II

«A casa, a casa -dijo la Generosa cogiendo del brazo a su hermana y llevándosela calle abajo, rodeada de los amigos-. Yo no quería venir, bien lo sabes... Nos habríamos ahorrado esta sofoquina». Y la Jumos, con austera suficiencia, soltó la opinión contraria. «Debemos verlo todo, digo yo. Así se templa una y se carga de coraje». Después proclamó resueltamente la doctrina de Zenón el Estoico, asegurando que el dolor no es cosa mala. Volviose Rafaela de súbito hacia los que la seguían, que era considerable grupo, y alzando las manos convulsas sobre las cabezas circunstantes, gritó: «¡Viva Prim!... ¡Muera la...!». Su hermana y Gamoneda acudieron a taparle la boca, cortando en flor la exclamación irreverente. Ambas Zorreras y su séquito continuaron rezongando, y al pasar frente a la Cibeles, se les unió un sujeto que por su facha y modos se revelaba como del honorable cuerpo de la policía secreta. Valentín Malrecado no gastaba uniforme; pero mejor que este declaraban su oficio la raída levita del Rastro, el pantalón número único, el abollado sombrero, la cara famélica no afeitada en seis días, y el aire mixto de autoridad y miseria, propio de tales tipos en España y en aquellos tiempos. Agregado a la compañía, habló con sosegadas amistosas razones, pues a las Zorreras trataba con ancha confianza, y de Gamoneda había sido socio en la magna explotación de Obleas, lacre y fósforos, instalada en Cuchilleros.

«Ya te vi arrimadita a la verja -dijo a la dolorida mujer-; pero no quise acercarme a ti porque estabas furiosa y algo subversiva. Es natural... te compadezco... Te doy el pésame... Cosas de la vida son estas... Hoy les toca morir a estos, mañana a los otros. Es la Historia de España que va corriendo, corriendo... Es un río de sangre, como dice don Toro Godo... Sangre por el Orden, sangre por la Libertad. Las venas de nuestra Nación se están vaciando siempre; pero pronto vuelven a llenarse... Este pueblo heroico y mal comido saca su sangre de sus desgracias, del amor, del odio... y de las sopas de ajo. No lo digo yo; lo dice el primer sabio de España, Juanito Confusio».

Iban las dos hermanas despeinadas, ojerosas, como quien no ha probado desayuno después de una noche de angustioso desvelo. Llevolas Malrecado a una taberna de la calle del Turco, de la cual era parroquiano constante. Allí la partida se componía de las Hermosillas, la Jumos, Erasmo Gamoneda y una joven costurera llamada Torcuata, que llevaba en brazos a un niño, a quien había dado la teta viendo pasar los coches con los desgraciados sargentos... Sentáronse las señoras en negros banquillos, y se les sirvió vino blanco, que según el policía era bálsamo para las congojas y el mejor alivio de pesadumbres. Rafaela, que estaba desfallecida, dio tregua a la emisión de suspiros para beberse el primer vaso, apurándolo de un trago. Ella y su hermana repitieron hasta tres veces; Torcuata prefirió el Cariñena, y se atizó varias copas por estar criando; el chiquillo se le había dormido. Requirieron la Jumos y Gamoneda el aguardiente blanco, que por añeja costumbre era la reparación más eficaz y consoladora en sus maduros años. A una pregunta de Rafaela, contestó Malrecado: «La segunda ristra de sargentos saldrá pasado mañana. Diez y ocho individuos van en ella. La verdad, esto pone los pelos de punta... Pero lo que digo: es la Historia de España que sale de paseo... Debemos suspirar y quitarnos el sombrero cuando la veamos pasar... Luego vendrán otros días... Y si quiere venir la Revolución, mejor... Don Manuel Becerra, que es amigo, se ha de acordar de mí... Pues como iba diciendo, quedará la tercera cuerda de sargentos para la semana que entra, si el Consejo de Guerra los despacha... Son muchas muertes... Don Leopoldo hace bueno a Narváez... y no digo más, que soy o debo ser ministerial... un ministerial de cinco mil reales... ¡Cinco mil reales!, que venga Dios y diga si hay país en el mundo donde sea más barato el Orden...».

-Para lo que hacéis -dijo la Rafaela, reanimada ya con la bebida-, bien pagados estáis... Anda, que algo coméis también de la Libertad... Buenos napoleones te ha dado don Ricardo Muñiz. Y ese pantalón, ¿no es el que se quitó Lagunero cuando tuvo que escapar disfrazado?

