La de los tristes destinos/XXIII

XXIII

Crudísimo fue en París el invierno del 67 al 68. Sobre el Sena helado patinaba la juventud bullanguera, y en el lago del Bosque de Bolonia la crema aristocrática organizó una fiesta rusa, con espléndida iluminación, trineos y deportes al uso septentrional. Insensible al frío, Ibero veía pasar los días y los meses en la vulgaridad uniforme, descolorida, isócrona, dentro del cerrado horizonte del almacén. Ganaba el sustento, sí; pero como no vivimos sólo de pan, el hombre estaba en gran penuria espiritual, ausente de toda grandeza y de las nobles aventuras que planeó su loca imaginación. Vida tan desaborida no habría soportado nunca si el amor no le amarrase a ella con fuertes ataduras, y mientras más se desalentaba viéndose tan bajo, más apasionado se sentía por la hermosa madrileña y más uncido a ella por indestructible yugo. Al contrario de Ibero, Teresa era toda entusiasmo, alientos, orgullo de su oficio. Tanto progresaba en este, que al principiar el 68, Úrsula, que en ella ponía ya toda su confianza, le subió el jornal a cinco francos. Y para mayor delicia de Ibero, cada día estaba más bonita... ¿Qué diablos hacía para conservar y afinar su belleza y para presentarse más garbosa en su modesto atavío? Obra del medio era esto sin duda: por todos estilos, París habíala hecho suya.

Privados del campo por el riguroso frío, solían ir los domingos a la matinée de algún teatro, y el tiempo restante lo pasaban recogidos en casa, ejercitándose en los temas franceses, o dando él a ella lección de aritmética. Quería Teresa ponerse muy fuerte en contabilidad. Algunas tardes de día festivo le incitaba a ir al café du Cercle o al de Choiseul para que viese españoles y se alegrara oyendo hablar de revolución y de Prim. Determinose a ir una tarde. Vio a don Juan Manuel Martínez, vio a Sagasta hablando con un señor de cabello erizado, de semblante duro, de extraordinario fuego en la mirada: era un famoso periodista francés llamado Rochefort. También vio a Gambetta, que entró más tarde; hermosa cabeza, barbuda y melenuda. Hablando con vehemencia, se convertía en cabeza de león.

Ibero sintió reparo de aproximarse a Sagasta, y buscando lugar más modesto, arrimose a otras mesas, donde vio a Carlos Rubio con emigrados de medio pelo. Entre estos reconoció a un sargento de Bailén y a otro de Calatrava, que ya llevaban en París cerca de dos años, y se ganaban la vida en una fábrica de clysobombas... Al entrar Santiago en el ruedo, los tales hablaban de un trágico asunto, ya viejo de seis meses, pero siempre nuevo, interesante y conmovedor: el fusilamiento de Maximiliano en Querétaro. A este propósito, Carlos Rubio tomó la palabra con cierto énfasis, y después de colmar de alabanzas a Prim por su destreza diplomática y su airosa retirada de Méjico, sostuvo que la sangre del infortunado Archiduque austriaco debía recaer sobre la cabeza de Napoleón III, a quien por este y otros motivos puso cual no digan dueñas, concluyendo por llamarle Nabucodonosor... El Imperio francés era un poder falso y sin fundamento, estatua de bronce con pies de barro.

Llegó luego un patriota madrileño del 22 de Junio, menguado de cuerpo, barbudo de rostro: ganaba el pan en un comercio de naranjas. En cuanto tomó asiento, sacó el número del Gil Blas, que venía muy bueno: traía sin fin de picardías graciosas contra el neísmo, y solapadas alusiones a personas altas. De mano en mano pasó el periódico; todos se regocijaron con los donaires de Luis Rivera, Eusebio Blasco y Manuel del Palacio. El famoso soneto de este, despiadado con doña Isabel, fue repetido entre risas por el sargento de Calatrava, que lo sabía de memoria. La conversación recayó luego en el Infante don Enrique, desterrado a Canarias por si se corrió o no se corrió hablando de su prima. De esta, ya se comprenderá que no habían de decir cosa buena. Suponiéndola destronada, allá para Pascua florida o para San Isidro, apresuráronse a proveer la vacante. En aquella asamblea de soñadores vocingleros, Montpensier no tuvo más que un voto; don Enrique, ninguno; Espartero se llevaba de calle a todos los candidatos. Por fin, el bueno y desastrado Rubio cortó con tajante autoridad la nudosa cuestión, afirmando que no había más candidato serio que el Rey viudo de Portugal, don Fernando de Coburgo. A esto puso reparos un vejete vivaracho que se titulaba demócrata hasta morir, y declaró que su partido no quería que le hablaran de Reyes. Así se lo habían escrito Castelar y Pi y Margall desde Ginebra, Orense desde Bayona y García Ruiz desde Amberes. Si no creían lo que bajo su palabra afirmaba, traería las cartas para que los presentes vieran y entendieran.

