La de los tristes destinos/XXIX
XXIX
Al poner el pie en la cubierta de la Zaragoza, Prim no disimuló su júbilo. Topete y Malcampo, guardando al General la debida cortesía, permanecieron un rato vacilantes y cortados, sin encontrar en su pensamiento la fórmula de las congratulaciones para casos como aquel, más frecuentes en las comedias que en la vida. No esperaban a Prim tan pronto; esperaban a los Generales traídos de su destierro de Canarias. Cambiado por el acaso, por lo que fuera, el orden de las cosas, se les desconcertaban las ideas y hasta el vocabulario. No podían decir a uno lo que cada cual llevaba preparado en su caletre para decirlo a otros... Creyérase que el inesperado huésped entraba en la fragata como un golpe de mar, alterando por un momento la estabilidad... de los perplejos tripulantes.
Reunidos marinos y paisanos en la cámara del Comandante, antes de meterse en deliberaciones se acudió a reparar las fuerzas de los que llegaban de una travesía penosa y sin víveres. Como nada se había preparado a bordo, la cena de Prim y los suyos fue modestísima y fiambre. Naturalmente, al compás del comer, la conversación animada y picante, en términos de franca amistad, fue sacando de cada alma pensares y sentires que, si en algunos puntos disentían, en otros admirablemente concordaban. Con pie de gato asustadizo pasaron sobre las ascuas del candidato al Trono, en el caso de que este quedase vacante. La infantil ingenuidad de Topete y su palabra marinera y balbuciente, podían poco cruzándose con la convicción ardorosa y la palabra de acero de Prim; menos podían aún frente a la esgrima de un polemista tan experimentado como Sagasta. La idea de remitir la espinosa cuestión dinástica al supremo criterio de la Soberanía Nacional, acogiéndose a la socorrida receta de Espartero, iba penetrando en el ánimo de los marinos, que así se encontraban con un buen emoliente que aplicar a sus escrúpulos y escozores de conciencia.
Discutiendo con noble sinceridad, se llegó a declarar que si los males y humillaciones de la Marina eran graves, mayor gravedad tenía el oprobio de la Patria, y que la Marina empequeñecería su protesta si la encerraba en los cortos límites del espíritu de Cuerpo. La Marina, como el Ejército, tomaría el nombre de España, envilecida ante las naciones por la Corte y la infame camarilla. Los soldados de mar y de tierra, como todo el país, sentían su rostro enrojecido por los ultrajes que a la Nación española inferían los que más obligados estaban a mirar por su honra. Ejército y Armada, unidos al Pueblo, habían de salir a la defensa de la Madre común, escarnecida públicamente y arrastrada por el fango... De esta discusión, que Prim, Sagasta y Zorrilla caldearon hasta el rojo, salió el acuerdo de que la Escuadra se pronunciara al día siguiente a las doce. De ningún modo debía esperarse a los Generales, no sólo porque era insegura la fecha de su llegada, sino porque la efervescencia que reinaba en Cádiz exigía que no se dilatara el arranque inicial... La revolución llenaba el ambiente y movía todas las almas; la misma autoridad, azorada y melancólica, sintiéndose impotente contra ella, a punto estaba de dar el breve paso que separa el contra del pro. Detener el pronunciamiento un día más, una hora, era exponerse a que cualquier inesperado suceso, una regresión, una falsa noticia, una voz en el aire, una china en el sendero, dieran con todo al traste. ¡Volver a empezar!, ¡qué horror! Las vidas se agotaban, las voluntades rebeldes habían llegado a su máxima tensión, y ya... o reventar o vencer.
