La de San Quintín: 39


Escena V editar

Dichos; CANSECO.


DON CÉSAR.- ¿Qué hay?

CANSECO.- (Enfáticamente.) Grande, estupenda novedad.

DON CÉSAR.- A ver...

CANSECO.- Entre paréntesis... (Estrechando con efusión la mano de DON CÉSAR.) Sea mil y mil veces enhorabuena, mi queridísimo D. César.

DON CÉSAR.- ¿Por qué?

CANSECO.- Si en el pueblo no se habla de otra cosa... ¡Y cuán dichoso será para todos los habitantes de Ficóbriga el día en que vengamos a felicitar al excelentísimo señor Duque de San Quintín!...

DON CÉSAR.- ¡Oh... no hay nada todavía!... Podría ser... pero... En fin, amigo mío, ¿qué hay de...?

DON JOSÉ.- ¿Le ha visto?

CANSECO.- Sí señor.

DON CÉSAR.- ¿Dónde vive?

CANSECO.- Pásmense ustedes. (Expectación.) ¿Se han pasmado ya?

DON CÉSAR.- Sí; pero sepamos...

DON JOSÉ.- ¿Dónde está?

CANSECO.- En la Virgen del Mar.

DON JOSÉ.- ¿En el santuario?

CANSECO.- En la rectoral, en la casa del cura.

DON CÉSAR.- ¿Don Florencio?

CANSECO.- Sí; ahora resulta que son muy amigos.

RUFINA.- (Asomada a la puerta de la derecha, oye las últimas frases.) ¡Ah!...


(Vuelve a entrar en la habitación de ROSARIO.)


DON JOSÉ.- ¿Habló usted con él?

CANSECO.- Sí señor. Más de media hora.

DON CÉSAR.- Por de contado, admite el socorro, y se embarcará inmediatamente.

CANSECO.- Pues no me ha declarado de un modo explícito su conformidad.

DON CÉSAR.- ¿Que no?

DON JOSÉ.- Pues...

CANSECO.- Vamos por partes. Me contó que, al día siguiente de su salida de esta casa, fue a Socartes, llamado por un ingeniero belga, amigo suyo, y camarada de la escuela de Lieja.

DON CÉSAR.- ¡Ah, sí... Trainard, que es aquí cónsul de Bélgica!

CANSECO.- Acompañado de su amigo y de la señora de su amigo, regresó aquí esta mañana.

DON CÉSAR.- ¿Y qué más?

CANSECO.- Pues nada... Pretende que ustedes le concedan una audiencia, y en su nombre vengo a solicitarla.

DON JOSÉ.- ¡Audiencia, aquí!

DON CÉSAR.- No, no: aquí no tiene que poner los pies. No faltaba más... Dígale usted que no, que no.

CANSECO.- Según me indicó el interfecto, tiene que manifestar a ustedes cosas de la mayor importancia...

DON CÉSAR.- ¡Bah, bah!... Que nos deje en paz.

CANSECO.- Presumo... no es que yo sepa... presumo que será algo referente a la triste revelación hecha por la señora Duquesa... Y, entre paréntesis, ya que hablo de la ilustre dama...

DON CÉSAR.- ¿Qué?

CANSECO.- (Con misterio.) Pues... cuando en el curso de nuestra conversación, salió a relucir el nombre de la señora Duquesa, noté en el rostro del Víctor una turbación, un sobresalto... vamos... al momento comprendí... ¿Para qué quiero yo esta perspicacia que me ha dado Dios?... Claro, como la nobilísima pariente de los señores de Buendía fue quien rectificó aquel gravísimo error de familia, es perfectamente lógico que el interfecto, víctima inocente de la manifestación de la declarante, haya cobrado a esta un odio mortal... Conviene que estén ustedes prevenidos.

DON CÉSAR.- Pero qué... ¿se atrevería...?

DON JOSÉ.- No creo...

CANSECO.- A Segura llevan preso. Adelantémonos con sabia previsión a cualquier trama diabólica que pudiera imaginar el deseo de venganza.

DON CÉSAR.- ¡Oh! es imposible...

CANSECO.- Yo no afirmo... sospecho... Pesimismos de curial que ha visto muchas picardías... Y, entre paréntesis, ¿qué contesto a la petición?

DON JOSÉ.- Eso tú.

DON CÉSAR.- Ya he dicho que no; resueltamente no.