III

Malrecado no tenía hijos, ni mujer que se los diera conforme a Sacramento. Era solo y cínico; de su empleo había hecho una granjería sorda, que sin ruido le daba para vivir desahogadamente, ocultando su bienestar debajo de una mala capa y de ropas que ya eran viejas cuando pasaron de ajenos cuerpos al suyo desgarbado. Su mano sucia no cesaba de recoger esta y la otra ofrenda, y su astuta labia ablandaba las voluntades de los robados como la de los ladrones. En la política brutalmente antagónica de aquellos tiempos, hallaba campo doble para espigar con fruto. De lo lícito y de lo vedado, de lo legal y de lo subversivo, sacaba el hombre para la bucólica y para la alcancía, para el presente claro y el mañana obscuro, y guardando con escrúpulo sus apariencias de pobre, señuelo de incautos, era un redomado alcabalero que, de guardia en su garita policíaca, cobraba el tributo a toda debilidad humana que pasaba para una parte u otra. Hombre sin ninguna instrucción, de su talento natural había sacado el cinismo útil y la filosofía parda y reproductiva.

Como se ha dicho, salió de la taberna con las prójimas, a las que acompañó hasta Santa Cruz, y desde allí se fue solo a Palacio, subió por la escalera de Cáceres, internose en los pasillos del piso más alto. Allá solía ir casi diariamente, pues amistad o parentesco tenía con planchadoras, mozos y casilleres... Ocho días después de lo referido, media hora antes de que se alegrara la plaza de la Armería con el militar bullicio del relevo de la guardia, subió Malrecado por la misma escalera y se detuvo en el piso segundo, donde vivían los servidores de más categoría. En el ángulo de Armería y Oriente llegose a una puerta, y antes que tirara del cordón de la campanilla, aquella se abrió para dar paso a don Guillermo de Aransis, gallardo de apostura, fresco de rostro, vestido de mañana y poniéndose los guantes. La belleza varonil del linajudo caballero se hallaba en el cenit, como diría un escritor de la época, en ese esplendor estacionario, distante aún de la declinación. Aransis no salía de visita; no vivía en aquella casa... salía para irse a la suya.

«No podía usted llegar más a tiempo, Malrecado -dijo al policía-. Dejo una carta para Beramendi. Entre usted y recójala».

-Y aquí traigo yo otra del señor de Tarfe, que pone: urgentísimo. Me ha dicho que espere contestación.

Leída rápidamente la esquela de su amigo, dijo Guillermo al mensajero: «Antes de llevar la carta para Beramendi, vaya usted a casa de Manolo y dígale que iré a verle en seguida. Dentro de media hora estaré allá».

Y no pasó más. Con estos recados y comisiones urgentes se relacionaba la visita que Manolo Tarfe hizo a Palacio y a Su Majestad, después de pedir audiencia por mediación de la Villares de Tajo. El ingenioso y decidido caballero celebró previa conferencia con su amiga en una estancia no muy clara, con rejas a la galería; recinto de apacible misterio, semejante al de las Meninas de Velázquez, aunque decorado con menos austeridad. En él parecían residir como en su propio nido los cuchicheos de voces femeninas y afeminadas, y los rumores de almidonadas faldamentas. Breve y nerviosa fue la conversación de Tarfe y Eufrasia.

«¡Crisis! ¿Pero es eso creíble?... Anoche corrió ese rumor en el Casino. Nadie hacía caso. Yo, que de algún tiempo acá rindo culto al absurdo, me dije: 'Cuando la cosa no tiene sentido común, debe de ser cierta... Para salir de dudas, acudamos a la fuente de los hechos históricos, que es la Reina. El caño de esa fuente arroja su agua primera sobre el cántaro de ese alma de ídem que se llama Guillermo de Aransis'. Acudo a él hace un rato, le interrogo; me contesta con equívocos y sonrisitas que confirman el desatinado rumor... ¡Ay, Eufrasia!, en este horrible desconcierto lógico, viendo que la mentira es verdad y el absurdo razón, el hermoso Aransis me pareció un patán feísimo, zafio, grotesco... Le hubiera dado veinte patadas... En fin, amiga mía, dígame usted la verdad o la parte de verdad que usted sepa».

-Sólo sé que hay gran presión sobre la Señora para que cambie de Gobierno; pero aún no ha resuelto nada. La cosa es dura y la ocasión diabólica.

-O'Donnell acaba de sofocar una insurrección formidable; ha obtenido de las Cortes siete autorizaciones económicas y políticas, y de añadidura la suspensión de garantías. Ha fusilado a sesenta y seis sargentos. ¿Acaso les parece poco fusilar?

