XVII

La marmolería de Camus, donde se instalaron los prófugos, estaba en el arrabal de Sainte Marie, separado de la villa de Olorón por la torrentera de Aspe, que baja del Pirineo metiendo ruido y levantando espumas. El sitio era ameno; dábanle mayor encanto las casas risueñas y ajardinadas, las verdes campiñas próximas y el panorama espléndido de la cordillera, imponente muro entre Francia y España. La serrería de mármoles, cuya restauración industrial emprendió Bidache hijo sin demora, ofrecía campo de actividad al buen Ibero, y este no dejó de ver en ella, desde los primeros instantes, una granjería provechosa para el porvenir. Pero no bien cumplida una semana de vivir Teresa y su amado en aquel apacible refugio, se apareció de nuevo el impetuoso Chaves, que, como serpiente del Paraíso, siguió tentando con promesas de gloria y otros halagos al fogoso Iberito. Y para reforzar su dialéctica, llevó una tarde a Silvestre Quirós, el amigo y paisano de Santiago. Aunque Silvestre había salido de España con los galones de sargento primero, en el ancho campo de la emigración era considerado ya como teniente o capitán (no se sabe con certeza), y se le daba el mando de una compañía mixta de contrabandistas y carabineros.

Resistía Santiago heroicamente la sugestión guerrera y patriótica de sus amigos, no porque dejara de prender en su alma el fuego que aquellos locos le transmitían arrojándole conceptos incendiarios, sino porque, firme en el amor de Teresa, pensaba que esta había de padecer cruelmente viéndole correr en pos del fantasma revolucionario. La separación, además, habría de ser para entrambos amarguísima. Hallándose, pues, una noche en estas luchas de su mente arrebatada y de su corazón amante, retirados ya los dos en su aposento después de cenar, sobrevinieron estos memorables razonamientos que hizo Teresa con elevado y generoso espíritu:

«Muchas cosas he aprendido, Santiago, desde que rompí con aquella vida indigna para quererte a ti solo. El amor tuyo y esta paz en que vivimos, han despertado todo lo bueno que puso Dios en mí. Quiero decir que, por quererte tanto, ya no tengo más egoísmo que el del amor; pero fuera de esto, no apetezco otro bien que el tuyo, y todo cuanto poseo lo doy porque seas feliz, porque veas cumplidas tus aspiraciones... ¿Me vas entendiendo?... ¿Por qué me prendé yo de ti en aquellos caminos manchegos? Por lo que me contaste de tu ensoñamiento de cosas grandes desde que eras chiquito, por el afán que yo veía en ti de ayudar a los hombres valientes y de igualarte a ellos. Pues si por esto te amé y te amo, ¿no es un desatino que yo te estorbe para realizar lo que te pide tu carácter, tu corazón y tu natural todo? ¿No sería yo criminal si te amarrara para siempre a esta vida de menudencias, en la cual no puedes salir de la insignificancia, de la nulidad? Mucho he pensado en esto desde que hablamos con Chaves en Bayona. A fuerza de cavilar y cavilar, aquí tengo una idea que creo inspirada por Dios. Vas a saberla: la mejor prueba de amor que puedo dar a mi águila es soltarle las ataduras y decirle: 'Vete a tus espacios altos, águila mía, que aquí me quedo yo viéndote subir y esperando que vuelvas a mi lado'».

Suspenso y aturdido dejaron a Ibero estas declaraciones, que tan alto sentido de la vida entrañaban, y no supo por el pronto contestar más que con vaguedades y protestas de amorosa constancia.

«Creo todo lo que me dices -prosiguió Teresa- y es preciso que creas tú todo lo que a decirte voy. Prepárate porque oirás cosas de esas que causan miedo por demasiado sinceras... Yo soy, digo, yo he sido una mujer mala... una mujer perdida... o si esto te parece duro, una mujer sin juicio. Soy de esas que han nacido para una vida dividida en dos partes, una buena y otra mala; pero si lo común en las que nacen con ese sino es vivir primero la mitad buena y luego la mala (y en este caso se hallan muchas casadas), a mí me ha tocado el poner la mitad mala antes que la buena, y en esta estoy ahora... El cuento es que con mi pasado deshonroso no puedo echar sobre ti más que una sombra muy negra y muy mala. ¿Qué posición puedes tú alcanzar, ni qué honra ni qué provechos al lado de Teresa Villaescusa? Si de este rincón saliéramos para volver a Madrid, serías conmigo un hombre mal mirado de todo el mundo. ¿Y de tus padres, qué diré yo? Sin duda se avergonzarían de llamarte hijo. (Nuevas protestas de Santiago invocando la razón libre, la independencia moral y qué sé yo qué.) Ante eso, mi conciencia se subleva. La mujer mala se levanta, sacude el polvo que de los tiempos de su maldad aún pueda quedarle encima, y dice: «Santiago mío, vete a mirar de cerca las grandezas de Prim o de Moriones; llégate a la fantasma, tócala: sabrás lo que hay en ella. No diré yo que no encuentres lo que buscas. ¿Quién sabe lo que Dios te tiene reservado? Ya salgas bien de tu nueva tentativa, ya salgas malamente, aquí me hallarás... a no ser que te quedes por allá o no quieras volver, en cuyo caso yo seguramente no habría de sobrevivir a mi soledad...».