Penetrados de tales ideas y dispuestos a ejecutarlas, requirieron los caballeros de la Libertad un corto descanso; que ya, desde la última palabra del discutir hasta la primera claridad del amanecer, poco tiempo había de pasar. El más tardo en recogerse fue Sagasta, que en un corro de oficiales estuvo charlando hasta la salida del sol. Encendidas las calderas desde la madrugada, el 18, después de las faenas matutinas, se dieron órdenes para que la Escuadra dejara el fondeadero de Puntales y se aproximase a la ciudad, colocándose frente a la batería de San Felipe. Era para don Juan Prim contrariedad molesta la falta de uniforme; pero como todo tiene remedio en este mundo menos la muerte, él mismo discurrió un ingenioso arbitrio para ostentar las insignias elementales de su jerarquía militar. Mandó que con lanilla roja de banderas le hicieran una faja; se la puso, y en verdad que una vez ceñida al cuerpo y vista de lejos, todo el mundo la diputara por legítima y noble seda. Para cubrirse, tomó la gorra del oficial de Marina cuyas medidas de cabeza correspondían a las de la suya. Tocó este honor a la cabeza del ilustrado oficial don Camilo Arana. Véase cómo un gran suceso de la Historia contemporánea fue precedido de incidentes vulgares, cómicos, contrarios a toda solemnidad.
Con lenta marcha majestuosa llegó la fragata Zaragoza frente a San Felipe. Delante y detrás, formando extensa línea, fueron la Tetuán y Villa de Madrid, los vapores Isabel II, Vulcano y Ferrol, y las goletas Edetana y Concordia. A la una del viernes 18 de Septiembre de 1868, hallábanse en el puente de la Zaragoza don Juan Topete, Malcampo, Prim, y toda la oficialidad. Diose a la marinería la orden de subir a las vergas, a los cabos de cañón la de prepararse para el saludo, y don Juan Topete, con voz de mando estentórea, lanzó los gritos de ordenanza: ¡Viva la Reina! Siete veces fue aclamada doña Isabel por Topete; siete veces contestadas las aclamaciones por la marinería. Bien pudieron notar los oficiales que Prim cambiaba de color a cada grito. Mas no era hombre que se dejase imponer por una voluntad que en aquel caso solemne tenía por secundaria, ni consentía que sus altos pensamientos quedasen más bajos de lo que debían estar. Arriba, en el cielo mismo, había de ponerlos ¡vive Dios!, y que los señores de a bordo lo tomaran como quisiesen. Huésped de ellos era, su prisionero tal vez. Pero ningún peligro le arredraba: con una o dos palabras pondría el remate a su gran obra y convertiría su idea en acción real. Pues a decirlas ante el cielo y la tierra.
Como quien rectifica cortésmente un concepto equivocado, Prim se adelantó con esta vulgar frase: «Dispense usted, mi brigadier». Y como un león se abalanzó al pasamanos del puente, y echando toda el alma en su voz vibrante, gritó: «¡Viva la Soberanía Nacional... viva la Libertad!». Repitió la exclamación como un conjuro mágico que desde aquel punto había de correr por toda España, despertando los corazones dormidos y resucitando las esperanzas muertas. Oído por la marinería el grito del General, ya no sonaron más los fríos clamores de ordenanza, sino que estalló un ¡viva Prim! inmenso, ardoroso, y confundido con el estruendo de la artillería, fue repitiéndose de verga en verga y de barco en barco. El nombre de Prim y los cañonazos sonaban con giro vertiginoso como si en espiral se enroscaran... iban a perderse en la ciudad entre los alaridos de la multitud.
La fiera de la Revolución estaba ya suelta; el Trono caído y roto... Los Generales, cuando vinieran, si venían, nada podrían hacer ya para encadenar a la fiera y enderezar lo caído. Si Prim no se les hubiera anticipado, el alzamiento habría seguido rumbo distinto, que desconocemos... como no se tome el trabajo de referirlo el divino Confusio.
Pronunciada la Escuadra, se creyó a bordo que la Plaza secundaría el movimiento sin tardanza. No fue así: tardanza hubo. Los batallones de Cantabria no salían de sus cuarteles, y el paisanaje divagaba por las calles cantando coplas patrióticas, sin que la Guardia civil tratase de impedirlo. A media tarde empezó a llover, y lloviendo estuvo parte de la noche. El agua del cielo, ya se sabe, no favorece los movimientos populares... En tanto, llegaron a bordo de la Zaragoza los que habían salido de Gibraltar en el Alegría, y además el jerezano Sánchez Mira, capitán de Artillería retirado. Al anochecer volvieron a tierra, después de asegurar que el pronunciamiento de la guarnición sería indefectiblemente un hecho en la mañana del día siguiente 19. La noche transcurrió en Cádiz con aparente tranquilidad, aunque bajo la capa de este sosiego protegido por la lluvia ardía el espíritu de rebelión, y se trabajaba en encenderlo más. Merelo, Sánchez Mira, Bolaños y Guerra recorrían los acantonamientos, encareciendo a los paisanos la quietud hasta que llegase el momento preciso. Agregados a ellos estaba el capitán de Infantería de Marina, Borrero, que días antes logró escapar del Castillo de Santa Catalina, donde hubo de arrostrar indecibles sufrimientos y martirios hasta su evasión, que realizó jugándose la vida y casi seguro de perderla.
