La de los tristes destinos/XVIII
XVIII
Elegido por el ansotano un sitio para vivaquear, encendieron lumbre y a ella se arrimaron gozosos; que Agosto dejaba sentir en aquellas alturas su cruda frialdad. La noche fue alegre, amenizada por la fogata y una cena frugal. Con esto y una dormida breve, repararon sus fuerzas, y a la madrugada siguieron su camino por gargantas estrechas y ondulantes senderos con más bajadas que subidas. A las tres horas de camino oyeron un ujujú lejano, después otro más próximo. «No hay qué temer -dijo el práctico-: son amigos», y soltó él una especie de relincho que repercutió en las solitarias hoces por donde caminaban. Al poco rato se les aparecieron tres hombres armados de escopetas. Eran montañeses de Hecho. Reconocidos por Quirós, se estrecharon las manos gritando: «¡Aragón... Libertad!».
Al cabo de otra larga caminata, vieron dos hombres que se alejaban traspasando una loma: eran carabineros franceses que se recogían a sus puestos. A la media hora, llegaron a una caseta, frente a la cual Silvestre Quirós se detuvo con cierta solemnidad, y descubriéndose dijo: «Señores, estamos en España». Isidro el Pollero, arrebatado de súbito entusiasmo, saludó el suelo de la patria con patadas vigorosas y estos desaforados gritos: «Aquí nos tienes, España; venimos a traerte la Libertad. Tómala (reforzando los pisotones), tómala por buenas o por malas». Poseído Ibero de emoción viva, callaba, y pisaba suavemente. Sus primeros pasos en España después de tan larga emigración eran mesurados, respetuosos, como si hollaran una superficie sensible.
A medida que avanzaban en la estrecha cuenca por donde corrían jugueteando las recién nacidas aguas del Veral, los senderos les ofrecían mejor andadura. A un lado y otro veían los ganados de Ansó pastando en las verdes praderas; veían cabañas, casitas pobres, menguados huertecillos entre peñas. El río crecía rápidamente, amamantado por delgados arroyos que ondulando bajaban del monte; nutríase después de mayores caudales, y cuando ya por su crecimiento adquiría plenitud, lo apresaban para utilizar su juvenil pujanza en el meneo de las ruedas de molino.
Cerca ya de mediodía encontraron otros amigos contrabandistas; uniéronse a estos unos pastores, que sin abandonar su pacífica condición bucólica celebraron la bondad y justicia de la Causa (que sus entendimientos vagamente comprendían), y se dolieron de no poder auxiliarla con activo concurso. En prueba de solidaridad, convidaron a los forasteros y sus acompañantes a una calderada de oveja. Ardía ya el fuego entre las trébedes, ya estaba la res desollada. Aceptó galanamente Quirós en nombre de todos, y el festín fue placentero, sabroso, amenizado por la conversación y por los zaques que muy a punto llevaron los carabineros.
A todos conocía Quirós en el Valle, donde había vivido dos largos meses haciendo propaganda revolucionaria y reclutando prosélitos. Era uno de los más activos y despiertos agentes de Moriones. Su labia persuasiva, su arrogancia y despejo, le captaron la simpatía y la adhesión de la gente ansotana... Despedidos cordialmente de los generosos rústicos, siguieron adelante. Ibero, que todo lo observaba, vio parcelas recién segadas, otras por segar, con las doradas mieses ondulantes; vio plantíos de lino, de patatas, de legumbres, pocas viviendas, animales estacados aquí y allí, algunos hombres, mujer ninguna... Sorprendíase de esta ausencia de las ansotanas, cuyo traje conocía por las llamadas chesas, que había visto vendiendo paquetes de hierbas en Rioja y en Madrid... Sus miradas vagaban de un lado a otro examinando la tierra y los hombres, y echando de menos el sexo femenino, cuando se ofrecieron a su vista los techos de pizarra y los negros muros de la Villa de Ansó. Como no era prudente que tantos hombres entrasen en cuadrilla, ordenó Silvestre que se dispersaran, para reunirse por la noche en puntos determinados. Entraron, pues, solos Quirós y Santiago, llevando detrás al Pollero y a un vecino de la Villa, de los más pudientes, llamado Garcijiménez, en cuya casa habían de alojarse el jefe y sus allegados.