-No por Dios, no es eso.

-¿Por ventura se ha fusilado demasiado?

-Tampoco es eso, Manolo. Puesto que dentro de un rato hablará usted con Su Majestad, pregúntele a ella... o trate de adivinar su pensamiento...

-No me hablará de política, ni yo, que sé tratar con Reyes, he de salirme de la casilla de mi asunto.

-¿Se puede saber...?

-No es ningún secreto. Vengo a pedir a doña Isabel que interceda por dos infelices paisanos detenidos el 22 de Junio, y que no tuvieron arte ni parte en la sublevación. Los llevaron a Leganés, y allí están esperando cuerda para Melilla o Fernando Poo...

-Pues hace usted bien en darse prisa, porque mañana o pasado podría encarecerse tanto la clemencia, que costaría Dios y ayuda obtener un pedacito de ella... Y dígame otra cosa, alma inocente: ¿viene usted a la petición solito y a palo seco, fiado en su propia influencia y simpatía?

-No, señora, que si tal hiciera sería tonto de capirote. Mi prima, que estaba en el convento de San Pascual de Aranjuez, anda ahora por San Sebastián jugando a la fundación de monasterios. Pues por ella he conseguido una carta de la Madre, de la excelsa, seráfica y milagrosa Madre. ¿Quiere usted ver la carta? Aquí la traigo... En ella se da fe de la religiosidad y honradez de mis dos protegidos, y se pide sean puestos inmediatamente en libertad.

-Bien, Manolo. Falta saber si la carta trae la contraseña que pone la Madre para dar valor y eficacia a lo que escribe...

-Trae todos los requisitos, Eufrasia. Ya he tenido buen cuidado de hacerla examinar por las señoras y algún caballero de la Camarilla.

-Pero...

-Ya entiendo... eso no basta. Por encima de la Camarilla de la Reina está el Supremo Camarillón Ecuménico, que funciona en el cuarto del Rey... Yo me encomiendo a usted, Eufrasia...

-¡Dale con las dichosas camarillas!... Los hombres de más talento no se libran de pagar su tributo a la vulgaridad.

-La opinión se hincha con la verdad, así como con la mentira. ¿Quién es capaz de separarlas? Loco sería el que en pleno huracán intentase separar el viento del polvo.

-Una frase ingeniosa no resuelve nada, Manolo. A los ingeniosos y chistosos les desterraría yo a una isla desierta... Pero con estas tonterías deja usted correr el tiempo, y si se descuida, se le pasará la vez... Váyase a la Saleta, que ya habrán empezado las audiencias.

-Cuento con la impuntualidad de la Señora... Pero, en fin, allá me voy. ¿Podré ver a usted después?

Quedó la Villares de Tajo en recibirle en su casa por la tarde, y nada más hablaron... En la Saleta aguardó el caballero más de media hora la ocasión feliz de pasar a la presencia de Su Majestad.

«Estás hecho un perdido, Tarfe... Me tienes muy olvidada... Mil años hace que no vienes a verme». A estas primeras palabras de la Reina, contestó el caballero con finísimas disculpas cortesanas. Vestía doña Isabel un vaporoso traje de crespón de seda azul con volantes y adorno de encajes negros. Su peinado bajo achaparraba su cabeza, haciéndola más aburguesada de lo que era realmente. Por haber transcurrido unos dos años sin verla de cerca, fijose el caballero en la creciente gordura de la Reina. Las formas abultadas y algo fofas iban embotando su esbeltez y agarbanzando su realeza... Aquel día no se hallaba la Señora de buen talante. Parecía distraída, inquieta, y sus ojos de un azul húmedo y claro, sus párpados ligeramente enrojecidos, más expresaban el cansancio que el contento de la vida... Eran los ojos del absoluto desengaño, los ojos de un alma que ha venido a parar en el conocimiento enciclopédico de cuantos estímulos están vedados a la inocencia.

Apenas despachó Tarfe sus cortesanías y fórmulas de respeto, entró en materia, exponiendo a la Reina su petición humanitaria... Pedía la libertad de dos hombres inocentes; reforzaba su demanda con una carta de la santa Madre; si la Soberana piadosa se condolía de aquellos desgraciados y quería salvarles de una bárbara deportación, bastaría que escribiese dos letras al General Hoyos... Pero no se limitara a una fría recomendación; habría de pedir o mandar con todo el calor que su corazón atesoraba para los móviles de clemencia, de amor a los españoles.

