Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.
II


En la terraza se charlaba. Una orquestilla de tzíganos, vestidos de rojo, como bien cocidos camarones, tocaba de rato en rato breves valses; una compañera de ellos, vestida de rojo, cantaba a cada tercero o cuanto número la Serenata de Gounod, el Ave María, la Sotile dolce... Y claro es que el grupo selecto de muchachas, con aquel único madrileño, León Rivalta, por recurso, no hacía caso alguno a todo esto... Además, un volatinero ambulante, junto a un bosquecillo de pinos, había juntado un corro de chiquillos y niñeras en torno a sus trabajos.

Eladia era la mimosa y la mimada. La llamaban Ladi estas amigas provincianas, que se habían enterado por León de que así la llamaban en Madrid.

Porque en Salinas no había más que esto, entre las familias asturianas que venían al mar de buena fe, a bañarse; no había, además, tratables sino media docena de riquitas de las provincias próximas a Asturias. Si a Ladi, a Nita, no les hubiese bastado, para ser proclamadas reinas, el ser más ricas, el tener aquí una villa propia, les habría bastado ser de Madrid,

Y en tanto que Nita, con una pierna, despreocupadamente cruzada sobre otra (lo cual la hacía enseñar un buen poco de pantorrilla admirable), fumaba con toda tranquilidad, divirtiendo a las demás con su mordaz charla sin fin. Ladi, con León, que la hacía el amor de antiguo y tan torpe como obstinadamente, sostenía ese diálogo:

— Tengo un perro divino. En Madrid.

— Hombre, ¿y por qué no lo trajo?

— Por no quitarle a usted los moños con el suyo.

— ¿Con mi Yul? ¡Qué más quisiera!

— ¡Eso es un perro ridículo!

— Hombre, no me diga enormidades... que le tiro una copa a la cabeza.

— Eso, eso... ¡ridículo! ¿De qué casta?

— ¡Oh!, de modo que no le ha visto y se me atreve... ¡Bien se conoce!

— ¿De qué casta?

— Grifón.

— Psiá... grifón... una antigualla... El mío es el último grito de la moda.

— ¿Terrier?

— ¡Por Dios, Ladi, qué va a ser terrier! ¡Un perro, que quita la cabeza!

— Pero, ¿cómo?

— Así. Un perro con sentido común.

— ¿Así? ¿Así de alto... desde la mesa? — No, hija... desde el suelo.

— ¡Adiós! Serán dos perros, uno sobre otro.

— Pues un perro, nada más.

— El mío habla.

— Y el mío canta La Sonámbula.

— ¿Mejor que esa tiple?

— Pero con voz de tenor hermosísima, porque es macho.

— Y si tan grande es, ¿por qué no va usted a caballo en él a Recoletos?

— Por...

Aquí la interrumpieron. Un elegante joven de Palencia acababa de llegar, con un Liberal en la mano:

— Señores... señoritas... ¡atención! «Desde Salinas»... ¡Se ocupan de nosotros en Madrid!

— ¿Una lista?

— No. Una crónica...

— ¿Con nombres?

— ¿Con nombres?

Y como habían preguntado esto dos o tres muchachas vivamente, el joven palentino desfalleció en su alborozo; pero buscó con la vista a Lorenza Rubio, concentró en ella su halago, y declaró:

— Bueno, sin nombres. Pero al menos... a una... a usted, bellísima Lorenza, juraría yo que está dedicado el más lindo pasaje de la crónica... Y acaso a usted, porque alude a dos.

Esta segunda era una rubia señorita de Cuenca, y se engrió, y hasta se puso un poco encarnada de alegría. La otra, la principalmente mencionada, Lorenza, era toda una morena y buena moza de Valladolid, la más correctamente bella de la colonia veraniega, la que habría sido indiscutible, con su figura de napolitana trágica, con sus ojazos negros, si no fuera un poco sosa.