-No negará -dijo la Torcuata zumbona- que Chaves le dio tres vestidos de niño... yo lo vi; yo trabajaba en su casa... Tus sobrinos, los hijos de Pilar Angosto, los lucen los días de fiesta...

-Confiesa que comes con todos, Malrecado, y no te abochornes -observó la Jumos poniéndose en la realidad-. Vele ahí la Historia de España por la otra punta. En comer de esta olla y de la otra no hay ningún desmerecimiento. Cuando vamos para viejos, traemos a casa todos los rábanos que pasan.

-Malrecadillo, esa levita que llevas, ¿de qué difunto era? ¿No te la dio la Villaescusa, cuando ibas todos los días a limpiarle las botas a Leal?

-Te mandaban vigilar a los progresistas, y tú comías en la cocina de don Pascual Madoz.

-Cobrabas del Gobierno por seguir los pasos a Moriones, y le contabas a Sagasta los pasos del Gobernador.

Así le toreaban, así le escarnecían aquellas malas pécoras, sin ningún respeto de su autoridad y sin pizca de agradecimiento por el espléndido convite de vino con que el policía las obsequiaba. Pero Malrecado se sacudía las pulgas con flemático cinismo, y al contestarles no perdía su benevolencia. «Callad, pobres mujeres, más deslenguadas que desorejadas -les decía-. Sois lo que llamamos el bello sexo, y un hombre decente no debe insultar a las señoras, aunque sean tan perdidas como vosotras. Callad; idos a vuestra casa, y no os metáis en la cosa pública, de la que entendéis tanto como yo de castrar mosquitos. Y tú, Rafaela, dime: ¿te parece bien que estando, como estás, de duelo y luto riguroso, te pongas a despotricar contra este buen amigo, que te ha favorecido en lo que pudo y te avisó con tiempo del mal que a Simón le vendría por meterse en aquellos dibujos? Vete a tu casa y recógete por unos días, y antes, ahora mismo, vete a oír misa en San Sebastián, o en otra iglesia que cojas al paso...».

«De todo me enseñarás, Malrecado -replicó la Zorrera con grave continente y estilo, levantándose para salir-; pero no de lo que tengo que hacer tocante a religión, que aquí donde me ves, conciencia no me falta, aunque me falten otras cosas... la vergüenza, pongo por caso. Pero a ti, que eres un hereje, te digo que sin vergüenza se puede vivir, pero sin conciencia no, ya lo sabes. No iré hoy a oír la misa, sino a encargarla, para que me la digan mañana, y a este respective1 llevo aquí medio duro. ¿Lo ves? (Sacándolo de su faltriquera y mostrándolo a todos.) Y no es este medio duro del dinero que yo suelo ganar con el aquel de mi mala vida, sino que lo he ganado honradamente en un trabajo que me encargó la sastra de curas, Andrea Samaniego, y fue el planchado, plegado y rizado del roquete de un señor capellán de Palacio... labor fina para la que tengo buenas manos, porque desde chiquita lo aprendí de mi madre, que me enseñó el rizado fino con plancha, palillos y la uña. ¿Te enteras? Pues con mi medio duro bien ganado iré, no a San Sebastián, sino a Santa Cruz, porque en aquella plazuela fue donde conocí a Simón, que allí me salió una tarde, viniendo yo de la verbena de San Pedro... Con que la misa se dirá en Santa Cruz... Ya lo sabes, por si quieres oírla. Iré yo con mi mantón negro, y mi hermana y todas las amigas que pueda recoger... Ya lo sabes, Pepona, y tú, Norberta... No me faltaréis... Que no se diga que solamente las almas de los ricos tienen naufragios, sufragios, o como eso se llame, para salir pronto del Purgatorio. Yo le pago una misa a mi Simón, y él, que era bueno y no tuvo parte en la matanza de los oficiales, irá pronto a la presencia de Dios, y le dirá: 'Señor Santísimo, mire cómo me han puesto, cómo me han acribillado. En la mano traigo mis sesos. Esta es la Historia de España que están haciendo allá la Isabel y el Diablo, la Patrocinio y O'Donnell, y los malditos moderados... que no parece sino que Vuestra Divina Majestad ha echado mil maldiciones sobre aquella tierra...'. Esto dirá Simón, y yo en la misa de mañana diré lo mismo a Dios y a la Virgen para que se enteren de lo que aquí está pasando... Isabel, ponte en guardia, que si tus amenes llegan al Cielo, los míos también... Con que vámonos, que es tarde». A instancias de Malrecado dieron todos otro tiento al peleón por despedida, y salieron a medios pelos.