Aún resistió Santiago, poniendo el amor por cima de la gloria y de toda ambición. Mas como Teresa repitiera su poderoso razonar, inspirado en la realidad de la vida, se rindió el hombre, y declaró que iría, sí, a probar nuevamente fortuna en la guerra sediciosa; pero lo hacía por obediencia a los deseos de su amada, y con firmísimo propósito de volver a su lado vencedor o vencido. Dijo Teresa que a tal prueba le sometía por deber de conciencia y por estímulo del amor mismo, el cual, también algo ambicioso, a su modo buscaba un poquito de grandeza... Y además de aquella prueba, a otra le sometería; mas como era tarde, pensaran en dormir, que tiempo habría de decir lo restante.

Durmió inquieto Santiago, y Teresa no pegó los ojos, pasando la mayor parte de la noche en monólogos ardientes, engarzados uno con otro, al modo de rosario, por el hilo de esta idea fija: «La otra prueba es más dura, es terrible; pero aunque en ello me juegue yo la vida, a esa prueba voy. En esta segunda mitad de mi vida, que debiera ser mala y me ha salido buena, me he vuelto más lista que antes lo fui; tengo talento que ya lo quisieran las honradas a carta cabal, y un tesón y una entereza que ya, ya... Pues es preciso que esa ilusión vieja de Santiago por la tal Salomita se confirme o se desvanezca. O ella o yo... No quiero incertidumbres ni tonterías de si será o no será. Le diré a Santiago que en cuanto salga de su aventura bien o mal, se vaya a donde está esa niña zangolotina y la vea... y escoja entre ella y yo... Esas cositas del ideal y de la belleza soñada me ponen en una celera horrible. Quiero disipar esa nube y dejar bien limpio y claro el cielo mío... He averiguado que la niña pura está cerca de aquí, en un pueblo que llaman Lourdes... Por lo que de ella me han dicho, se me ha metido en la cabeza que es una desaborida, que no ha de gustar a Santiago cuando la vea y la trate más que la ha tratado y visto... Yo soy valiente; voy a la cabeza de las dificultades, estoque en mano, y el toro me mata a mí o yo le mato a él... Santiago mío, no quiero la menor duda entre nosotros. Antes que dudar, morir...».

De este delicado asunto y espinosa prueba habló a Ibero al siguiente día, con disgusto de él, que ya se iba acostumbrando a ver la estrella que llamó Polar apagándose gradualmente. Heroica y altanera, Teresita repitió la terrible fórmula antes que dudar morir, añadiendo el lugar de residencia de la Dulcineíta, y requiriendo a Santiago a que de una vez despejase aquel misterio, cerciorándose de si el ídolo adorado en sueños era persona o muñeca. Con cierta repugnancia habló Santiago a Teresa de este asunto, y enérgicamente dijo que de las dos pruebas, sólo a la primera se sometía, y la otra debía ser de plano desechada como impertinente y peligrosa... Y volvieron Chaves y Quirós, y al saber que la parienta de Ibero le daba licencia para incorporarse a los expedicionarios, alegráronse lo indecible.

En aquellos días estaba Olorón lleno de emigrados, los más con nombre fingido y disfrazando como podían la condición y nacionalidad. De Burdeos había traído Chaves unos treinta, y otros procedían de Bayona, Mont de Marsan y Tarbes. Teresa, que era buena observadora, vio en Sainte Marie y en la villa caras conocidas, tipos de militares y de patriotería ciudadana, fisonomías vascas, figuras madrileñas. La presencia de policía y gendarmes venidos de Pau aventaron el enjambre, que se corrió hacia el Sur, esparciéndose en la enorme muralla Pirenaica. Llegó por fin la noche en que hubo de emprender Ibero el camino de su aventura. La despedida fue tiernísima, partiendo él con aflicción muda, quedando Teresa llorosa y abrumada de presentimientos.