Si en el campo sorprendió a Santiago la falta de mujeres, en la primera calle del pueblo fue grande su asombro al ver las escuetas figuras vestidas con la basquiña de paño verde, sin talle, suelta y airosa, marcando los pliegues rígidos desde el seno al borde de la falda. Al fin aparecían las chesas; mas eran tan tímidas, que al ver los forasteros corrían a esconderse de una puerta a otra. Luego, recelosas, miraban desde el zaguán obscuro; otras se asomaban a los cuadrados ventanuchos, que eran ojos y oídos por donde las recatadas viviendas percibían las imágenes y ruidos que del mundo externo llegaban a la Villa. Las calles de esta permanecían en la franca libertad de afirmado y alineación que se les dio, siglos antes, cuando fueron abiertas: eran torrenteras secas en verano, o cauces pedregosos con islotes y pasaderas en invierno. Las casas de piedra ennegrecida por la humedad eran altas, adustas, remendadas de distintos revocos y chapuzas; en ellas se advertía la pobreza ceremoniosa. Atravesando de un callejón a otro hasta llegar a la Plaza, Ibero habló así a Quirós: «Dime, Silvestre, ¿estamos en el siglo XII?». Y el otro respondió: «Casas y mujeres, todo es aquí gótico, o como quien dice, de la Edad Media».
Pararon en una corta calle o pasadizo que daba a la plaza, y dentro de la casa de Garcijiménez, que era de las mejores de Ansó, aguardaban a Ibero mayores sorpresas. Allí vio de cerca a las ansotanas, y admiró su atavío medieval, que a todos los trajes de mujer conocidos supera en sencilla elegancia. Las dos hijas del dueño de la casa entraban y salían con herradas, transportando el agua de la fuente. Eran bonitas, delgadas, sutiles, y más las sutilizaba la basquiña verde de contados pliegues largos, que daban cierta reminiscencia ojival a los cuerpos enjutos. Vio las mangas cortadas en el hombro y codo, por donde salían buches de la camisa; vio el peinado, que consistía en torcer todo el pelo en una sola mata, envolviéndola con cinta roja: resultaba como una cuerda, que se arrollaba en la cabeza a modo de turbante. Sobre este ponían las muchachas el pañuelo, que los días festivos era de seda de brillantes colores, y los diferentes modos de ponérselo y de anudarlo atrás o adelante indicaban el gusto personal de cada una, y a veces el estado de su ánimo. Los pendientes de filigrana, las cadenas y medallas que colgaban del cuello y que relucían sobre la camisa y el canesú de la basquiña, completaban la arcaica figura... traída de las tablas góticas o de las iluminadas vitelas a la realidad de nuestro siglo.
La distribución interior de la casa también fue motivo de sorpresa para Santiago. En la planta baja estaban los graneros; seguían más arriba, en un piso o en dos, las habitaciones de dormir, y en lo más alto el comedor y la cocina. Esta, bien pavimentada de grandes lastras pizarrosas, tenía poyos alrededor del hogar, y ancha campana para expeler los humos al aire. La mujer o señora de Garcijiménez, asistida de sus hijas y criadas, hacía la comida, que mientras allí estuvieron los huéspedes fue brutalmente opípara y abundante. Dos veces al día les atracaban de ternesco, gallinas asadas, truchas corpulentas del Veral, todo ello estimulado por el ajilimójili, y sin que cesaran las rondas de vino. Otra sorpresa de los forasteros: que sólo los hombres se sentaban a la mesa en la pieza que hacía de comedor, y eran servidos por las muchachas. Estas y la madre y todo el mujerío comían en la cocina. La superioridad feudal del hombre era, como el atavío mujeril, remembranza gótica en aquellas escondidas tierras aragonesas.
Llamábase Garcijiménez a sí propio el contrabandista más honrado. La lucha con el Fisco era, en su conciencia, una industria lícita, y el Fisco un detentador de los derechos del pueblo; además, en todos los tratos no relacionados con las Aduanas y el Resguardo, su probidad no tenía la menor tacha. En Ansó le conceptuaban rico: poseía tierras y ganados, y en las Cinco Villas había colocado algún dinero en préstamos con hipoteca. Si en su cabeza dura germinó la semilla revolucionaria, no fue sólo por el ardor irreflexivo que tales ideas despertaban, sino porque honradamente creía que toda aquella música de Prim, Libertad, había de favorecer la fácil introducción de mulas y muletos, su más pingüe negocio.
