XXII

Pasados algunos minutos en interrogaciones rápidas, comentarios ardientes y resoplidos de entusiasmo, restableciose la serenidad, y refirió Tarfe pormenores del gran suceso. «El proyecto de coalición se había elaborado en Bayona por Dulce y Mazo, con asistencia de Muñiz. Este telegrafió a Prim lo tratado en la conferencia. El mismo día contestó Prim desde Ginebra: Acepto. Que venga Mazo. En Bayona se comunicó el proyecto a los emigrados Montemar, Damato, Moriones y Moreno Benítez, que lo encontraron de perlas... Si quieren ustedes saber más, averigüen lo que estarán hablando ahora don Salustiano y Dulce. Como yo vengo calentando este horno desde el otoño pasado, el amigo Dulce, al llegar a París esta mañana, vino a parar a mi hotel; me puso en autos. Después de hablar con Olózaga volverá a Biarritz, y yo me voy con él... Queremos estar junto a don Leopoldo». Como terminara indicando que convenía enterar del suceso a los emigrados de más viso, Clavería, frotándose las manos de gusto, dijo: «Yo me encargo de eso, mi querido Manolo. Rubio irá esta tarde a la Isla de Saint-Denis, y por la noche veré yo a don Joaquín Aguirre».

No pudiendo detenerse más el simpático vicalvarista, despidiose de los tres con apretones de manos y frases de lisonjera esperanza: «Ahora sí que vamos bien... Ya marchamos cuesta abajo... ¡Al éxito, amigos; al triunfo!». En cuanto salió Tarfe, pidió Clavería papel y pluma, y escribió esta carta:

«Mi querido Santa María: ¡Hosanna, Aleluya, y viva la Libertad! Me apresuro a comunicar a usted que la Unión liberal y el Progreso se han dado ya la mano, y pronto se abrazarán para realizar como un solo partido la salvación de España. Ya le contaré a usted detalles y le diré nombres... ¿Recuerda usted, mi noble amigo, que ayer mismo hablamos de esto, y usted dijo: '¿Pero en qué piensan esos hombres que no posponen sus agravios mujeriles al bien de la patria?'. Pues la coalición se ha planteado; todos la quieren; se hará.

»Y ahora, mi bonísimo don Manuel, no me riña si le digo que este notición, que a usted, como a todos, le hará feliz, no puede ser gratuito. El portador de la presente, Santiago Ibero, natural de la Rioja Alavesa, es hombre de relevantes prendas, leal como ninguno, inteligente como pocos, y además liberal y patriota, que ha derramado su sangre por nuestras ideas. Emigrado está como yo, como otros ciento y mil; pero carece de recursos, y yo me atrevo a recomendarle a la benevolencia de usted para que le proporcione una colocación en cualquier industria o dependencia comercial. Confío en que la grande alma del patriota no desatenderá este ruego... Salud, Libertad... y francos. Su siempre reconocido amigo q.b.s.m. -Clavería».

Clío Familiar reproduce esta generosa carta para documentar históricamente la colocación que tuvo Ibero en la casa mercantil del señor Santa María, con la retribución diaria de cinco francos. La noche que Santiago llevó a su mujer la estupenda nueva de su destino, el regocijo de ambos estalló en apasionadas carantoñas de amor; permitiéronse un extraordinario en la comida; después se fueron a ver una funcioncita en el Guignol mecánico de los Campos Elíseos. Teresa ganaba ya tres francos, con esperanza de llegar pronto a cuatro. Eran felices: París, el monstruo benéfico, les cogía de la mano y les llevaba por senda angosta y áspera... pero bien derecha, y conducente a los grandes fines de la vida.

El destino de Santiago era de almacén, para llevar la entrada y salida de géneros, anotando los bultos y su peso en un libro, y al propio tiempo en hojas que servían para comprobar las operaciones de transporte. Exigía este cargo gran escrúpulo en los asientos, y vigilancia extrema de los cargadores y camioneros. Ponía Santiago en su obligación los cinco sentidos, y su principal estaba contento de él. Solía el señor Santa María emplearle también en comisiones no comerciales, tocantes a su concomitancia con los emigrados. Una noche de la primera semana de Noviembre le llamó a su despacho, y mostrándole varios pliegos que introdujo en un sobre grande, le dijo: «Mañana muy temprano vas a llevar esto a la Isla de Saint-Denis. ¿No sabes dónde es? Saca tu plano, y te indicaré... ¿Ves la estación del Norte? Pues aquí tomas tu billete y te metes en el primer tren que salga... En diez o quince minutos estarás allá. Buscas la calle du Bocage, y... ¿Conoces tú a Sagasta?».