Con estas divagaciones y controversias, Ibero se entretenía y pasaba gratamente el rato; pero al fin de la tertulia presentose aquella tarde en el café un sujeto de alta estatura y curtido rostro, barba erizada, voz cavernosa, tipo de mareante, el cual desconcertó a Santiago con su saludo bronco y fúnebre, como dicho con bocina: «¿Ya no me conoces, Iberillo? Soy Nonell, piloto retirado que despachaba el Monarca en Barcelona. Me metí en aquel turris-burris... Tiene uno patriotismo y sangre liberal... Ventura y Mas fusilados... yo escapé por un milagro de la Virgen... Vaya, vaya: has variado bastante, Iberillo; estás hecho un hombre. ¿Llevas en París mucho tiempo? ¿No viste a Ramón Lagier, que aquí estuvo por Agosto a visitar la Exposición? Pues sabrás que volverá... y pronto. Aquí tengo su carta. Viene al negocio de la Causa. Estará unos días... Entiendo que irá después a Londres, a ponerse al habla con Prim. Si quieres verle, dime las señas de tu casa, y te avisaré cuando llegue».

Respondió Ibero con torpes evasivas, y se despidió del casi desconocido y olvidado Nonell, sin darle las señas, o dándoselas equivocadas. Aturdido y en grande inquietud salió del café, y de camino hacia su casa sondeaba su interior, buscando la razón psicológica del extraño azoramiento que sentía. ¿Por qué le turbaba la idea de verse en París con el capitán Lagier? Era este persona de su particular predilección y cariño. Le amaba como a su padre, pues fue para él padre de voluntad y regulador de la existencia. Verdad que tanto como le amaba le temía: había sido para él un maestro inflexible, un cuño de duro metal que le dio forma y perfiles nuevos... Si en París le encontraba el maestro, era casi seguro que con su férrea autoridad trataría de soltarle del yugo de Teresa, y contra esto ¡vive Dios!, se rebelaba con toda su energía y fiereza. Y lo mismo haría con su padre, si llegara con iguales intenciones separatistas.

De esta zozobra, que duró todo el mes de Enero y parte de Febrero, le sacó al fin Teresa con su dulzura, y la buena maña que se daba para penetrar en el alma de él, descubrir lo dañado y ponerle remedio.

A fines de Febrero, queriendo Madame Plessis ampliar la protección que a Teresa dispensaba, diole la suma necesaria para que ella y su amigo pudieran dejar los estrechos aposentos del hotel meublé y alquilar un piso cuarto, luminoso y alegre, en la misma calle de Saint-Roch. En Marzo estrenaron aquel precioso nido, y los muebles tan modestos como elegantes que Teresa compró a su gusto. La suerte se empeñaba en favorecerles, porque en la misma semana, Santa María aumentó en un franco el sueldo de Ibero, ascendiéndole del trabajo rudo del almacén al descansado del escritorio (Rue Saint-Hyacinthe). ¡Oh París tutelar!

