabemos que el mes pasado estuvo la Zaragoza en Lequeitio; que la Reina, con la mar picada, fue a visitar el barco... Doña Isabel no se marea nunca: lo que hace es marearnos a todos... Pues a bordo de la Zaragoza la obsequiaron los señores marinos, y el bravo Malcampo le rindió los homenajes de ritual... ¿Quedó Malcampo, después de la visita regia, en la misma disposición que tenía antes de ir a Lequeitio?... Te advierto que Topete, Malcampo y Prim apenas se han tratado. Pronto hemos de ver lo que de esto resulta... Entiendo que mañana llegaremos a Gibraltar... Tú, si no te doy órdenes en contrario, te arrimas a mí, como si fueras criado mío, y trasbordaremos a una lancha, a otro vapor... todavía no lo sé... Aún estamos en la esfera de lo desconocido, de lo dudoso... ¿Cuándo entraremos en lo cierto?». Suspiró, y llamado por Denis, se fue al camarote de Prim.

Un ratito de palique tuvo Ibero con el bondadoso franchute, criado del General. Oyéndole hablar español, quiso Denis meterle los dedos en la boca para que vomitase su nombre, condición y lo demás que al parecer ocultaba; pero Santiago no se dio a partido, y supo hacer la comedia de que ignoraba la jerarquía y calidad de los pasajeros a quienes servía. El de Reus continuaba invisible... El tiempo empezó a ponerse fosco a la altura de Lisboa, y cuando el Delta, al atardecer del 15, asomaba las narices al Cabo de San Vicente, recibió la bofetada de un levante frescachón, que fue aumentando en violencia cuanto más se aproximaba el vapor a la boca occidental del Estrecho. Con balances molestísimos para todo el pasaje llegó a la bahía de Gibraltar en la mañana del 16... Al punto atracaron multitud de botes y lanchas. Entraban los de Sanidad y la Policía del puerto; salían pasajeros que habían terminado su viaje; invadían el vapor mercaderes de fruta, chamarileros, ganchos de fondas. En la gran confusión de cubierta, vio Ibero a don Juan Prim con traje usual de paisano, despidiéndose de los Condes de Bark; vio a Sagasta y Zorrilla, y a este se arrimó, aliviando a los dos de las maletas que cargaban.

Vestido aún de la chaqueta azul de camarero, Santiago se abrió paso, a codazo limpio, entre la densa multitud... Llegó a verse muy cerca de Prim, a quien expresivamente saludaron dos señores que acababan de subir a bordo: en uno de ellos, alto, picado de viruelas y con gafas ahumadas, reconoció a don José Paúl y Angulo; al otro no conocía: después supo que era el Coronel Merelo... Con trabajo llegó Ibero a la escala: delante de él iba Denis, agobiado de diferentes bultos. Al fin pusieron el pie en una lancha; vio a Zorrilla y Sagasta que pasaban de una embarcación a otra... El General, Paúl y tres más acomodáronse en un bote con dos remeros. Un hombre que empuñaba la caña del timón hizo señas a Sagasta, indicándole una lancha con toldo, tripulada por cuatro hombres... Hacia allá fueron saltando de borda en borda. Al fin, en la confusión se iniciaba un orden relativo... Entre tantas voces, una enérgica frase dispuso la salida del bote y la lancha bogando en dirección determinada... Iban con rumbo contrario al muelle; se aproximaron a un vapor, cuyo nombre, pintado en la aleta de estribo, leyó Ibero Alegría-Cádiz.

Sin duda, aquel era el barco que debía conducir a Cádiz al General y a sus amigos... Notó Ibero gozoso que Denis le miraba risueño; además, al encaramarse en la escala, le confió parte de los bultos que llevaba, encargándole mucho cuidado. Uno de estos era un lío como de bastones o paraguas enfundados. Por la forma de algún objeto, comprendió Santiago que iba allí la espada de los Castillejos. ¡Adelante, arriba! Sobre cubierta, mientras Prim y sus amigos desaparecían en la cámara, Ibero y el francés cuidaron de reunir, junto al mamparo más próximo, el equipaje del General, las maletas de Zorrilla y Sagasta, añadiendo las de los criados... Y cuando los marineros del Alegría trataban de bajar todo a la cámara, salió de esta Zorrilla y les dijo: «Dejen eso aquí, pues es fácil que hagamos otro trasbordo».

