Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.
III


Entró. Se tiró sobre la cama.

El cuarto tenía una ventana al mar.

Ricardo era dolorosamente feliz, con una felicidad espirituosa, inmensa, mareante, llena de llama y de luz, como si hubiera bebido un suavísimo alcohol de la gloria y se le hubiese inflamado en el alma.

El mismo no lo creía. ¡Novio de Ladi!

¡¡De Ladi!!

Se lo acababa de oír..., que sí, que le quería, que le quería... con todos los pronunciamientos de una respuesta de novia. Se lo acababa de oír allá sobre la arena, tan divina y fresca Ladi tras su baño matinal, tan gentilmente abandonada junto a él de una a otra silla-caseta... apartados los dos de todo el mundo como en dos confesonarios de las libres pasiones de la vida. ¡Qué bello el vals que tocaban en tanto los tzíganos! ¡Qué seductora, qué aristocrática ella, su alma, su carne, su escote virginal de poderosa que traslucíase en el peto de calados y de tules! Le ardía dentro el alcohol de la divina borrachera.

Era como una magia.

Veía el mar, veía el mundo cual si fuesen suyos — todo el color de los ojos adorados, verde, verde agua y verde luz.

Iba a pensar, aquí tumbado (porque no podía con la ventura), y de espaldas (que parece que se recibe mejor la inspiración), la nueva, la definitiva tirada milagrosa de versos de amor y gratitud que le dedicaría a su Ladi en Nuevo Mundo.

¡¡A su novia!!

Pero... esto... ¿era verdad?... ¿Podía ser verdad que era... su novia?

La intensidad luminosa de su cruel y bella embriaguez de todos los triunfos, le rompió afuera y le proyectó el porvenir, sobre su antiguo porvenir negro y de dudas, lo mismo que una linterna cinematográfica; se vió gran poeta lleno de gloria, de amor, de victorias infinitas sobre su regia instalación en la vida... con Ladi al brazo...

¡Oh, novio él de Ladi Villarroel y Montero de Espinosa... él. ¿Podrían figurárselo aquellos sus miserables paisanos de la aldea? ¿Hubiéraselo imaginado él propio un año antes, cuando el diputado por el pueblo le parecía un dios, porque tenía un tílburi? ¿Habríalo podido soñar siquiera un mes antes, cuando venía en el mismo tren con las «orgullosas»... con las aristocráticas señoras?

— ¿Y usted es de Extremadura? — le había preguntado tardes antes aquel despechado León madrileño, en burla, conociéndoselo quizás por el acento.

— No, señor; de El Liberal — había respondido él completamente aturdido.

Pero se alegró en seguida, porque rieron todos, tomándoselo por una agudeza, por un chiste contra aquel León, que sólo era un elegante vagabundo.

Bendecía del periodismo. Comprendía que el periodismo fuese una especie de llave encantada para todos los accesos del mundo y se explicaba ya que no hubiera sido mentirosa presunción la familiaridad de iguales con que había oído decir a algunos de sus compañeros de periódico:

— «Anoche, comiendo con la marquesa de Ayerbe...» — «Ayer, en el té de la Laguna...»

¡Oh, él... el hijo de un honrado y modesto labrador a quien decíanle en el pueblo El Repollo!

Bien. No era Eladia una marquesa, pero las conocía y trataba a todas en Madrid... perteneciente su familia a la nueva y positiva y quizá más respetable aristocracia del dinero. Senador su padre, accionista del Banco, de Compañías eléctricas, de ferrocarriles..., con coches, con hotel... De la misma Prensa, recordaba Ricardo los apellidos de esta ilustre muchacha, en las reseñas de salones... ¡Ya lo creo! ¡Monteros de Espinosa! ¡Digo! ...Y Villarroel... que heráldicamente vendría a ser algo como «roeles de señores de una villa». El Villarroel era el padre, y, además, Ladrón de Guevara, nombre perdido en Ladi, naturalmente, por no sobrecargarse de timbres...

Tus manos blancas,
tus manos blancas
de princesa,
de princesa de... de...

De castillo medioeval, o roquero, o cosa así. En sentido enteramente aristocrático, y sin recurrir a los nardos..., ya bien profanados por los mil imitadores de Rubén...

Pensó que no puede caberle mayor desgracia a un gran poeta que sus imitadores. A un gran poeta. A un novelista. Ellos, sus imitadores, son los encargados de ponerlos en ridículo.

Y en un rincón, mientras soñaba Ricardo con sus futuros triunfos poéticos y teatrales, bailaban los ojos de color de uva...

¡Ojos de Ladi... de su novia!

Habría preferido poder escribir Lady, con y, y pronunciar Ledi, por consiguiente... para evitarse entre sus impiadosos camaradas madrileños del café, cuando leyeran los versos, la contingencia de equívocos en diminutivo, creyendo quizá que se tratase de... alguna cualquiera. Mas ¿qué hacerle? ¿No la llamaban así, y no era tal abreviación, por ser de ella, insuperable de poesía?

Y el recuerdo de éstos, de sus camaradas de café, de sus maldicientes compañeros, le mostró a él propio, él mismo, en polo de comparación, con una honrada ingenuidad, todavía bien lugareña, de que tendría que corregirse. Efectivamente, hablando con Eladia, él echábase de menos soltura, desparpajo, algo de aquella frivolidad, amena hasta cierto punto, con que León, por ejemplo, sabía hablarla de perros, y de trajes, y de cien mil tonterías..., en un ingenioso tiroteo de chistes y descaros, sin perder la corrección. Así era Eladio también, que se placía de ello, en tanto que él, Ricardo, era, con respecto a tales elegantes charlas picarescas, lo que se llama un salvaje.

De más honrado. De más respetuoso y sincero.

No obstante, le tranquilizaba, en cambio, la evidencia de haber sido, en aquellos ratos que habló aparte con Eladia, más intenso y más certeramente pasional que León y que ninguno; el éxito, hoy, no le permitía que lo dudase; le había bastado confiarse a la sinceridad de las impresiones recibidas junto a Ladi; y confiado en su sinceridad completamente, había podido decirle lo mismo que en sus versos, o cosas todavía más bonitas que en los versos, porque las avaloraba la emoción con que eran dichas... Cosas que ¿sería verdad, gran Dios? ¿y sería verdad que ellas se la fueron tan a escape enamorando? —, cosas que a ella le chocaban, por lo extrañas y lo exactas... más, quizás, que las que le hacía escuchar este León Rivalta, todo lo elegante que quiera, pero fracasado pretendiente... A los ojos, por ejemplo. Lo de los ojos de color de uva la hizo gracia, como una novedad. Además, había añadido él una vez, mirándola, muerto por aquellos ojos, empeñado en «definirlos», cual si obedeciese a un mortal empeño del corazón por «definir y conocer» algo muy suyo: — «Los ojos de usted parecen esos ojos grandes, glaucos, ingenuos, muy abiertos, todo niñas que no ven, todo empañados de una esmeralda cuajada y lechosa, de las ciegas con grandes ojos verdosos y claros y abiertos que piden limosna por las calles».

— «¿Ojos de ciega? ¡Por Dios!» — había protestado ella, en su eterna tendencia a la burla; y entonces él la sujetó, trémulo de emoción: — «Divinos ojos de ciega en dos perlas que llevan dentro la esperanza..., la esperanza de quien los sabe mirar, y ciegos para ver mejor su propia esperanza en el alma que los mira; esa divina ceguedad no lo tienen más que las ciegas como usted; y alma en la sangre... ¡tampoco la tienen todos!»

La flor le pareció a Ladi fuertemente original. Y se lo confesó, agradada y sonriendo. Había querido decirle Ricardo, en suma, que los ojos de ella eran bonitos...; y he aquí «que — recordaba él la respuesta —, por decírselo sencillamente de otro modo que los tontos que se lo habían dicho tantas veces, la impresionaba la galantería como oída por primera vez...» ¡Ah, lo que puede el modo de decir... ¡lo es todo!

Esta mañana, en fin, al reprocharle Ladi que «anoche, durante el concierto improvisado en el Salón Suiza, no quiso él estar en el grupo de ellas y León, yéndose al de Lorenza», él había tenido la suerte de responder, sin saberlo, la frase que creyó al principio de torpeza y que les llevó, sin embargo, al acuerdo venturoso: — «No, Ladi; yo prefiero no estar cerca de usted entre la gente; yo no sé decir cosas, no se me ocurren, de esas que dice León; ¡les hubiese aburrido la tertulia!» — Y repuso Ladi, con una tristeza, con una gracia, con una pasión de todo punto irresistible: — «Bah, en cambio... dice usted otras cosas que no sabe León! ¡Si viese usted qué aburrido es, a solas, el amenísimo León de las tertulias!...» Después de esto... ¡claro!... no sabría él qué le habría más dicho a la divina criatura picaresca y virginal, pero sí que le había dado últimamente un beso en la mano, como un loco... y que ella... y que ella... — tal era lo importante — le confesó que le quería... pidiéndole, para mayor misterio seductor, que le guardase el secreto.

Otra llamarada de alegría levantó al poeta de la cama, olvidado por el pronto de los versos.

Fué a la ventana, y quedó de bruces en el alféizar, mirando allá abajo por la redonda playa, entre los pinares, la pequeña y elegante villa de su novia. La rodeaba un jardín.

Le parecía tan bello este retiro de Salinas, esta colonia sin pueblo, sin calles, de arboledas y fondas y rústicos hoteles nada más, que habría querido vivir en ella siempre, con su Ladi.

— ¡Con mi Ladi! —murmuró en los labios... para afirmarle la indudable realidad a algo de él propio que aún no la creía.

Inmediatamente sacó su carnet de periodista y apuntó, como para consagrarla, la fecha de una realidad tan venturosa: 27 de agosto de 1907.

Deploró en seguida la brevedad del mes que les quedaba apenas en este dulce paraíso.

Y volviendo a ponerse de pecho en la ventana, le complació recordar la serie de rivalidades mudas, de casi odios un momento, que les había lanzado a un destino de feliz eternidad..., porque si la viva y aún impaciente aspiración de toda novia es casarse, claro es que no había de quedar la boda por él.

«No, no por ambición..., y bien lo sabes TÚ — sonrióse en confesión al Dios del cielo, en quien hoy creía —, sino por dignidad de aristocracias: la de su estirpe y la de mi corazón y de mi frente, la de su belleza y la de mi ensueño!»

Hecha esta depuración de sus ansias, púsose a evocar aquellas rivalidades del principio. Al día siguiente de llegar, se las encontró aquí, en Salinas, inesperadamente; y lo sintió: él las suponía en Avilés; hubiese preferido no verlas más..., mal augurio para la sociedad del balneario si recordasen quizás el fleco pelado de la manta. ¡Bah, y tanto! ¡Psicólogo! ... Aunque en otras esferas, allá en sus años de estudio de Sevilla, había tenido novias de sobra..., pudiendo ya saber ahora que todos los espíritus de mujer son iguales en el fondo, hidalgas o plebeyas; por una pequeñez de ridículo puede hundirse todo un alcázar de ilusiones, y aun la posibilidad del alcázar... Este fué su rencor, su miedo a Ladi, a Nita, enorme, por si se fijaron en la manta y en la vieja petaca guinda que ya reposaba en el mar. Tal miedo, y sus desconfianzas de «hombre sociable» — puesto que sus novias sevillanas hiciéronle hasta sus dramas de honor en la soledad de la noche y por las rejas —, le impulsaron, en los primeros días, con una suerte de respeto invencible también a las damas altaneras, a distanciarse sistemáticamente del grupo que las tenía como emperatrices proclamadas. No habló con nadie; paseó solo; creyó incluso notar que se le miraba con burla..., y maldecía la manta. Renegaba al propio tiempo de la fina lengua de puñal de Nita, sospechando que la «graciosa fea», cuando él cruzaba a la vista de la terraza, les sirviese a todos chistes de la carne de él hecha tiras... Y por ello, rabioso, sin sentir la menor admiración hacia la sosa Lorenza preciosa ni hacia la rubia de Cuenca, en la primera crónica enviada a El Liberal les compuso a ambas aquella «innominada» y bella fantasía. Así, el periodista, desde la alta torre del periódico, que dominaba a España, les pagaba en moneda igual a «las altivas aristócratas» — probándolas que le podían pasar inadvertidas totalmente, con su villa y todo, ante un par de buenos ojos negros y vulgares... Luego vino la presentación a la tertulia, por León Rivalta, que se le presentó solo, y a quien recibió con calculada dignidad. Luego... su sorpresa ante la amabilidad de todos, y en término primero de Nita y de Ladi y de los papas de Ladi, maestros, como era natural, en cortesía de cortesanos; mas, como era bien lógico también, la buena moza Lorenza, contenta de la crónica, y tomada por León como disculpa galana de la presentación general y en partícular a la que deseaba darle gracias, quedó como amiga predilecta del cronista, desde luego... Pasaron días, pasaron días..., y ¿qué grande error no habría sufrido Ricardo con respecto a la falta de afabilidad de Ladi, o qué trazas no se habría dado ésta para robárselo a Lorenza en simpatías..., que en la segunda crónica, en los versos después al Nuevo Mundo, no hubo más que el nombre de Ladi Villarroel, en todo honor?...

Explicábase ahora perfectamente lo del tren, disculpándola. Ni debió de fijarse ella en la manta siquiera. Fué que... finísima, selectamente educada, como su prima Nita, como su madre, no tenía para qué conversar con un desconocido. Así, en efecto, había bastado una presentación calificada por una dignidad de periodista, para llegar a una confiadísima amistad, a una dulcísima fraternidad, al poco..., y hoy, últimamente, para haber llegado a la... a la... ¡oh, su Ladi!... un inesperado cielo como un sueño que le...

— ¿Don Ricardo?

— ¡Hola! ¿Qué?

— Que ya puede almorzar cuando guste.

— Gracias, Sabina. ¡Ya voy!

La camarerita sonrió, volvió a cerrar y bajó las escaleras.

Ricardo no sonrió esta vez a Sabina. Le había pasado completamente inadvertida la cierta gracia, que en días pasados le hizo florearla, de sus gruesos labios rojos en su cara blanca y pecosa, rodeada de crespo pelo de azafrán.

Se cambió de corbata para la tarde, antes de salir de su cuarto. Porque corbatas, sí, tenía una colección, como de lindos calcetines.