En la casa de este honrado vividor quedaron afiliados unos cuarenta hombres, entre paisanos y carabineros. Viéronse allí unidos contra el despotismo político los que, según las leyes del despotismo fiscal, eran enemigos acérrimos. Dispuso Quirós que saliesen en grupos de dos o tres, recorriendo la Hoz, río abajo, hasta la Canal de Berdun. En la Pardina y en Biniés recogerían las armas los que no las tenían, reuniéndose todos en Javierregay, donde encontrarían de seguro órdenes de Moriones. El grueso de los sublevados, que no bajaba de setecientos individuos, estaría probablemente entre Jaca y Berdun. O mucho se equivocaba Silvestre, o el plan de Moriones era invadir con rápido avance las Cinco Villas de Aragón. Hablaba el sargento con todo el aplomo y gravedad de un general de división, y con atenta fe le oían aquellos inocentes y alucinados hombres.
Emprendieron, pues, la marcha al amanecer de un claro día por los escarpados montes de la orilla derecha del Veral. Ibero, inseparable de Quirós, llegó con este y otros tres a la Pardina, donde comieron y se proveyeron de armas; pasaron la Hoz por una elevada cornisa de piedra que iba ondulando al son del río, y contemplaban desde vertiginosa altura la cristalina corriente, en la cual se distinguían las enormes truchas, dueñas de su elemento en aquella región abrupta y solitaria. Reuniéronse al día siguiente en Biniés unos cincuenta hombres a la sombra de un gigantesco y seculoso nogal que en aquella tierra existe, decano de los nogales españoles, y uno de los más nobles, venerables y opulentos árboles que los siglos han perpetuado en el mundo. De Biniés partieron para Javierregay, donde ya eran sesenta y pico, y allí les salió al encuentro un emisario de Moriones. Llamábase Miranda, y era sargento de Artillería de los que escaparon el 22 de Junio. El tal les transmitió la orden de que marcharan en dirección de la Sierra de Marcuello, donde se unirían a las fuerzas de Moriones y Pierrad.
Andando en el rumbo indicado, les contó el sargento Miranda que Moriones había empleado los medios de guerra más enérgicos para llevar a su campo a todos los carabineros de las Comandancias que prestaban servicio en aquella parte del Pirineo. Fácilmente consiguió la incorporación de muchos números; pero con la oficialidad no fue tan afortunado: algún teniente, algún capitán perecieron en esta brega, y otros escaparon a Francia. Con este ten con ten reunió don Domingo como unos cuatrocientos carabineros.
Conviene apuntar aquí que a la salida de Javierregay el sagaz contrabandista Garcijiménez pidió permiso al jefe para ir a Tiermas a traer veinte hombres que allí tenía dispuestos. Partió con esta encomienda el cuco ansotano, llevándose al Pollero en clase de ayudante, y a ninguno de los dos se le volvió a ver más... Traspasaron los expedicionarios el riscoso laberinto en cuyo seno está San Juan de la Peña, cuna gloriosa de la nacionalidad aragonesa; descendieron al valle del Gállego, vadearon este río, y siguiendo por terreno quebrado, amanecieron en un pueblo llamado Linás, donde estaban Pierrad y Moriones. Acomodáronse allí lo mejor que se pudo. La pobreza del lugar apenas les brindaba lo preciso para sustentarse miserablemente, y la precipitación fatal de los sucesos no les dio tiempo para el descanso. Antes de mediodía se supo que venían contra los sublevados tropas del Gobierno. Pierrad y Moriones deliberaron en medio de la plaza, y se convino en que este dirigiría la acción, quedándose el General con su gente, como cuerpo de reserva, detrás del pueblo, a la falda de las colinas circundantes.
Un segundo espía patriota llegó a Linás a uña de caballo; trajo la noticia de que venía el General Manso de Zúñiga con Cazadores de Ciudad Rodrigo, una sección de Caballería y buen golpe de Guardias civiles. Como en estas exaltaciones del espíritu político en guerra la mente popular propende a las formas pintorescas, el emisario venido de Huesca terminó su mensaje con esta pincelada de colorido africano: «Al salir para acá, Manso de Zúñiga ha dicho que volvería con la cabeza de Moriones atada a la cola de su caballo».