En tanto, Denis seguía tratando a Ibero como de la casa. Sin duda don Manuel había garantizado la fidelidad del mozo riojano, llevándolo a su servicio, que era como ir al servicio de Prim. En la cámara celebraban animada conferencia el General y sus amigos con los que de Cádiz habían venido en el Alegría: don José Paúl, el Coronel Merelo y un paisano llamado La Rosa. Ni Denis ni Santiago pudieron enterarse de lo que allí se trató: tal vez el criado francés, que repetidas veces entró en la cámara, pudo coger al vuelo alguna frase reveladora del sentido de la conferencia; mas al salir nada dejó entender a su compañero. Ignoraba, pues, Santiago que los jefes de la Escuadra hacían saber a Prim, por conducto de aquellos tres señores comisionados al efecto, que no debía presentarse en Cádiz, ni personarse a bordo de la Zaragoza, hasta que llegasen de Canarias los Generales unionistas, que había de traer el Capitán Lagier en el Buenaventura. Ya sabía Ibero por un marinero del Alegría, harto comunicativo y charlatán, que el Buenaventura había salido de Cádiz el 8, llevando de sobrecargo a don Adelardo Ayala... Estaría de vuelta sobre el 18 o el 19, salvo impedimento de mar, o dificultades para el embarque de los Generales en las costas del Archipiélago.

La discusión fue muy animada en la cámara del Alegría. Por conducto de los comisionados, Topete y Malcampo decían a Prim que se detuviera en Gibraltar. La Escuadra no debía, según ellos, dar el grito, mientras no estuvieran reunidas en Cádiz todas las espadas revolucionarias. No se conformaba con esto el impetuoso General. Con poderes de este, el Capitán Lagier, al partir para Canarias, había convenido con Topete en que la Escuadra recibiría a su bordo al primero de los caudillos que llegase, efectuando sin dilación el pronunciamiento. Faltaba, pues, Topete a un compromiso por él contraído, y además ponía en grave peligro el éxito de la sublevación dilatándola indefinidamente, pues no era posible determinar cuándo recalaría el Buenaventura, ni había seguridad absoluta de que trajese a los Generales. Los mismos que eran mensajeros de la Marina opinaban contra la excesiva precaución de Malcampo y Topete. Se corría el riesgo de que la goleta Ligera llegase de Málaga de un momento a otro, y no se había contado aún para la revolución con el comandante de aquel barco de guerra... Hallábanse, además, el General y sus amigos expuestos a una desagradable visita de la policía inglesa.

El más fogoso, inquieto y levantisco de los comisionados, don José Paúl y Angulo, no sólo se mostró contrario a la cuestión de etiqueta planteada por los jefes de la Marina, sino que propuso al General desatender resueltamente la indicación de aquellos. Y como se recelaba que el viaje en el vapor Alegría había de ser peligroso a la salida de Gibraltar, y más aún al entrar en la bahía de Cádiz, él y su hermano don Francisco habían dispuesto que el General y sus amigos embarcasen en otro vapor. Al efecto, entraron en negociaciones con un rico comerciante de Gibraltar, Mr. Bland, grande admirador de Prim y entusiasta por la revolución española. Este les facilitaba un remolcador del puerto, embarcación ligera y de buena marcha, que les llevaría, como un discreto contrabando, a Cádiz y al costado de la Zaragoza. Prim, que nunca fue tardo ni vacilante en sus resoluciones, dijo: «Vámonos, y sea lo que Dios quiera».

A poco de esto, llegó a bordo el mismo Bland, dueño del barco, y de lo que allí deliberaron resultó el acuerdo de salir en el remolcador durante la noche. El Alegría saldría como de costumbre, siguiendo, para no infundir sospechas, su derrota ordinaria de Gibraltar a Cádiz con escala en Tánger. En el curso del día variaron los pareceres sobre si todos irían en el Adelie, o sólo el General con Sagasta y Zorrilla. Por fin se decidió que con Prim irían tan sólo los amigos que le habían acompañado en el Delta, y además Paúl y Denis. No quedó poco desconsolado Santiago Ibero cuando Zorrilla le notificó que no embarcaría en el remolcador. Adverso se le mostraba el Destino en aquel punto, pues su ilusión más viva era ir junto al gran caudillo y los dos paisanos que casi actuaban ya como ministros de la Causa. Y aun la separación del buen Denis le causaba pena, pues con un corto trato ya le estimaba y tenía por amigo. Se acordó, por último, dejar los equipajes en el Alegría, donde era más fácil ocultarlos en caso de que algún buque guarda-costas intentara reconocimiento.

En resolución, a la madrugada zarpó el Adelie con las personas indicadas, cuatro marineros y un piloto. Con diferencia de pocas horas, hizo lo propio el Alegría. El Levante, que ya les zarandeaba en la bahía de Gibraltar, en cuanto rebasaron de Punta Carnero, se les mostró terrible enemigo, con furioso viento y mar gruesa de costado. Entre Tarifa y Trafalgar el Adelie luchó como león marino con los refuelles del Estrecho, moderando su andar y manteniendo el rumbo como podía. En el horroroso cuneo, sus tambores iban alternativamente al cielo y al abismo. Cuando la embarcación se hallaba en la cresta de la ola, las ruedas pataleaban en el aire, y al caer en la sima de agua, creyérase que el barco y sus valientes tripulantes y la revolución española, se colaban juntos hechos una pelota en las profundidades del mar.

