La de San Quintín: 36
Escena II
editarROSARIO, RUFINA.
RUFINA.- ¡Gracias a Dios! ¿Pero dónde te metiste?
ROSARIO.- (Desasosegada.) No me perdí, no... Es que... (Con gran viveza.) Dime, ¿sabes algo?
RUFINA.- Nada, hija.
ROSARIO.- Y esa Lorenza, que todo lo sabe, y en todo se mete, ¿no ha podido averiguar...?
RUFINA.- Todavía no.
ROSARIO.- (Inquietísima.) ¡Qué ansiedad! Desde aquel día... que no olvidaré nunca, no hemos vuelto a verle ni a saber de él. ¿Por qué se esconde?¿Es que huye de mí?
RUFINA.- ¡Oh, no!
ROSARIO.- Sería mudanza inexplicable. Sus últimas palabras, al despedirse de mí y de esta casa, fueron de apasionada ternura, de cristiana entereza. No sé qué me llegó más al alma, si el cariño que me mostraba, o la fiera arrogancia con que afrontar quería la adversidad... Pero después... ahora... esta desaparición... esta fuga, si en efecto ha partido... No sé qué pensar. ¡Si vieras qué cosas se me ocurren!...
RUFINA.- ¿Qué?
ROSARIO.- Que al encontrarse solo, su espíritu ha caído en el marasmo, en esa pereza que ahoga los sentimientos nobles, dejando crecer la desconfianza, la malicia, el rencor.
RUFINA.- ¡Oh, no creas eso!
ROSARIO.- Bien pudiera ser que el amor que le inspiré haya sido ahogado por el sentimiento del mal que le hice.
RUFINA.- Quita, quita: eso no puede ser. Más bien me inclino a creer que hayan torcido su voluntad las voces absurdas que corren por el pueblo.
ROSARIO.- Que yo me caso con tu papá... ¡Ridícula invención!
RUFINA.- De ello me hablaron esta tarde mis amiguitas, y cuantas personas encontré al volver a casa. Claro; si Víctor da en creer también...
ROSARIO.- No puede, no debe creerlo... ¡Qué afán, Dios mío! ¡Si al menos tuviera la seguridad de que llegó a sus manos la carta que ayer le escribí!
RUFINA.- Se la di al carretero de la fábrica, que de fijo revuelve toda la villa y sus alrededores por encontrarle.
ROSARIO.- ¡Quiéralo Dios!... Esta tarde, ¿por qué crees que me separé de ti en San Roque, cuando charlabas con tus amigas? Fue que me pareció ver entre el gentío de la feria...
RUFINA.- ¿A Víctor?
ROSARIO.- Habría jurado que era él. Corrí tras aquel rostro que se me apareció un instante en las oscilaciones de la multitud... No era, no. Movida de un impulso irresistible, me lancé a recorrer toda la feria, con la idea, con el presentimiento de que había de encontrarle. Entre el bullicio loco, en medio de aquel tumulto mareante, yo me deslizaba ligerísima, entra por aquí, sale por allá... Aquí bailaban, allá comían. Todos, viejos y niños, hombres y mujeres, respiraban el contento del vivir, esa alegría franca que no conocemos los que hemos nacido y vivido en un mundo artificioso, todo sequedad y formas afectadas... que se sostienen con alambres... Yo no hacía más que mirar, mirar, mirar, toda el alma en los ojos, revolviendo con ellos el sin fin de caras de aquella muchedumbre hirviente de vida, humanidad fresca, con sangre, con músculos, con alma... Vi rostros atezados de marineros, con todo el ceño de la mar en sus ojos, caras de obreros, marcadas con el sello del carbón... vi aldeanos, trajinantes, diversa gente... pero ¡ay! entre tantas caras no vi la que buscaba. ¡Y yo confiada ciegamente en que la Virgen me concedería lo que le pedí!... ya ves... le pedí bien poca cosa... He sido muy desgraciada... he vivido en la aridez de la vida elegante... Le pedía que me concediera volver a ver al único hombre que ha sabido entrar en mi corazón... y quedarse dentro.
RUFINA.- ¡Oh, bien puede concedértelo! Es que te equivocaste de ruta. En vez de ir al prado, debiste bajar hacia el puerto.
ROSARIO.- Si fui, tonta. Bajeme a la ría, y la recorrí desde la machina del mineral hasta la rampa de los pescadores... Vi tres, cuatro, muchas lanchas que llegaban de la otra orilla, los palos engalanados con banderas, follaje y enormes matas de arbustos preciosísimos; venían llenas de peregrinos, todos con ramas de laurel y guirnaldas de flores para ofrecerlas a la Virgen... ¡Tampoco, tampoco allí!... Y aquella gente que desembarcaba gozosa, como si al poner el pie en tierra creyera descubrir un mundo, pasaba junto a mi pena inmensa sin advertirla. ¡Oh, mi pena, qué pequeña, qué diminuta, qué invisible para los demás, para el mundo entero... para mí qué grande!...
RUFINA.- Tranquilízate. De hoy no pasa que sepamos... Por Dios, ten paciencia.
ROSARIO.- Eso es lo que no puedo tener. Recomiéndame todas las virtudes; pero la paciencia no.
RUFINA.- Cuidado... Papá y el abuelito.