A la madrugada se personaron Merelo y su acompañamiento en el cuartel de San Roque, donde se alojaba Cantabria, y con una breve arenga quedó pronunciada la tropa. Inmediatamente se dispuso reforzar con paisanos armados la guardia del Principal, ocupar todas las azoteas de la Plaza de San Juan de Dios, y que dos o tres compañías se posesionaran de la Aduana. Uniéronse al movimiento los carabineros, y se procedió luego a poner en libertad a los patriotas presos días antes. Se dispuso que fuese un oficial a bordo de la Zaragoza a participar lo que ocurría, y al toque de Diana, la banda de Cantabria saludó la sublevación en el lenguaje musical de ordenanza: el himno de Riego.
A las siete desembarcaron Topete y Prim. Este llevaba ya su uniforme de Comandante General de Ingenieros. Fue recibido con hervor de entusiasmo, con emoción ardiente, en la cual había no poco de ternura. Dirigiéronse a la Aduana, el histórico albergue de toda autoridad en los días famosos de los años 8, 12 y 23. Allí vivió Fernando VII, prisionero de los constitucionales, mientras Angulema bombardeaba en el Trocadero las avanzadas españolas; en aquellos balcones se asomaba, vestido de mahón, para que la plebe le manifestase un respeto que él no merecía; allí le puso en capilla el lógico historiador Confusio, y de allí le sacó entre guardias para llevarle al rebellín de San Felipe, donde le administró los cuatro tiros a que se había hecho acreedor por su perfidia. Cierto que esto de los tiros era fantástico, desgraciadamente. Quédese, pues, en los rosados limbos de la justicia ideal, y dígase que en el mismo balcón donde se asomaba Fernando a requerir los homenajes de un pueblo inocente tirando a tonto, tuvo que asomarse Prim para recibir la adhesión amorosa de un pueblo más avisado ya, y en camino de pasarse de listo.
Mientras el General se ocupaba en nombrar la Junta revolucionaria, ponderando discretamente en ella las tres familias progresista, unionista y democrática, acudió Topete al castillo de Santa Catalina, donde se había retirado el Gobernador de la plaza, General Bouligny, con la Artillería. Por fórmula le rogó que se adhiriese al movimiento; por fórmula replicó el General que no podía complacer a su amigo; resignó el mando; fue conducido por el mismo Topete a la Capitanía General; las fuerzas de Artillería volvieron a sus cuarteles, y a la una de la tarde salieron para la Carraca. Todo iba, pues, como una seda. Los que con loca facilidad, apoyados por la Escuadra, habían sublevado a Cádiz y a la guarnición, se alababan de un éxito tan hermoso, sin derramar una gota de sangre... ¡Qué simpleza! La sangre se había derramado antes. Que hicieran la cuenta de sangre desde la noche de San Daniel, y jornada del 22 de Junio con sus severísimos castigos; que añadieran los suplicios de Espinosa, Mas y Ventura, Copeiro del Villar y otros mártires, y se vería que no hay Revolución seca. Y aún faltaban algunas venas que abrir. Clío trágica no había soltado de su mano la terrible lanceta.