Con Santiago salieron de Sainte Marie Chaves y el Pollero poco después de las diez de la noche, y por trochas y veredas tomaron la orilla izquierda de la torrentera de Aspe, aguas arriba, en dirección Sur. No llevaban más que lo puesto y una muda de ropa ligera, en envoltorio a modo de mochila; faja donde guardaban el tabaco, la navaja y algún dinero; alpargatas, boina, y el corazón lleno de esperanzas. Anduvieron buen trecho silenciosos, y lejos ya del punto de partida, rompió Chaves con estas advertencias y explicaciones: «Iremos juntos hasta un sitio llamado Puente de Lescun. Allí encontraremos a Silvestre Quirós y a otros amigos, y nos separaremos en dos grupos. Yo iré en el que ha de seguir hasta Canfranc. Tú, Santiago, y tú, Isidro, iréis con Silvestre al Valle de Ansó, donde recogeréis la partida de escopeteros que allí se está organizando».

Algo faltaba que el ardiente revolucionario dejó para lo último, por ser lo más penoso y desagradable. «Amigos -dijo suspirando-, tengo que comunicaros una mala noticia. Don Juan Prim no viene, como nos habían prometido, pues se ha resuelto que vaya a Valencia, donde se dará otro golpe. Es un dolor; nos han jorobado; pero qué remedio... Nos mandará Moriones, que es de los que tienen los calzones bien puestos, y las ternillas en su sitio, y además conoce palmo a palmo los terrenos de Aragón. Ánimo y adelante». A cuerno quemado les supo la noticia a los dos patriotas; ambos recordaron el desastre de Madrid por la ausencia de Prim, y Santiago refirió el de Valencia, donde las tropas se echaron atrás en el momento preciso, sin que la presencia del General valiera de nada.

Amanecía cuando llegaron a Pont de Lescun, y en una casa, que más bien parecía castillo en ruinas, encontraron a los amigos anunciados por Chaves. Reuniéronse allí unos catorce hombres, aragoneses en su mayoría, según declaraban la traza y el acento. Diez eran los que habían de seguir a Canfranc. Cuatro pasarían al Valle de Ansó a las órdenes de Silvestre, y guiados por un ansotano... Adiós, adiós. Un cantinero híbrido de baturro y francés les sirvió la mañana, y mejor bebidos que comidos, emprendieron la marcha los dos grupos, cada cual a su destino, por angostas veredas trazadas por el ligero pie de las cabras. Pero los vericuetos más riscosos e inaccesibles fueron los que acometió la partida gobernada por Silvestre Quirós, que había de franquear enormes desniveles hasta encaramarse en las estribaciones del Pico d'Anie, por donde buscaría el desfiladero que les abriera paso a la cuenca del Veral. Todo el día invirtieron aquellos infelices en escalar peñascos, vadear torrentes, gatear por céspedes resbaladizos o por lastras donde difícilmente podían asegurar el pie. Tras de una gran masa rocosa vencida, aparecía otra más imponente y adusta, y tras una temerosa angostura suspendida sobre el abismo, venía un cornisón que ladeados pasaban agarrándose a los picos de la peña, o a los arbustos que en las grietas crecían. Ibero, que no creía existiese espectáculo más grandioso que el del mar, quedó absorto y aterrado ante la majestad de aquel mundo de las alturas, oleaje petrificado, imprecación que la tierra lanza contra el cielo, desesperada por no poder escalarlo.

El guía, cuyo vigor muscular se había educado en el contrabando, no conocía la fatiga. Los cinco expedicionarios sacaban fuerzas de flaqueza, y sometían piernas y pulmones a un inmenso trabajo. Pero en el constante ascender, la variedad de paisajes les sorprendía y a veces les anonadaba: a la salida de un pasadizo de rocas, bordearon un lago que dormía entre muros verdosos; luego vieron a sus pies el lugar de Lescun, y sobre sus cabezas unos picachos tan inclinados sobre la vertical, que al parecer bastaría que alguien tosiera o diese unas palmadas, para que se vinieran abajo con la nieve que en sus espaldas y en sus rebordes tenían... Los caminantes no podían ya con sus cuerpos. Pero el guía les arreaba, siempre risueño y zumbón, anunciándoles que pronto llegarían a su descanso. Por fin, en una revuelta del Puerto de Anie llegaron a una corta meseta, donde el guía, hundiendo en el suelo el regatón de su palo, les dijo alegre y triunfante: «Alto aquí, caballeros, tomen respiro, y echen una miradica para esa parte baja por donde se pone el sol».

El sol se ponía con esplendor de llamaradas rojizas entre nubes, por la parte en que todas las masas de montes aparecían en descenso. Miraron los asendereados andantes, y vieron al término de la gran escalera de montañas un vacío, un azul plano, que les pareció un pedazo de cielo, desprendido por detrás del mundo visible. «Es el mar, el mar», gritaron los tres a una, quedando embelesados en la contemplación del sublime cuadro. Era el golfo de Gascuña; podían mirarlo a noventa kilómetros de distancia y desde una altura de dos mil metros. Ante el mar y la montaña, Ibero, silencioso, pensó que a la medida de aquellas grandezas debieran cortarse siempre los hechos humanos.