Hubo una general atención, y se leyó la crónica en el corro. Mientras iba leyendo el palentino, con su empaque de hombre de ciudad, pues no se quitaba el chaquet ni la camisa de brillo nunca, con su voz clara de lector de notario, y aun con cierto retintín de sabrosa rabia contra Ladi — que creía él que se le burlaba algunas veces —, las oyentes cruzaban en los ojos envidias aceradas, iras efectivas al tener que reconocer que se aludía en la crónica a Lorenza como a una divinidad, como "un sol de azabache (frase del cronista)... que dejase en la sombra a todas las demás — apenas salvando otra bien clara alusión para la rubia de Cuenca.

— ¡Hombre, hombre! — exclamó al terminarse la lectura, y sobre el silencio preñado de emociones como una nube tempestuosa, León Rivalta —. ¿De modo que tenemos en Salinas a un redactor de El Liberal?... Pues... ¡me extraña! ¡Los conozco a casi todos!

— Sí, señor — apuntó el joven de Palencia con otro nuevo gozo vengativo hacia este gordo y cortesano León elegantón de las camisas de seda —; y debe ser ese que llegó trasanteayer... ese que anda siempre solo por ahí, de escampavía, y que se aloja en Bruno, donde yo.

— ¡Ese! — exclamaron unas cuantas.

— ¡¡Ese!! —inquirió Ladi en extrañeza.

— ¡¡¡Ese!!! — rechazó Nita con asombro, burlona—. ¡Bien! ¡tal vez!... ¡los periódicos no mandan a estas playas más que mamarrachos!... ¡Si fuese a San Sebastián!

— ¡Pues ése! — recogió bravamente el palentino, comprendiendo que el odio de las distinguidas madrileñas, y de todas las excluidas de la crónica, caía excesivo sobre el esquivo y solitario joven por un disimulo de desprecios a Lorenza. Y añadió —: Cuando menos, una camarera de la fonda, esta mañana, al verlo yo tomar el café, me dijo que es periodista.

— ¡Miradle, miradle!... ¡Allí viene!

Le había descubierto Ladi, que se quedó, igual que los demás, contemplándole. Estaba lejos el periodista — Ricardo —. Venía siguiendo el borde de la playa y cogiendo conchas. Llegó a las casetas. Cruzó. Miró un instante a los que así le miraban. En el corro, creyeron advertir algunas que sonrió — figurándose él, indudablemente, que porque hubiesen leído ya su artículo le consideraba con curiosidad este grupo distinguido, que antes no se curó de él para nada. Pasó... Pasó... perdiéndose tras un rústico hotelillo, tras un pinar, siempre por la orilla del agua y buscando conchas...

No faltó quien propusiera llamarle, a fin de darle gracias por el artículo y para entablar relaciones. Un redactor de El Liberal, nada menos, no podía ser un pelagatos...

Pero, dominó la prudencia, y se limitaron en la juvenil tertulia, a tiempo que empezaban otro vals los tzíganos, a ir poco a poco concediendo que, si bien algo extravagante con su pequeña estatura, con su media melena y su bigotillo negrísimo y áspero en su palidez histérica y morena de hombre enfermo, no estaba mal el negligé de su panamá y de su traje, con zapatos de buen corte, con bonitos calcetines, con su chaqueta de alpaca y su pantalón de dril kaki arremangado.

— Bueno, pero eso... — dijo Ladi asaz ingenua —, ustedes los hombres son los que nos lo deben presentar en la tertulia. ¿No le conoce, León?

— No, creó que no... ¡Cuando menos, no es el Sastre del Campillo!

— A ver, a ver, ¿cómo se firma?

— Calcedonia.

— Firma nueva. Yo leo siempre El Liberal.

— Lo dicho. ¡Desecho de la redacción! — le lanzó Nita a la napolitana de Valladolid y haciendo romper a todos en una nerviosa carcajada.