«Pues mira, voy a complacerte -dijo la Reina sin perder la seriedad con que aquel día enmascaraba su gracia festiva, a veces zumbona-. Eso para que digan que no perdono, que no soy generosa... Dime los nombres y escribiré ahora mismo la carta. Y la pondré bien expresiva para que Hoyos no tenga más remedio que bajar la cabeza».

Leída con rápido pasar de ojos la carta de la Madre, Isabel se sentó a escribir, tiró de papel y pluma, repitiendo: «Dime los nombres».

-Uno de los presos es Leoncio Ansúrez, armero habilísimo, que estuvo en la guerra de África. Todos los generales de África le aprecian mucho. Es un hombre excelente, que nunca se ha metido en revoluciones ni cosa tal... ¡Pero si Vuestra Majestad le conoce, o al menos tiene de él noticia!... Claro, no es fácil que se acuerde... Yo, Señora, y mi prima Carolina Monteorgaz le contamos a Vuestra Majestad una noche, años ha, el caso de aquel herrerito que entró a componer las cerraduras en casa de la hija de don Serafín del Socobio, Virginia...

-¡Ah!, sí... recién casada con el chico de Rementería.

-Y en vez de componer la cerradura, ¿qué hizo el hombre?, pues descerrajar el corazón de Virginia... Con pocas palabras y hechos atrevidos la enamoró y cautivó, llevándosela consigo...

-Y en el campo vivieron largo tiempo, libres y felices... Ya me acuerdo... ¡Pobres muchachos! Alguna vez pensé yo en ellos... La verdad, fue un caso graciosísimo... Y no hay que culpar a Virginia, sino a sus padres, que la casaron con un hombre afeminado y bobalicón, sin maldita gracia para el matrimonio... Todo les está bien merecido. Luego hablan... Hay que ponerse en lo natural... De los tres personajes de ese drama de familia, no conozco más que a Ernestito... ¡Qué modales ridículos, qué voz de tiple acatarrada!

Por primera vez en aquella mañana, una franca alegría iluminó los ojos claros de la Reina, y la sonrisa picaresca retozó en sus labios. Con nerviosa mano trazó algunos renglones en la carta, diciendo, sin apartar los ojos del papel: «¿Y quién es el otro?».

-El otro es un jovencillo de apenas veinte años, llamado Santiago Ibero, arrogante, guapísimo y muy inteligente.

-No le prenderían por su mucho talento y su guapeza.

-Le prendieron no más que por haberle visto en la calle con un tal Moriones... ¡Pobre chico! El acompañar a Moriones fue cosa accidental... No se lo cuento a Vuestra Majestad por no fatigarla... Pero le aseguro que Iberito no anduvo jamás en líos revolucionarios, ni sabe nada de eso. Añadiré tan sólo que es de una gran familia, y que su padre, el coronel D. Santiago Ibero, ha sido uno de los valientes defensores del Trono de Vuestra Majestad.

-Santiago... Ibero... -murmuró la Reina mordisqueando el nacarado mango de la pluma-. Tengo la idea de haber firmado algo referente a ese Coronel... Tal vez una cruz... Lo recuerdo porque me chocó el nombre y apellido, que juntos resultan lo más español del mundo...

-A españolismo neto nadie gana a este chico que han preso injustamente, señora. Es valiente, es aventurero, es enamorado...

-Tú, como tu amigo Beramendi, no pedís favor más que para los enamorados... ¡Buen par de perdidos estáis! -dijo Isabel con más seriedad en el tono que en el concepto-. Ahí tienes la carta. Me parece que va fuertecita. Hoyos no podrá negarme lo que le pido.

Extremó el buen Tarfe sus demostraciones de gratitud, y como al despedirse dijese que no pasaría el próximo día sin presentarse a Hoyos con la carta, saltó la Reina inquieta, algo nerviosa, diciéndole: «No, Manolo; no esperes a mañana: despacha ese asunto esta misma tarde».

Las prisas de la Reina, que como buena española siempre fue perezosa y mañanista, llenaron de confusión a Tarfe. Pero disimulando su sorpresa, se acomodó a la soberana voluntad. Y como la despedida le ofreciera una feliz coyuntura para hablar de O'Donnell, la aprovechó al instante, diciendo que le había visto la noche anterior muy caviloso por la gravedad de las cosas políticas, muy atareado con los trabajos preparatorios para plantear las autorizaciones... A esto, doña Isabel, retirando de su rostro toda inflexión que pudiera dejar traslucir el pensamiento, sólo dijo: «Yo quiero mucho a O'Donnell», y lo repitió hasta tres veces. Con este breve y expresivo concepto, que cortaba el paso a otras manifestaciones, Tarfe se sintió despedido, suavemente empujado fuera de la Cámara Real. Salió de Palacio entre alegre y triste, o más bien perplejo, atormentado por confusiones. Acudió por la tarde a la diligencia de libertar a los dos presos por quienes se interesaba, y luego visitó a Eufrasia en su casa, con ánimo de sonsacarle alguna información de los escondidos designios de la Camarilla. La dama no se recató para pronosticarle el próximo cambio de Gobierno, que era como pronosticar nieves en verano e insolaciones en invierno. El absurdo imperaba, y la lógica política era una ciencia definida por los orates.