En esta situación, amaneció el 17 de Septiembre. El mismo día, entre nueve y diez de la noche, hallándose la Zaragoza fondeada en Puntales, los oficiales de la fragata jugaban tranquilamente al tresillo. De improviso se presentó a bordo el segundo Comandante don Francisco Castellanos, y al poco tiempo llegó don Rafael Malcampo, primer Comandante. Como solían dormir en tierra, la presencia de los dos jefes fue motivo de sorpresa en la oficialidad y en toda la tripulación. Sobre las cartas del juego interrumpido flotaron retazos de comentarios sigilosos. Alguien apuntó por lo bajo el esperado arribo de un vapor que vendría de Canarias. En estas incertidumbres y conjeturas había pasado media hora larga, cuando los oficiales sintieron que otro bote requería la escala. ¿Quién venía? El brigadier don Juan Topete, capitán del Puerto de Cádiz. Ya no quedaba duda de que un acontecimiento extraordinario estaba próximo. En el portalón recibieron los dos comandantes a Topete, el cual, malhumorado, les dijo: «Ríñanme; vengo con retraso». Y sin hablar más, metiéronse los tres en la cámara del Comandante.

La causa de la tardanza del valiente Comandante de la Blanca en el Callao, se conoce en Cádiz por una tradición perpetuada de boca en boca. Cuentan que la señora de Topete, tan virtuosa como amante de su marido, no gustaba de que este anduviese en trapisondas revolucionarias. Don Juan, que estaba muy atrasado de sueño, echose en la cama a prima noche, encargando al cabo de mar que a determinada hora le llamase tirando fuertemente de la campanilla. Sospechó sin duda la dama que el ir a bordo tan a deshora no era para cosa buena, y envolvió en trapos el badajo de la campana, para que la vibración del metal no pudiese llegar a los oídos del durmiente. La impaciencia del cabo deshizo el femenino ardid: cansado el hombre de tirar del cordón, llamó a puñetazos con tanta furia, que poco le faltó para echar abajo la puerta. Gracias a esto despertó el buen Topete y pudo acudir a su puesto, aunque con bastante retraso.

A poco de reunirse en la cámara los jefes de la Zaragoza y el Capitán del Puerto, llamaron a la oficialidad. Topete, con palabra difícil, les dijo que el oprobio arrojado por el Gobierno sobre la Marina, ponía fatalmente a esta... en el duro trance... de quebrantar la disciplina... Era cuestión de dignidad... cuestión de honra... Guerrero de voluntad maciza, navegante de grande acción y palabra seca, Topete no conocía más vocabulario que el de la lealtad; no encontraba las voces con que se ha de expresar lo contrario de aquella virtud, algo que también es respetable, pues hay sin fin de virtudes que los hombres practican conforme al mandato de las circunstancias. En su auxilio fue Malcampo que dijo: «La Marina no puede ser indiferente a los males de la Nación; la Marina es un organismo nacional... ha recibido de los últimos ministros del ramo desaires sin cuento, humillaciones...». Con estas y otras vagas formulillas, salieron al fin del paso los dos Comandantes, y terminaron diciendo a sus subordinados que si alguno se sentía desconforme con el pronunciamiento de la Marina, a tiempo estaba para retirarse a su casa. Un oficial se permitió suplicar a los jefes que fijaran el punto hasta donde había de llegar la Marina en su protesta o rebelión, pues no resultaba esto bien claro. Volvió a tomar la palabra Topete para decir, con rudeza premiosa, que la Marina no iba contra el Trono... el Trono ¡ah!, sería respetado... Se aspiraba no más que a un cambio de Gobierno, a un cambio radical de política... Con las explicaciones de unos y otros, prolongose un rato la conferencia, y estando aún reunidos todos en la cámara, sonaron fuertes voces fuera del barco...

Las voces decían: «¿Es esta la Zaragoza?... ¡Zaragoza, un bote; pronto... echarnos un bote!».

Acudieron todos a la borda; en la obscuridad de la noche distinguieron el bulto de una embarcación no muy grande. Malcampo reconoció el remolcador de Bland, y ordenó al instante que acudiese un bote a los que llamaban con tanto apremio. Momentos después, el bote atracaba a la escala, y por esta subía don Juan Prim, seguido de sus compañeros.

«Creí que no llegábamos nunca -dijo Prim al estrechar la mano de Topete y Malcampo-. Viaje malísimo... muertos de hambre».