La felicidad de Teresa era un cielo sin nubes; la de Ibero a las veces se obscurecía con el celaje de sus murrias, abatimientos y desmayos anímicos. En lo corporal notábase igual diferencia, porque si Teresa gozaba de una salud formidable, insolente, que se manifestaba en la frescura de su tez, en el torneado de sus formas y en el brillo de su mirada, la naturaleza de Santiago, construida para un vivir duro y longevo, comenzaba a quebrantarse. La Villaescusa era como una planta de tiesto trasplantada en tierra libre; Ibero como un árbol silvestre traído al encierro de la estufa. Teresa reconstruía su vida con nuevos elementos; Ibero veía desmerecer la suya por el abandono de los elementos propios. Así lo comprendía con su admirable penetración la hermosa madrileña, y cavilando en ello con alguna inquietud, se decía: «Mi pobre salvaje no puede adaptarse a este reposo, a esta igualdad de las horas y los días; necesita libertad, movimiento, aire, sol. ¿Qué haría yo para darle todo esto?». Por más que en ello reflexionaba, no veía la solución del problema.

Tenía Ibero su mesa de trabajo en un cuartito próximo al despacho del señor Santa María. Por allí pasaban todos los que tenían que hablar con el jefe de la casa, corredores, clientes; por allí los emigrados que solicitaban socorro... Cuando en el despacho había demasiada gente, Ibero, por orden de su principal, decía a los entrantes: «Tengan la bondad de aguardar un poquito; en seguida pasarán». En el rato de plantón, algunos entraban en palique con él: no hay que decir que eran españoles. Un día de Abril llegó un sujeto a quien hubo de suplicar que esperase un ratito. No le veía Ibero por primera vez: ya vino a fines del mes anterior; en sus visitas se mezclaban las dos naturalezas, comercial y política; don Manuel le apreciaba, y solía convidarle a comer en el Café Inglés. Era el tal de estatura espigada, seco de carnes, tan acelerado y nervioso que no podía estar quieto en ninguna parte, expresivo en la mímica, suelto en la palabra, con acento andaluz de blando ceceo. Tapaba sus ojos con gafas azules; el rostro tenía curtido y picado de viruelas, el pelo al rape, la barba corta; su edad no pasaría de los cuarenta. Conocía Ibero de aquel señor el nombre de pila, don José; ignoraba el apellido. Aquel día entró el andaluz con ganas de conversación, y viéndose obligado a una corta antesala, desahogó su locuacidad con el dependiente: «¿No sabe usted la noticia, joven? Se ha muerto ese perro de Narváez... Ya reventó el tío, ya cargó el diablo con él. Y van dos».

-Dos, sí -dijo Ibero-. En Noviembre O'Donnell, ahora este... los dos puntales de la Monarquía. ¿Que le queda a doña Isabel?

-Le queda Marfori -dijo el don José con risotada cínica-. ¡Bueno se pondrá el país!... Según parece, seguirá González Bravo, que es un barril de pólvora.

-¿Va usted a Londres, don José?

-No, hijo: vengo de allí. Voy a España... Hay que mover los títeres. ¡Ocasión como esta...! Volveré pronto a Londres; pero no pasaré por Francia; iré por mar.

En este punto se abrió la mampara; salieron dos, y pasó don José al despacho dando voces. Como un cuarto de hora estuvo encerrado con don Manuel. Este llamó; acudió Santiago. En el momento de entrar, don Manuel decía con jovialidad al andaluz: «Pero no le bastarán quinientos francos. Se expone a tener que dar un sablazo por el camino». Y volviéndose a Santiago, le ordenó que fuese a la caja y trajese mil francos oro... «Oye, oye: que los anoten en la cuenta de don José Paúl y Angulo».

Al despedirse, soltó el señor Paúl todos los grifos de su facundia, que en aquella ocasión fue enteramente patriotera y de ojalatismo revolucionario. «Voy a revolverte un poco, Andalucía de mi alma. Ya es hora... Allá por Cádiz y Jerez, estamos hartos... A Prim le he dejado animadísimo... Con poco que ayuden o dejen hacer los Generales de la Unión, la armaremos gorda... pero muy gorda, mi querido don Manuel. Yo le digo a Prim que eche por la calle de en medio... Abajo la Reina, sin pensar en más candidatos ni candiditos... Cortes Constituyentes... y adelante con los faroles de la Historia... Abur, amigo; que cuando nos volvamos a ver podamos decir: Salud y España libre».

