La de los ojos color de uva/V
— ¿Se puede?
Nadie respondía.
— ¿Se puede?
— Entra, Nita; ¡que sí!
Empujó la puerta y entró en el dormitorio. Ladi estaba en la cama. Desde la posición de espaldas, en que habría leído indudablemente largo rato, se había torcido, perezosa y de bruces de cintura arriba, y tenía ahora el libro contra el almohadón, junto al codo, y en la mano pesadamente la cabeza. Rotas así en violentas curvas las líneas de su cuerpo, se lo esculpía demasiado fiel la sedilla de la colcha.
— ¡Qué atroz! ¡Qué caderaza... ya te querré yo ver a los cuarenta! — dijo Nita dándola un azote —. ¿Qué haces?
— Leer.
— ¿Qué?
— ¡Nada!... Monsieur de Phocas. [1]
— Te pirras, hija, por lo verde.
— ¡Por lo ñoño! — dijo Ladi arrojando el libro hacia los pies —. ¡No saben ya ni escribir verde estos franceses!
— Es que agotaron el tema.
— ¿Qué hora es?
— Las ocho.
— ¿De la mañana?... ¡Qué barbaridad!
— No, de la noche: sino que ha salido el sol por orden de tu papá para que veas.
— ¡Oh, mi papá es muy galante!... ¡Mira que comprar esta finca de placer en un aburridero!
Ladi bostezó, dejándose caer de espaldas. Nita bostezó también, sentándose en la cama.
— Chiquilla, cómo tienes esto, igual que una perrera. ¿Te dió tentaciones Phocas?
— Completamente imbécil, con su inglés. En su lugar habría buscado una inglesa... y papá en mamán en seguida... para ver de ser pronto papá con todos los egoísmos. He caído en la cuenta de por qué mi papá ha comprado esto en Asturias; no por lindo... sino porque siendo él un reumático y dispépsico a quien nunca duele nada y que come más que yo, se ha buscado el intermedio entra Caldas y Mondariz.
— ¡Puede que tengas razón!
— Pero le voy a armar un toreo de nervios, ¿sabes?... y nos llevará a San Sebastián.
— ¡Ya, para qué! ¡A buenas horas!
— Pues te digo que el próximo año...
— Bueno, bien, anda, Ladi, mira, ¡levántate! — ¿A las ocho? ¡Qué irrisión!... Creía que eran las once.
— Te quedarás sin la jira.
— ¿La jira?... ¡Ah, es verdad! lo dijimos anoche... a San Juan de Luz.
— Sin Luz... de Nieva. ¡Qué más quisieras!
Ladi, de un codazo, se medio descubrió de las ropas; pero se quedó quieta en perezosa insigne, al aire sus blancos y duros senos virginales de jovencilla espléndida. Creía la gente que tenía veinte años y no era cierto. Diez y ocho nada más. Púsose a silbar Los maestros cantores, mirando al techo.
Y Nita, que había cogido el Phocas y encendido un cigarrillo, se fué a leer hacia el balcón, en una sillita dorada.
Últimamente se incorporó Ladi lentamente, dejó caer las desnudas piernas fuera de la cama, y empezó a calzarse, lo primero. Seguía silbando, pero ahora la machicha.
De pronto, ya ceñidas las dos medias, se acordó, y dijo rebatiéndose una:
— Mira, Nita, so borrica, lo que me hiciste ayer tarde.
Fué jugando, después de la gimnasia. Nita miraba; mas no se encontraba Ladi el cardenal en la rodilla. Se levantó un poco la camisa y lo encontró. Azul y enorme, a medio muslo.
— ¡Bah, hija, eres de manteca... con esa blancura de nieve! ¡Y qué muslazos!... ¡Te digo que vas a tener que ver a los cuarenta!
— ¡De aquí allá!
— Y el caso es que tienes los brazos delgados.
— Lianas del amor, como dice un novelista.
No la escuchaba Nita. Ella se daba saliva en el cardenal con el dedo. Y al oír que su prima guturaba un «buenos días» afectuoso, a través de los cristales, preguntó:
— ¿Quién te saluda?
— Ricardo. Tu novio... ¡Oh, si tuviese la visión curva, que cuadro el tuyo, ¿verdad?
— ¡Para volverle tarumba!
— ¡Quién sabe lo que pensaría que estás haciendo! ¿Te lo subo?
— ¡Gracias, para ti! — desdeñó la joven levantándose a coger el corsé en la marquesita.
— Sí, bueno, sí... Mucho con que si le tienes o no «para que hable en los periódicos»... «para que sepan en San Sebastián que existimos», como dices; pero el caso es que os metéis por los rincones como si fuese novio de verdad y que... ¡mira, ven a ver! los vidrios que va poniendo tu padre en la tapia.
— Los he visto. ¡Cosa más inútil! ¡Te lo juro!
— ¡Ya!... pero es que el campo, la poesía, el idilio de estas soledades... el aburrimiento de las noches, sobre todo... Siquiera en Madrid y en San Sebastián se divierte una en otras cosas... ¡Y que haya quien crea que la vida de ciudad atenta a la virtud! Aquí, con esas novelas también... ¡qué demonio!
— ¡Qué asco! Le quitan a cualquiera la intención estas novelas... No, no, ¡te lo aseguro! por neta porquería... Y al revés. Justamente si por algo un poco ese Ricardo me intriga, es por cierta novedad... ¡es un romántico!
— Justamente por eso le inquieta a tu madre también, desde los versos del beso y la luna. Ella debe de saber la horrible influencia de las poesías y novelas románticas en la virtud; ¡son de su tiempo! Ve que nada, en cambio, le importaba que hablases con el bestia de León. ¡En este otro, y a pesar de los calcetines, debe suponerte un peligro de boda!
Ladi, que había estado chapuzándose con el agua fresca del lavabo, protestó, interrumpiéndose un momento, con los párpados cerrados y la cara y las manos chorreando.
— ¡Nada, rica, me creéis tonta las dos!... Yo bien sé lo que me pesco. ¿Y es que tú le has dicho a mamá que es mi novio?
— ¡De sobra lo está viendo ella!
— ¡Pues se engaña! — afirmó la joven, irritada, yendo con la toalla hacia Nita —. ¡Veréis qué novio de mi alma en cuanto tomemos el tren! Debíais haceros cargo, creo, en vez de tanto vidrio y tanta tontería...
— ¡No hija, yo no! Y anda, ponte la enagua, que es tarde, y, además, se te sale por el pantalón la camisa, propiamente que a un payaso.
Tocaron a la puerta. Pasó la doncella. En una bandeja traía un huevero, una copa de jerez y seis huevos pasados por agua. Era el desayuno de Ladi, que se sentó a tomarlo, con su pantalón gracioso lleno de encajes, en otra butaca junto al tocador.
Media hora después estaba vestida, cubriendo con un simple traje el lujo interior de sus ropas; solamente las medias le costaban treinta duros...
- ↑ Nota de WS: Novela del escritor francés Jean Lorrain, seudónimo utilizado por Paul Alexandre Martin Duval.