Con estos desagradables pronósticos fue Tarfe a Buenavista; comió en familia con don Leopoldo: nada dijo en la mesa; pero más tarde, cuando llegaron a la tertulia los mejores amigos del de Tetuán y los diputados más adictos a su política, se planteó por todos la temida cuestión: «Mi General, que está usted vendido... Mi General, que la zancadilla está preparada... Mi General, que Narváez...». A estas manifestaciones de Ayala, Mantilla, Navarro y Rodrigo, añadió Tarfe sus informes, bebidos en el propio manantial de las intrigas. O'Donnell, que con toda su experiencia y sus lauros militares era un niño muy grande, no daba crédito a lo que conceptuaba chismes y chanzas recogidos en los cafés. Abroquelaba su incredulidad con el sentido común, con la lógica; concluía por incomodarse, por mandar callar a sus fieles amigos... Uno de los mejores, Ortiz de Pinedo, entró y soltó esta bomba: «He llegado esta mañana de San Juan de Luz. Allí he visto a González Bravo...».

-¿Y qué?

-Habrá salido hoy; llegará mañana. Viene a formar Ministerio con Narváez.

Aún se resistía don Leopoldo a dar crédito a los anuncios de su caída. El gran niño no quería comprender que reducir a una camarilla, o librarse de sus invisibles asechanzas y silenciosos tiros, es más difícil que la expugnación y conquista de Tetuán. Con todo, el pesimismo de los amigos invadía suavemente su ánimo, y aquella noche no fue su sueño muy tranquilo. A la mañana siguiente, después de despachar una larga firma de Guerra, se dispuso a ir a Palacio a la hora de costumbre; y anhelando despejar sin demora la incógnita, llevó a Su Majestad la promoción de senadores, que ya conocía la Reina, pues algunos nombres de la lista habían sido propuestos por ella... Y la Historia callejera y cafetera, anticipándose a lo que había de decir la Historia grave, refirió aquella tarde que el despacho con la Soberana fue breve y cortante. Presentada la lista de senadores, Isabel negó seca y agriamente su firma. A tal desaire no podía contestar O'Donnell más que con su dimisión, tan seca y áspera como el veto de doña Isabel... Saludos, adioses de mentirosa afabilidad, sonrisas que se cruzaron como rayos mortíferos, deglución de saliva, inclinación del largo cuerpo del Primer Ministro, como chopo azotado del viento... y hasta el Valle de Josafat.

En Buenavista esperaban a O'Donnell sus amigos, algunos ministros y generales, y no pocos diputados, ansiosos de conocer la sentencia de vida o muerte. Buen disimulador era don Leopoldo; pero aquel día su desconcertada voluntad no pudo impedir que saliera al rostro la ira que le abrasaba. Apoyándose de lado en la mesa central del salón, se quitó los guantes, y arrojándolos con violencia sobre el mármol, el vencedor de África dijo: «Me ha despedido como despedirían ustedes al último de sus criados».

Levantose en el concurso de amigos y sectarios un murmullo de sorpresa, que pronto lo fue de espanto, de ira; vocerío de recriminaciones, de protestas y amenazas. «Mi General -dijo uno de los más fogosos, de procedencia progresista y revolucionaria-, a los dos días de lo de San Gil, acordó la Camarilla el cambio de Gobierno. Don Miguel Tenorio y don Alejandro Mon han sido los correveidiles entre Palacio y Narváez. ¿Por qué se ha tardado tanto en hacer efectiva la crisis?». Y Ayala respondió: «Porque al desaire querían añadir una burla trágica. Narváez no tenía prisa. Era más cómodo para él que nosotros fusiláramos a los sargentos. Así podía venir el tigre más descansado y con aires de clemencia». O'Donnell, sin añadir una palabra a este comentario de tan horrible veracidad, pasó con el General Serrano y algunos otros a la estancia próxima. En el salón quedó vociferando el grupo más inquieto y levantisco. Entre el tiroteo de frases acerbas y de burlescos dicharachos, descolló la voz declamante y altísona de Adelardo Ayala, gritando: «Esa señora es imposible».