La de los ojos color de uva/VI
Al poco estaban las dos primas en el Suiza, donde las esperaban los demás.
Pusiéronse en marcha. De señoras de respeto iban dos o tres mamas provincianas. Días antes habían ido todos a ver una mina de carbón, sin atreverse nadie a descender por la boca, de cuyo fondo partía una galería que se internaba bajo el mar un kilómetro. Hoy se trataba de llegar a San Juan de Nieva, recorriendo a pie, por la arena, la inmensa herradura de la playa.
Les parecía que estaba al pie San Juan, según desde Salinas lo veían gris y envuelto entre sus brumas — con ese engañoso espejismo de distancias del mar y las llanuras.
No mucho después iban cansadas las muchachas; las señoras, hartas de coger algas y conchas y de mojarse en las olas los pies. Si se apartaban del agua, peor, retrasado siempre en la seca arena medio paso. Y hubo quien le dijo un chiste al joven de Palencia, que llevaba del brazo a la bellísima de Valladolid, soportando un poco jadeante todo el peso de su fatigada hermosura:
— ¡Para los valientes, arena y buena moza! ¿Eh?
— ¡Sí, aquí lleva usted de las dos, Suárez!
Suárez permitióse, picaresco, deplorar:
— Bien... mas no como alude el refrán, la buena moza, por desdicha.
Únicamente, allá, bravos y punto menos que perdidos a lo lejos, marchaban Ladi y Ricardo delante. Se les veía conversar en perpetua animación, también del brazo.
Estos no se preocupaban de conchas.
El padre y la madre de Ladi prefirieron esperarlos en San Juan (donde iban a comer en un mesón de marineros). Se habían ido anticipadamente por el tranvía y por el tren. Le habían oído a Ricardo, que conocía el trayecto, ponderar la engañosa caminata.
Tardaron mucho, en efecto. Llegaron casi a las doce. Los dos novios aguardaban a los demás guarecidos en el hueco de una peña. Para tranquilidad de malicias, de graves malicias, al menos, pudo cada uno de los excursionistas confirmar, y Nita lo mismo, que la peña en la boca del puerto, bien tapizada de musgos, se abría hacia el mar — de cerca y por demás bien poblado de lanchas y de barcazas de cargadores.
El puerto era sombrío, ancho, melancólico. Terminaba enfrente por unos cenicientos promontorios que avanzaban sobre el agua y a su refugio se acogían los buques costeros junto a los muelles del ferrocarril. Las gaviotas parecían más blancas contra el nebloso cielo.
La gruesa señora de Villarroel, al brazo del marido, todo digno y grave con su cara roja de rubio y sus patillas blancas, les salió al encuentro desde la taberna.
Las mesas esperaban puestas.
Orvallaba y comieron en el interior.
Se rió lo que se pudo. Nita medio se achispó, y olvidada de sus cigarrillos turcos, fumó de cuarenta y cinco. Le daba igual. Recostada en su taburete contra la mesa, a la hora del café, cruzaba las piernas y enseñaba la de atrás, irreprochable... mientras contaba cosas y le decía a Román Suárez que «venía harto de buena moza hasta cierto punto»... Y como Román, corto de vista, se auxiliaba de sus gordos lentes cóncavos para mirar la pierna de Nita, las piernas también aquí y allá de las demás peor calzadas, pero contagiadas todas las muchachas de su plástico provincialismo ruboroso de despreocupación aristocrática por el ejemplo de estas Nita y Ladi madrileñas —, la mamá de Lorenza, notando cómo únicamente su hija era rebelde a esta civilización, a estas costumbres de seducción y buen tono que daban los balnearios, la riñó aparte:
— ¡Qué sosa eres, hija de mi alma! ¡Te quedarás para monja...! ¡Acuérdate de cómo allá en Valladolid, Purita Osorio, desde que vino a Gijón, se recoge las faldas por la calle!
Y disimuló revistando a las amigas con su binóculo de concha.
Ricardo, en tanto, siempre con su Ladi, no atendía a piernas ni a nada que no fuesen... los ojos color de uva.
La vuelta de la excursión se hizo por Avilés, en ferrocarril y en coche de tercera, ocupándolo todo, aquí de donde salían los trenes sin gente y para no tener que apartarse. Luego, desde Avilés, en el tranvía de vapor.
Ricardo era el hombre más feliz de Europa.