Para que todo fuese dicha en aquel venturoso 19 de Septiembre, por la tarde llegó el Buenaventura. A su encuentro en alta mar salió el vapor de guerra Vulcano, que informó a los Generales de cuanto en Cádiz había ocurrido. Desembarcaron los unionistas. Nuevos entusiasmos. El regocijo y las esperanzas desbordaban de los corazones. Estos habían vivido largo tiempo en sequedad triste, y ya se llenaban de flores, que lucirían su aroma y colorines hasta que Dios quisiera. La misma tarde se dio a la imprenta el manifiesto que Ayala había escrito en el Buenaventura, y al anochecer corría por Cádiz de mano en mano. Era la proclama viril en que el poeta, fundiendo con arte exquisito la razón con el sentimiento, expresó el dolor de la Patria, y sus legítimos anhelos de recobrar la salud, la paz y el decoro; documento que puede señalarse como modelo de elocuencia guerrera y política, y que por su fuerza oratoria fue en aquellos días el rayo ardiente que corrió por toda España propagando el popular incendio. Por mucho tiempo conservaron los españoles en su memoria los famosos queremos de Ayala. Queremos que una legalidad común, por todos creada, tenga implícito y constante el respeto de todos... Queremos que el encargado de observar la Constitución no sea su enemigo irreconciliable... Queremos que las causas que influyan en las supremas resoluciones, las podamos decir en voz alta delante de nuestras madres, de nuestras esposas y de nuestras hijas... etc...
Ni los Queremos de la vibrante alocución de Ayala, ni la presencia de Prim y Serrano, saludada en calles y balcones por la frenética multitud, distraían a Santiago Ibero de su melancolía y abatimiento por no haber encontrado en Cádiz la esperada carta de Teresa. En Londres pidió a los hermanos Blanco un nombre de casa de banca o de comercio a donde su familia pudiera dirigirle la correspondencia. Diole don Jaime, anotada en un papel, esta dirección: Horacio Alcón y Compañía.- Cádiz, la que mandó a su amada mujer con la advertencia de que inmediatamente le escribiera. No se alegró poco al saber por sus amigos los marineros del Alegría que los Alcones eran armadores del vapor en que navegaba. Pero en cuanto desembarcó, su gozo en un pozo. En la casa y escritorio donde creyó encontrar su dicha, no había carta para él. Idéntica negativa dada el 19 y el 20 abatió tanto el ánimo del pobre aventurero, que aun la misma revolución triunfante perdió parte de su interés.
En compañía de marineros alegres vagaba Ibero por la linda ciudad engalanada. En algunos momentos el delirio popular invadía su alma; pero muy poco se estacionaba en ella. Cuando por los amigos del Alegría se supo que había venido con Prim en el Delta, era saludado en las calles como un brazo fuerte de la Libertad; caían sobre él convites y obsequios, obligándole a un disparatado consumo de manzanilla. En medio de esta disipación, que entenebrecía su espíritu en vez de iluminarlo, apareció al fin la aurora de su felicidad. El 21 por la tarde volvió a la casa de Alcón con la negra idea de un nuevo chasco. Dios lo dispuso de otro modo, y hubo carta... La cogió Santiago, y rápidamente rasgó el sobre como si dentro viniera bien dobladita la propia Teresa en cuerpo y alma. Pasando la vista por los no muy derechos renglones, leyó frases amantes, dulces tonterías, y guardando en su seno el precioso papel con idea de leerlo y saborearlo en su casa, salió a la calle de San Francisco medio loco. Todo el delirio patriotero reconcentrado y latente en su alma, se desbordó ante los grupos de transeúntes que iban hacia la Plaza de San Juan de Dios, donde estaba tocando la música de Cantabria. El hombre feliz prorrumpió en estos alegres clamores: «¡Viva Prim, viva Serrano, vivan todas las Libertades, de Cultos, de Comercio, de Imprenta...!».
Soltando estos gritos, que también eran convicciones, llegó a la plaza. Unos le miraban con asombro, otros con alegría, y como todo el vecindario gaditano estaba ebrio de liberalismo, hacían gracia los patriotas aunque fueran borrachos. Al aproximarse a la Puerta de Mar, por donde entran y salen de continuo chorros de gente, vio Santiago a un hombre de regular estatura, grueso, de tostado rostro, con enormes patillas grises. Quedó Ibero paralizado ante aquella figura. El de las barbas le vio también, y abriendo sus brazos, con paternal emoción gritó: «¡Bero, hijo mío!...». Santiago se dejó estrujar entre los brazos forzudos del capitán Lagier, diciendo con voz llorosa: «Don Ramón, iba a buscarle...».