-Sí, señor: en Madrid le vi más de una vez. Su cara no se me despinta.

-Bueno; pues este paquete de cartas has de entregarlo a Sagasta en propia mano. Podrías darlo a su compañero de vivienda, Juan Manuel Martínez; pero como no le conoces personalmente, no te expongas a dar el pliego a un individuo que tomara su nombre para engañarte. Sólo a Sagasta darás lo que llevas... Si este o Martínez tuvieran algo que decirme, ello será seguramente por escrito... en este caso, te esperas, dándoles todo el tiempo que necesiten para escribir... Otra cosa: ya olvidaba decirte que les llevarás de palabra una noticia... Si esta noche la sabemos pocos, mañana será pública en París... En cuanto veas a Sagasta, le dices: «Ha muerto O'Donnell...». Si quieres dar pormenores, añades que ha muerto en Biarritz, hoy... según parece, de indigestión de ostras.

Temprano salió Ibero a su comisión, sin madrugar mucho, pues ya sabía por don Jesús que nuestros emigrados dejaban tarde las ociosas lanas. Siguiendo las instrucciones de su principal, tomó billete en la estación de la plaza Roubaix, y se puso en camino. La niebla que en aquella desapacible mañana de Noviembre invadía París, era en la zona Norte densísima. Al llegar al lindo pueblecito llamado Isla de Saint-Denis, no pudo orientarse fácilmente: las casas se desvanecían en la blancura lechosa; las personas, encogidas de frío, transitaban a prisa, con pocas ganas de dar informes al forastero que en mañana tan cruda venía preguntando por la Rue Bocage. Al fin, no sin trabajo, dio con la calle y el número. Entró en la casa; una viejecita le encaminó arriba; llamó... tardaron en abrir... abrió al cabo un joven alto, moreno, de ojos vivos, boca grande y risueña. Díjole Ibero que traía un recado de don Manuel Santa María para el señor Sagasta.

«Práxedes ha salido. Puede usted dejarme a mí el encargo. Soy Juan Manuel Martínez».

-Dispénseme, señor: me han dicho que entregue mi encargo en la propia mano del señor Sagasta.

-No tardará mucho. Pase usted. Perdóneme: estaba encendiendo la lumbre cuando usted llamó, y temo que se me apague.

El tal Martínez le llevó a una cocinita próxima a la puerta de entrada, y cogiendo un fuelle sopló en los carbones para que en ellos acabara de prender la llama de unas teas. «Como no tenemos criados, nosotros lo hacemos todo -declaró ingenuamente, sin abandonar la sonrisa larga y afable-. Práxedes ha ido por agua al río, y yo tengo que hacer nuestra compra».

-¿Quiere usted que le ayude? -dijo Ibero, movido de los sentimientos más generosos-. Si a usted le parece, puede ir a la compra, y yo quedaré aquí al cuidado de la lumbre.

-Gracias, amigo -replicó Martínez-. Me figuro que también usted es emigrado.

-Y a mucha honra. Emigrado para servir a usted, y muy amigo del señor Clavería.

-¡Ah!... todos somos amigos, todos somos unos. Pues si quiere ayudarnos, oiga lo que se me ocurre. Mientras yo voy a la compra, usted se va al encuentro de Sagasta. El pobre ha llevado hoy, además del cubo, un jarro muy grande: los dos cántaros llenos han de pesarle una atrocidad. Es algo indolente, y poco aficionado a ejercicios corporales. Si usted trae el cubo, o siquiera el jarro, lo agradecerá mucho.

