La de San Quintín: 14


Escena XIII

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ROSARIO, VÍCTOR, RAFAELA, que entra y sale varias veces durante la escena.


ROSARIO.- ¡Ah...! Es un operario... Dispense usted; me asusté. Si hiciera usted el favor de abrir ese baúl...

VÍCTOR.- (¡Ella es... Sí!). (Continúa contemplándola estático.)

ROSARIO.- ¿Pero no oye lo que le digo? ¿Es usted el que daba esos martillazos en mis habitaciones?

VÍCTOR.- (Sin poder disimular su alegría.) (¡Vive aquí!...).

ROSARIO.- (Observándole con expresión de duda y curiosidad.) Pero...

VÍCTOR.- Perdóneme usted, señora Duquesa. ¿Qué mandaba?

ROSARIO.- (Confusa.) (¡Cosa más rara! ¡Yo conozco a este hombre!).

VÍCTOR.- (Advirtiendo la atención con que le mira ROSARIO.) Difícilmente me reconocerá en este traje.

ROSARIO.- ¡Reconocerle!... Pues qué... ¿Le he visto yo a usted alguna vez?

VÍCTOR.- Sí señora. (Sorpresa y mayor confusión de ROSARIO. Pausa.) En fin, ¿qué mandaba?


(Entra RAFAELA con dos jarros de agua.)


RAFAELA.- Este baúl es el que hay que abrir.


(Vase por la derecha. VÍCTOR examina la cerradura. ROSARIO no deja de mirarle.)


ROSARIO.- (O yo me he vuelto tonta, o en efecto... conozco a este hombre... ¿Pero quién es? ¿Dónde lo he visto? Ese traje...).

VÍCTOR.- (Que, después de varias tentativas, ha abierto la cerradura.) Ya está.

ROSARIO.- Ahora, puede usted retirarse.

VÍCTOR.- (Después de una pausa, dudando si atreverse o no.) ¿Sin satisfacer su curiosidad?... Porque la señora Duquesa, en este momento, se devana los sesos por recordar dónde y cuándo me ha visto.

ROSARIO.- Es cierto. (Atrevidillo es el mozo).

VÍCTOR.- Si la señora me lo permite, refrescaré su memoria con cuatro palabras.

ROSARIO.- ¿Es usted el hijo de D. César?

VÍCTOR.- Sí señora.

ROSARIO.- Ya... ¿Y qué tal? Condenadito a trabajos forzados por su mala cabeza.

VÍCTOR.- Sí señora.

ROSARIO.- Pues sí, no puedo refrenar mi curiosidad. Dígame cómo y cuándo...

VÍCTOR.- Ante todo, si por mi osadía he merecido su enojo, le ruego me perdone...

ROSARIO.- (Con altanería.) Está usted perdonado... Vamos a ver. Contésteme.

VÍCTOR.- ¿Dónde y cuándo he tenido el honor de que usted me vea?

ROSARIO.- Sí...

VÍCTOR.- ¿Y el honor más grande de que usted me hable?

ROSARIO.- (Vivamente.) ¿Hablarle? Eso no.

VÍCTOR.- Eso sí... óigame un instante. No siempre he vestido de obrero. Mi padre, hombre inflexible, me ha impuesto este traje... como correctivo... Crieme en Francia...

ROSARIO.- (Vivamente.) Y en Biarritz quizás... me vio usted.

VÍCTOR.- No señora... hace cinco años me mandó mi padre a Lieja a aprender mecánica. Concluidos los estudios teóricos, pasé a Seraing, y trabajaba en la gran fábrica que llaman Cockerill. Los sábados nos reuníamos tres o cuatro muchachos de distintas nacionalidades, y nos íbamos a pasar el domingo, de jarana, en Amberes, Malinas o Brujas. Un día, se dirigió la cuadrilla a Ostende. Era la época de los baños de mar. Juntando el poco dinero que teníamos, dimos unos cuantos golpes en la ruleta de la Cursaal, y la loca suerte nos favoreció.

ROSARIO.- (Riendo.) ¿Ganaron?

VÍCTOR.- Lo bastante para creernos ricos por unas cuantas horas. Éramos tres: un alsaciano, un suizo, y este humilde criado de usted. Resueltos a dar un bromazo gordo, nos instalamos aparatosamente en el Hotel del Círculo de Baños, haciéndonos pasar por príncipes rusos.

ROSARIO.- ¡Ah, valientes pillos! Ya, ya recuerdo... una tarde de Agosto... Me acuerdo, sí, del principillo ruso.

VÍCTOR.- Era yo. Invité a usted a dar un paseo por los jardines en un entreacto del concierto. Fuimos a la vaquería charlamos un rato, por la noche, en el baile, me permití... tuvo la increíble audacia de hacer a usted una declaración amorosa.

ROSARIO.- (Riendo.) Sí, sí... y que fue de lo más volcánico y relampagueante... Ya me acuerdo... Pero diga usted... Si me pareció que hablaba usted alemán con sus compañeros...

VÍCTOR.- Hablo el alemán como el español.

ROSARIO.- Conmigo hablaba usted francés... lo mismo que un parisién.

VÍCTOR.- Sí señora...

ROSARIO.- ¿Gran facilidad para lenguas?

VÍCTOR.- Hablo también el inglés. Tengo ese don, a falta de otros. Desgraciadamente, en aquella ocasión ninguno sabía una palabra de ruso, y por esto y porque se nos acabó repentinamente el miserable metal, tuvimos que dejar nuestro disfraz y salir escapados en el primer tren de la mañana del lunes.

ROSARIO.- Y ya no nos vimos más.

VÍCTOR.- ¡Oh, sí!...

ROSARIO.- (Con gran curiosidad.) ¿Pero cuándo?

VÍCTOR.- