Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.
I


El expreso entró veloz, ruidoso sobre las plataformas giratorias, triunfal con sus dos máquinas y su larga hilada de primeras y berlinas atestados de gentes elegantes, pareciendo como que iba a cruzar también esta estación sin detenerse, entre los mercantes y el mixto que le había dejado libre el centro, entre el público que aguardaría su paso de centella en el andén; pero, de pronto, con un rápido y poderoso refrenar de marcha, que le dió a Ricardo angustias del estómago y que le dejó caer encima el atamantas, se detuvo en firme, en seco, en crudo... ¡Coquetería de maquinistas de expreso!

Y se oyó fuera:

— ¡Villabona! ¡Cambio de tren para Avilés! ¡Cinco minutos!

Abriéronse las puertas. Rodaron equipajes. Cogió Ricardo su maleta en una mano, su portamantas en otra, y cruzó a la vía de enfrente. Había saludado con una desdeñosa inclinación a los antipáticos y fatuos compañeros del coche que acababa de dejar — un general y su señora, tres viejas inglesas y dos sujetos con fachas de croupiers, llenos de brillantes —, y trataba ahora de buscarse más grata compañía.

Por suerte, este tren corto de Avilés no iba tan abarrotado de «elegancias». Había incluso compartimientos sin nadie, donde pudiera dormir, desquitándose, por fin, un poco de la fatiga de aquel medio metro de asiento en que vino toda la noche y el día. Le hubiese siquiera parecido esto una soportable intimidad de buen tono, un augurio feliz de veraneo, si al menos le hubiesen cabido en suerte mujeres guapas... Descubrió dos, jóvenes, elegantes, con su madre, en un primera, y subió. ¡Ya dormiría en el hotel! ¡Para lo que faltaba de viaje!

Instaló en la red su maleta, su atamantas. No había tenido ocasión de saludar a las viajeras, porque, aunque las descubrió en las ventanillas del lado del expreso, justamente cuando él se dirigía a abrir la portezuela, se fueron a las ventanillas opuestas para ver otro tren descendente que llegaba. El barullo era grande en los andenes. Los mozos volvían a gritar cambios y salidas. Los vendedores de agua, gaseosas y periódicos...

Partió el expreso. Partió luego el otro tren. Cruzaron el coche tan con la avidez de verlos las compañeras de Ricardo, en esa eléctrica crispatura que todo el mundo sufre en las estaciones concurridas, que ni le advirtieron sino en fugaces e indiferentes miradas, ni le dieron ocasión de saludarlas. Por último, partió también el corto, y como las elegantes viajeras se habían quedado en el otro extremo, sentáronse allí las tres, lejos de Ricardo, diagonalmente opuesta a él la mamá y frente a la mamá las dos jóvenes..., mirando al exterior y charlando del paisaje.

Bien. Ricardo compúsose una actitud de distinguido abandono y se confió al mismo tiempo, sacando y poniéndose a leer El Imparcial. Sin embargo, las miraba de reojo, acechando el instante en que ellas volvieran su atención al interior y le facilitasen la oportunidad de una cortés reverencia. Era un psicólogo. El sabía ir, y por lo general sin equivocarse, delante de los hechos. Preveía las situaciones. Entre amigos, o en un corro cualquiera de personas, solía tener la adivinación muchas veces dolorosa, y, por lo menos, siempre molesta — porque le quitaba la emoción de lo imprevisto — de lo que iba a ir sucediendo. Sobre todo, en los trances habituales de la vida.

Estas, naturalmente, tan pronto como les pasara la curiosidad del paisaje, que era bello, porque corrían por un valle de pomaradas y maizales, se pondrían a examinarle a él, a su equipaje..., y entonces... Pero sintió un punzazo de inquietud: su equipaje..., su manta vieja, descolorida, tenía arrancada toda una tanda de cordoncillos del fleco... La estaba viendo enfrente..., es decir, donde la venían mejor las muchachas. Se levantó y la volvió, medio ocultándola, además, tras la maleta, que, aunque barata y de lona, era nueva.

Y, aprovechando la maniobra, se quedó esta vez junto a la ventanilla, en la diagonal de las jóvenes.

Charlaban, charlaban ellas..., y el tren corría velocísimo. Ya no miraban al paisaje, pero tampoco a él, en una despreocupación tan absoluta como si fuesen solas o como si el compañero de viaje fuese un revisor o un lampista que hubiese entrado para arreglar el farol y bajarse en la próxima estación.

Entre ambas jóvenes había alguna diferencia de edad. Una, ya madurita, no andaría muy lejos de los veintiocho años, y era decididamente fea, aunque con una fealdad llena de graciosísima expresión en su viveza charladora implacable; su cuerpo, además, de correctas esbelteces, y su cabello castaño y sedoso, así como su tez limpia y fresca, disculpaban la imperfección de sus facciones, en las cuales delatábase una confianza en sí propia de su seguridad de agradar, debida, probablemente, a su travesura, a su ingenio sarcástico y temible...; ella, en efecto, recordando y nombrando amigas, sostenía la conversación con pullas que hacían reír a su madre y a su hermana...

¡Oh, pero ésta, su hermana..., qué encanto de chiquilla!... No se le parecía en nada absolutamente: diez y siete, diez y ocho años a los más; pelo oscuro, francamente dorado, sin embargo, a la traslumbre del sol, que, ya muy bajo, entraba con la brisa por la ventana abierta; los ojos, de color de uva, muy grandes y con las niñas muy grandes..., como ojos de muñeca fina; cara, en fin, de apasionada, de ardiente, con una sensualidad tremenda en su corta nariz carnosa y en sus labios de escarlata viva, que humedecía a menudo una aguda lengua de coral. No muy alta, era un prodigio de macicez de pecho y de caderas..., y sus gualdos zapatillos dejaban ver, bajo el borde de la falda verde Nilo, la calada seda de una media estiradísima, verde Nilo también, color idéntico al de aquellas grandes, tan grandes, al de aquellas inmensas pupilas de sus ojos, y que tan bien le armonizaba con la blancura de la piel.

— ¡Qué encanto..., qué encanto de muchacha! No daban idea de estirpe aristocrática en ella, ni en las otras dos, las claras telas sencillas de sus trajes; mas sí el corte de estos trajes, en su misma sencillez, el desenfado de los ademanes y principalmente, los brillantes que en las orejas y en las manos llevaba la mamá y lo pulidos y cuidados de los dientes y las uñas de las hijas. Por lo demás, iban sin equipaje en el coche; apenas un cabás cada una y una escarcela la madre, colgando de la muñeca.

¿Marquesas? ¿Condesas?... ¿Qué serían estas mujeres?... Olían a astris, a ideal, a exótico tenuemente, intensamente perfumadas.

La voz de la graciosa fea, clarísima y maldito si contenida por la presencia de un extraño, le fué enterando de cosas: primero, del nombre de la hermanita, Eladia; luego, de que tenían carruaje y palacio en Madrid..., puesto que habló «del jardín de casa» y «la cochera»..., y, últimamente, deploraban toda la ocurrencia del papá de haber comprado esta villa en Asturias, con lo que tendrían que despedirse de sus veranos de San Sebastián y de Biarritz.

— Mira, le prendemos fuego. Yo pongo el petróleo, y tú, Eladia, la mecha, ¿quieres?

— No. ¡Yo pongo el petróleo y todo!

— ¡Niñas, niñas! ¡Que sois capaces...! — amonestó malriéndose la madre.

El tren paró en una pequeña estación. Caía del lado de Ricardo, y fué a asomarse la «fea graciosa». La oportunidad, pues, para el saludo...

Mas no. La «fea graciosa» cruzó por delante de él sin mirarle, sin aceptar siquiera la ventanilla del centro, cuyo acceso facilitó Ricardo recogiendo en la alfombra los pies. Miró ella por la del asiento frontero, y le dijo a su hermana:

— ¡Oye, oye, ven! Otro palomar exactamente como el de antes... ¿Te acuerdas?

Acudió la joven, y ésta sí miró por la ventana del centro, sólo que sin agradecer a Ricardo la nueva recogida de pies ni con la más leve atención de aquellos ojos que parecían tener por dentro, ardiendo, una esmeralda... Y Ricardo se enojó, reconociendo en su fantasía de poeta, sin embargo, la exactitud de la comparación galante: los ojos, los inmensos ojos de «Eladia», parecían eso: dos globos de perla que trasluciesen llamas verdes... Ojos de ajenjo con agua.

— Oye, oye, atiende, Eladia; escucha, mira..., ¡y un mirlo también bajo el reloj!

— ¡Pues sí, y un mirlo! ¿Has visto, mamá?... Ven, ¡verás!

Y la mamá, gruesa, perezosa, comentó desde su asiento:

— ¡Todas las estaciones chicas se parecen!

Volvió el tren a marchar. Volvieron a su sitio las jóvenes, y Ricardo, con ganas de fumar, se contenía. Ignoraba si constituiría grave falta fumar delante de estas damas. Por primera vez en su vida, hallábase en la solitaria comunión de un recinto con duquesas, con marquesas o lo que fuesen ellas... Se hacía un lío... Pensaba que tal vez incurrió ya en una falta de educación imperdonable no habiéndolas saludado al entrar, aunque no le estuviesen mirando por hallarse distraídas...

Y corría el tren y charlaban las viajeras, riendo sin cesar, estrepitosamente, con alegría de pájaros o de personas tan felices como pájaros, y una hora después habíase convertido en obsesión el ansia de fumar de Ricardo. «¡Qué diablo, con las ventanas abiertas — pensó —, y después que ellas me hacen tanto caso...!»

Sacó tímidamente la petaca, y de la petaca un pitillo. Tímidamente, porque, aparte su inseguridad de si no iría a hacer una sandez, la petaca, rozada por los bordes, era de una abominable badana de dos pesetas, roja como el pimentón... Pero acabó de decidirse: justamente, si había estado antes torpe y grosero, la petición de permiso para el cigarro le disculparía... Tomó ánimo, pues, se inclinó, se quitó la gorra y preguntó:

— ¿Molesta a ustedes que fume?

Se quedó esperando. Se quedaron ellas mirando. No debían de haberle entendido, porque una mucosidad le había velado la voz en la garganta.

— ¿Qué? — inquirió la «fea graciosa».

— ¡Que si me permiten que fume! — repitió, después de carraspear para hablar más claro —. ¡Que si el humo no las molestaría!

Ellas se miraron, cambiando una levísima risita, y volvió a decir la «fea»:

— No. No nos molesta.

— ¡Encant...! ¡Gracias!

Encendió Ricardo, más rojo que la cabeza del mixto, aunque otra vez en el total descuido de las damas. No había podido interpretar sus sonrisitas, y si bien el tono de la «fea graciosa» tuvo cierta sequedad, no había estado exento de una dignidad cancilleresca, que le puso en trance de contestar una sandez; por ser fino, por mostrarse al tanto de las elegancias madrileñas, a poco más si no suelta un ¡Encantado!..., que le habría caído a un permiso de fumar como a un santo... como a un gato un miriñaque. ¡Bah, él..., un insumiso mental que hasta para su meditaciones rechazaba frases hechas y tranquillos! Sonrió, sorprendiéndose en tales tonterías. Indudablemente, un hombre de talento necesita ser tonto, por lo menos, la mitad. Y más concillado con sí mismo, pero no avenido a pasar como un quídam ante las viajeras elegantes, sacó de los bolsillos un par de revistas ilustradas, con un número, entre ellas, de El Cuento Semanal, y las hojeó un minutó, tendiéndolas después bien visibles a su lado... Le servirían, quizá, para incitar a las señoras a mirarlas, y se las ofrecería él... Le servirían de todos modos para que ellas, siquiera, advirtiesen que él era el ostentado en la caricatura de El Cuento.

— Bueno, mira, tú: al llegar a Oviedo, me vas a hacer el favor de ser quien le dé hoy el brazo a doña Marga.

¿Cómo a Oviedo?... Ricardo no comprendía. Ya antes hablaron también de «llegar a Oviedo», por donde hubo pasado él hacía cuatro horas y de donde seguían alejándose, o no estaba él informado de la geografía asturiana. Pretendían acaso regresar, desde Aviles, en automóvil. ¡Sólo que no!... Continuaban ellas refiriéndose a Oviedo, consultando sus relojes de pulsera y afirmando que les faltaría para llegar muy poco... Tendrían tiempo de cenar con doña Marga, de vestirse y de asistir a la función de la compañía Guerrero en el teatro Campoamor... ¡Ah! ¿Prodigios del automóvil..., o sería que, en la confusión de trenes, había tomado el otro de retorno a Oviedo, y no el corto de Avilés?... La duda le inquietó. Lo hubiese preguntado, a no temer que, en la efectiva equivocación, se le riesen como un tonto. Se abstuvo. Esperó la nueva parada de una estación, y, bajándose del coche, se lo preguntó a un empleado:

— Oiga, este tren, ¿no va a Avilés?

— ¡Sí, señor! — le respondió al paso y breve el empleado, que llevaba las manos llenas de facturas.

Volvióse al compartimiento tranquilo, pensando en el todo señor automóvil que transportase después a estas damas.

Por lo demás, ellas, siempre con sus charlas y sus risas, cuya dirección del maligno encanto llevaba la amenísima «fea», ni le mostraban más atención que al principio ni se habían fijado en El Cuento Semanal.

Ricardo se conformó. Era un psicólogo. Ocurríale aquí con tales aristócratas exactamente igual que allá en Madrid, en el Español, cuando iba con butacas del periódico. Ni por casualidad le pagaban una vez la avidez de sus gemelos los gemelos de los palcos. Sin embargo, aristócrata él también, del talento, perdonaba generoso unos desdenes en que no le hería jamás la burda y grotesca ineducación de las burguesas del tranvía... ¡Oh, cuánto recordaba Ricardo, el poeta, el periodista con cien pesetas al mes y pantalón con rodilleras, a aquellas buenas burguesas, que no podían sufrir la admiración de un humilde sin un gesto en vuelta de espaldas que le dijese a las gentes: ¿Eh?... Miren qué pelagatos se atreve a querer enamorarme... ¡Puah!

Sí, estas otras, las verdaderas aristócratas, sabían ostentar su indiferencia no grosera ni ofensiva. Dijérase que se dejaban ver sin ver a los que no eran de su clase. Y semejante desdén, legítimo en fin de cuentas, bien podía perdonarlo el poeta, el fastuoso, el gran duque de la imaginación, que, en sus alcázares de ensueño, tendría tanto que perdonarlas quizá, si las tratase, a ellas mismas. Suum cuique, como dijo alguien más sabio, en latín, que Ricardo, que no sabía ninguno, por más que se ofreciese la frasecilla en consuelo.

El tren cruzó por debajo de un puente. Quedaban atrás los terraplenes de un ferrocarril minero, a juzgar por el negro balasto, y el panorama se abría cada vez más en esa llana frescura de horizontes que indica la proximidad del mar.

— Oye, Nita..., ¡otra línea transversal!... ¿Te has fijado? Nita, a quien, por fin, nombraba mimosamente Eladia, miró por el vidrio y mostró sorpresa.

— ¡Es verdad!... ¡Lo mismo, lo mismo que el de antes, cerca de Avilés! Pero, ¿no estás viendo, tita Encarna?

— Toda Asturias es igual..., ¡y aburridísima! — comentó breve la señora (que no era, por la cuenta, madre de las dos), volviendo displicente la cabeza.

Pero Ricardo sospechó esta vez una cosa divertida: que fuesen las orgullosas y distinguidísimas damas las que, procedentes de Avilés, con ánimo de ir a Oviedo, regresaban al punto de partida lindamente..., por no haberse mudado de tren, por no haber advertido que éste no hizo sino cambiar de cabeza a cola la máquina y por... tener a menos dirigirle la palabra a un compañero de viaje, que quizá las hubiese sacado a tiempo del error. Y se alegró y deseó que fuese así para tener derecho a reírse un poco cuando, al fin, «cayesen de la burra».

¡Ahora sí que le placía la frase hecha!

Mas eran tan aturdidas que, ¡nada!..., charla que te charla otra vez, apenas perdióse la línea transversal entre arboledas.

No obstante, gozábase en el pequeño mal, sin rencores, con la nimia y secreta complacencia, únicamente, de poder irlas contemplando en ridículo. Su simpatía, a pesar de todo, iba a ellas. El corazón, con la suprema fuerza que sabe decir estas cosas, por encima de no importa cuáles absurdos sociales, decíale cuan era lástima enorme que las damas del dinero y la belleza ignorasen cómo pudiesen los pobres poetas adorarlas mejor que sus condes y marqueses. Ellas tenían la gracia, y tenían para su beldad entera el exquisito cuidado de diosas que no pueden tener las demás, y ellos, en cambio, los poetas, solamente los poetas, el tesoro de delicadezas y ternuras capaz de envolverlas en cielo. Por eso, y no por avaricias ni tontas vanidades, había en las entrañas mismas de Ricardo una impulsión tan intuitiva y formidable como inocente hacia las aristócratas..., ¡hacia las princesas, hacia las marquesas, hacia las bellas damas distiguidas!

Pero una impulsión modesta y dulcemente resignada, como una ilusión de imposible que no llegaba ni a tomar forma de esperanza. Si aún hubiese tenido dudas su humildad harto se las habría desvanecido este su primer viaje de buen tono..., este su primer lanzamiento al mundo elegante de las playas, en un convoy de lujo y en la estrecha vecindad de un vagón con aristócratas; maldito el caso que le hacían.

Y reflexionaba según el tren, por las trazas, puesto que ya se veían brumas como de mar no lejos, se iba acercando a su destino. En lugar de veinte duros al mes, disfrutaba, desde el anterior, cuarenta, gracias a un ascenso inesperado y altamente halagador para su aptitud de periodista. No hacía un año aún que estaba de risible aldeano licenciado en letras en su aldea extremeña, bien lejos de creer que fuese a venir jamás en estos trenes fastuosos con estas gentes de fuste, en calidad asimismo de veraneante más o menos distinguido...; pero en el grupo, en el conjunto de ellos, siquiera. No podía quejarse del cambio..., por mucho que le sintieran extraño estas gentes... Y bendecía al cacique aquel de su provincia que le llevó a Madrid, que le metió de colilla aunque fuese en el periódico, donde se había captado, a fuerza de talento y de trabajo, la estimación del director. Al ascenderlo, relevándole del reporterismo menudo, le habían consagrado cronista, enviándole a estas playas...

Corría ligeramente el tren, torciéndose. Por un lado, en la llanura brumosa, se empezaron a mostrar faluchos y lanchones en un canal..., en la ría. ¡Ya sí que no podrían dudar de su equivocación las señoras!

— Pero..., ¡calla! — dijo de pronto Eladia, toda asombro —. ¡Barcos! ¿Cómo es posible?

Las tres miraron. No lejos se descubría Avilés.

— Pero..., hija... ¿Cómo es posible?

— ¡Cómo es posible!

Se habían puesto de pie y se interrogaban con los ojos.

— Pero ¿cómo es posible?

— ¿Dónde estamos entonces?

— ¿Dónde estamos? Ricardo intervino, fingiendo no haberse percatado de la paletada de ellas:

— Señoras..., en Avilés,

— ¡En Avilés! — rechazó aún la «fea graciosa», mientras las otras seguían mirándose —. Pero... ¡si no puede ser! ¡Si nosotros vamos a Oviedo! ¡Si salimos de Avilés a medio día!

— Pues... nada, ¡en Avilés! — insistió Ricardo, de pie también, contento de esta como familiaridad repentina que los tenía en corro junto a las ventanas a un mismo lado del coche —. Sin duda las señoras, en Villabona, por no haber cambiado de tren..., sin duda...

— Ah... pero ¿había que cambiar de tren?

— Naturalmente. A éste no hicieron más que ponerle la misma máquina a la cola.

— ¡A la cola!... ¡Eso! ¡Para traernos a Avilés de nuevo!... ¿Y por qué no lo avisaron? ¡Qué estúpidos!

— ¡Qué empleados tan estúpidos!

— Sí, señora, son unos estúpidos.

Habían resuelto ellas su recíproco mirarse en una carcajada. Hablaron de «reclamación», y se encogieron de hombros — dedicadas, otra vez en su extremo del coche, a reírse del suceso y de ellas mismas. Luego comentaron largamente el plantón de doña Marga, esperándolas. Y el tren silbaba, llegando a la estación.

Tan pronto como se detuvo, las tres damas, de cuyo lado caía el andén, salieron del vagón y se confundieron con la gente — sin haberse despedido de Ricardo.

— ¡Oh, las orgullosas! - pensaba éste con su maleta en una mano y su manta en la otra —. ¡Me alegro! ¡Que se amuelen!

Y todavía, unos minutos después, conducido en un ómnibus a la estación de Salinas, por entre la ría, que no era más que un canal insignificante, y un bello paseo de jardines lleno de arcos y faroles de papel, como para una fiesta, perdonaba, en gracia a los ojos de color de uva de la joven, la indiferencia descortés de estas damas aristocráticas, que sabían, al menos, ser indiferentes y aun descorteses con naturalidad, con aplomo, con suprema distinción... sin los ridículos y groseros aspavientos de las buenas burguesas del tranvía.

¡Benditas de Dios! ¿Cuál sería, de éstas de Avilés, la villa a que querían prenderle fuego con petróleo?...