Conforme Ibero con este plan, bajaron a la calle, y Martínez, con su cesta colgada del brazo, indicó al mensajero la dirección segura para llegar al río. Separáronse, tomando cada cual distinta dirección. La niebla empezó a desgarrarse en jirones vagos. A los diez minutos de marcha, distinguió Ibero la mansa corriente del Sena, como un cristal esmerilado. Acercose a la orilla por angosto sendero entre céspedes, y vio venir a un hombre agobiado, andando lentamente, con un grave peso en cada mano. Llevaba el cuello del gabán subido hasta las orejas, sombrero hongo, pantalones doblados a estilo de pesca, las botas mojadas de la gran humedad del suelo herboso. Cuando estuvieron frente a frente, dijo Ibero: «Señor don Práxedes, le traigo unos pliegos de su amigo Santa María».

«¡Hombre...! -exclamó Sagasta risueño, con toda la gracia bondadosa que le era peculiar-, hombre... de Santa María... pliegos... Vamos a casa». Y al decirlo dejó en el suelo los pesos que llevaba, y tomó un gran aliento, pues venía ya fatigadísimo.

«Vamos a casa, señor -dijo Ibero-; pero no está bien que usted cargue estas cosas... Yo lo llevaré...».

Quiso don Práxedes resistirse a que el desconocido le sustituyera en el acarreo de agua; pero Santiago se apoderó de la carga y echó por delante diciendo: «Yo estoy aquí para servirle a usted, y ahora, de camino para su casa, le daré una noticia: ha muerto el general O'Donnell».

-¡Hombre, hombre!... ¿Pero es cierto?... ¿Y dónde ha sido?... En Biarritz de seguro.

-Allí... Parece que comió demasiadas ostras. Los periódicos de hoy lo traerán...

La inopinada y grave noticia detuvo a Sagasta en su camino. Absorto quedó mirando al mensajero... Por su mente pasó la noble figura escueta del Duque de Tetuán; pasaron detrás la Vicalvarada, el Bienio, las luchas parlamentarias desde el 54 hasta el 65, en que él, Sagasta, había tantas veces combatido airadamente al vencedor de África. El paso de aquellas históricas páginas por la memoria del tribuno proscrito iba dejando en su alma sensación de frialdad. Una época de empeñadas contiendas pasaba y moría... «¡Qué frío hace!» exclamó el buen Práxedes moviendo los brazos para activar la circulación. Y pensó en la Historia próvida y renovante, que tras de la muerte trae la vida, tras el frío el calor. Inmenso hueco dejaba O'Donnell; mas era el vacío que la idea nueva esperaba para cimentarse... «Vamos, amigo -dijo Sagasta con súbita impaciencia-. En casa hablaremos. ¿Cómo se llama usted?».

-Santiago Ibero: soy también riojano; pero alavés, del lado acá del Ebro. Tal vez haya usted oído nombrar a mi padre, que se llama lo mismo que yo.

-Me suena ese nombre. ¿Su padre de usted es militar? ¿Sirvió con Zurbano?

-Sí, señor. Hace tiempo que está retirado. No sale de nuestra casa de Samaniego... Conocerá usted a mi tía Demetria, la señora de don Fernando Calpena.

-Precisamente les he visto aquí en Julio. Vinieron a la Exposición.

Tembló Santiago pensando en el posible encuentro con personas de su familia, y ya no habló más de parientes lejanos ni próximos. Melancólicos prosiguieron ambos, y a la casa llegaron cuando Martínez, de vuelta de la compra, preparaba el almuerzo. «Juan Manuel -dijo Sagasta asomándose a la cocina-, O'Donnell ha muerto». El otro ya lo sabía: había comprado La Liberté.

Mientras Juan Manuel trasteaba en la cocina, don Práxedes recogió de manos de Ibero el voluminoso paquete, donde venían comunicaciones reservadas, unas de Madrid, otras de Bruselas. Después de pasar por ellas la vista con vaga atención, gritó: «Juan Manuel, oye... ven un momento. Se me olvidó decirte que hagas también almuerzo para este joven». Ibero dio las gracias, excusándose con que tenía que partir pronto; pero al fin, tanto le rogaron, que hubo de quedarse. «No tenga usted prisa, joven -le dijo Sagasta sonriente, rascándose la barba-. En este mundo no hay nada peor que las prisas... Si corremos tras de las cosas, encontramos siempre las peores. Las buenas, créanlo ustedes, vienen a nosotros».