Otros españoles y franceses pasaron por el escritorio, dejando enzarzadas en los oídos noticias de España. Cada día llegaban de allá especies más alarmantes, de un tono agrio y chillón, como todas las cosas de la tierra de los colorines. Las últimas palabras de Narváez fueron: Esto se acabó; dejo a España entre dos Juanes. Los Juanes eran Pezuela y Prim, Reacción y Libertad... Se le hicieron exequias suntuosas. Ejército, Política, Magistratura, Corte, tributaron a sus restos honores ampulosos, retumbantes. Pero no se dice que Isabel II consagrase a este fiero servidor de la Monarquía una frase shakespiriana, como la que, según cuentan, pronunció al tener noticia de la muerte de O'Donnell: Se empeñó en no volver a ser Ministro conmigo, y se ha salido con la suya... La bondadosa Reina sin seso nombró a González Bravo heredero de Narváez en la Presidencia del Consejo. Fue un ademán de suicidio... Para concluir de arreglarlo, hizo Capitanes Generales a los Marqueses de Novaliches y de la Habana, y después dedicose a hinchar la Gaceta con nombres de nuevos Marqueses, Grandes de España y Caballeros del Toisón.

Avanzado ya Junio, recibía Santiago directamente del propio señor Santa María nuevas de España. Algunas noches llamábale don Manuel a su despacho para dictarle la correspondencia. Sentados frente a frente, trabajaban hasta muy tarde, y en los ratos de descanso permitíase el buen aragonés su poquito de ojalateo. «Esa pobre Señora está ya completamente ida de la cabeza... hablo de doña Isabel... Entiendo yo que no hay en ella perversión, sino falta de juicio. La verdad, siento hacia la Reina más lástima que odio. Si pudiera yo hacer algo por esa Señora, abrirle los ojos, librarla de los cuervos que la rodean, tendría la mayor satisfacción de mi vida. Pero ya no hay quien la salve... Otra cosa: sabrás que se casó la Infanta Isabel con un Príncipe napolitano, y Madrid vio por las calles la pompa palaciega, el desfile de carrozas. Será bonito aquello. Me escribe un amigo que el pueblo de Madrid vio a la Infanta con simpatía: dicen que es buena de su natural. Esa jovencita y su hermano Alfonso no tienen culpa de nada, y pagarán los vidrios rotos por su mamá... Pues verás ahora lo más gordo: a los pocos días de la boda, echó la Nueva Iberia un artículo en que se traslucía que ya estaban los Generales unionistas colados en la Revolución. ¿Qué hizo González Bravo? Coger a los Generales y ponerles a la sombra. Fue ni visto ni oído. Anochecieron en sus casas y amanecieron en las prisiones de San Francisco. De allí han salido para Canarias o Baleares el Duque de la Torre, Dulce, Serrano Bedoya, Zabala, Echagüe, Caballero de Rodas, Ros de Olano, Marchesi, y otros que si no son todavía Generales, entiendo que lo serán pronto. ¿Qué te parece, Ibero? ¿No te da olor a chamusquina? ¿No sientes los pasos del cataclismo? ¡Los unionistas en destierro lejano... y Prim en Londres...! ¿Por dónde vendrá lo que ha de venir? ¿Tú qué piensas?».

-Yo, señor -dijo Ibero-, pienso y creo que ello vendrá por donde disponga Prim, pues Prim es el hombre, es la Libertad, es la España nueva que dirá a la vieja: «vete de ahí, estantigua, harta de ajos, hija de fraile y maestra de la gandulería...».

Con las azarosas noticias de España estuvo Santiago en aquellos días muy avispado; engrandecía los sucesos, los comentaba con regocijo ardiente si se trataba de liberales, con sarcasmo y malicia si se referían a moderados o a los aborrecidos neos... Pero de improviso ¡ay!, en lo más alto de estos vuelos de la fantasía, la Providencia, con frío y cruel manotazo, le precipitó en la dura realidad, desatando sobre él todo el rigor de las desdichas. ¡Infeliz Ibero!, ya los benéficos espíritus se cansaron de protegerte, y caíste en poder de los espíritus aviesos, que aborrecen la paz y abominan del amor.