Sirvió Martínez una tortillita para los tres, y una chuleta por barba, y bebieron de un Borgoña superior, resto de un obsequio que les había hecho el diamantista Samper... Llegó para Santiago el momento de tocar a retirada. Despidiose con estas razones: «Es muy grato estar aquí; pero yo tengo que hacer, y ustedes también». Sagasta, indolente y festivo, obsequió al riojano con un insípido cigarro de la Régie, diciéndole: «Nuestros quehaceres no son muy grandes que digamos. En cuanto despachemos la correspondencia, fregaré la vajilla, y luego nos iremos a pasar un rato en el café del pasaje Choiseul...».

Apenas desapareció Ibero, Juan Manuel, haciendo de secretario, leía los pliegos y extractaba su contenido. «Aquí nos dice 83 que continúa celebrando reuniones con 104. A la última concurrió 90, sin que de él pudieran obtener nada concreto».

-90 es el Duque de la Torre, ¿no es eso?

-Justo. Asistió a la conferencia con Dulce y don José Olózaga; pero se mostró muy reacio... Este otro pliego nos lo manda Alcoriza (el cura Alcalá Zamora), diciéndonos que 28, el amigo de Sevilla, tiene a la disposición de la Junta tres mil quinientos duros, y que, según comunicación del amigo de Cartagena, 47, entre la gente del Arsenal hay cada día más partidarios de la Revolución.

-El amigo de Sevilla es Arístegui, y el de Cartagena, Mogrovejo.

-No: Mogrovejo, 171, es el de Alicante.

«Dichoso tú, que con tan buena memoria retienes esos números que son personas», dijo Práxedes, mirando vagamente los giros del humo de su cigarro. A esto siguió una pausa... Martínez leía para sí. Sagasta, después de breve meditación, expresó estas ideas, que demostraban su grande agudeza y el conocimiento de hombres y cosas: «Juan Manuel, oye: muerto don Leopoldo, y Dios le haya perdonado, se puede dar por concluida la etapa de las sublevaciones locales, de los alzamientos chicos, y de las intentonas con partiditas y tontadas... O'Donnell se va, y con su ida acaba la época de los sargentos y empieza la de los generales... Entendámonos con los tetuanistas, y lo que falte lo hará Narváez con sus violencias. La conspiración grande mata la conspiración chica: ¿no crees tú lo mismo?».

-Sí... pero si abandonamos en absoluto la pesca chica -opinó Juan Manuel-, no cogeremos tan fácilmente los peces gordos... Sigamos ahora (le da una carta). Aún hay algo muy importante.

-Ya -dijo Sagasta displicente, leyendo con rápido pasar de ojos-. Nuestro bonísimo Santa María nos repite la murga de que debemos parlamentar con don Carlos... Y me incluye una carta de don Félix Cascajares, que sigue en su manía de identificar al Pretendiente con la Revolución... ¡Vaya por dónde le ha dado a este viejo progresista! Y no es él solo. ¡Qué cosas vemos, Juan Manuel! ¿Pero qué piensan?... ¿Creen posible que traigamos a ese señor a ocupar el Trono? Ya he dicho a Prim que me parecen ridículos esos tratos y contubernios... Y Prim, erre que erre, empeñado en echarme a mí el mochuelo... ¿Qué puedo yo proponer a don Carlos que él acepte? ¿Qué puede don Carlos proponerme a mí que me parezca admisible?

-Pues mira lo que dice Prim (alargándole una carta). La conferencia se celebrará por delegación. Tú representarás nuestras ideas; don Ramón Cabrera, las de don Carlos.

-¡Cabrera y yo! (con suprema indolencia). ¡Y tengo que ir a Londres! (lee rápidamente, fijándose en lo más importante). «Conviene, mi querido 50, que vaya usted a conferenciar con el Tigre del Maestrazgo, no para que lleguemos a una inteligencia, cosa imposible, sino para entretener a don Carlos... Ya que no nos ayuda en la Revolución, debemos hacer todo lo posible para que no nos estorbe... (Pausa. Sagasta rehace su voluntad desmayada.) Iremos a Londres».

Martínez guardó los papeles; cogió una escoba, disponiéndose a la limpieza y arreglo de la casa. «Y qué, ¿vamos esta tarde a París?».

-Iremos un rato al café del pasaje Choiseul -replicó Sagasta acometido de nerviosa actividad-. Prometí a Gambetta que nos veríamos esta tarde... Pero antes, atendamos a nuestras obligaciones. Voy a lavar la loza.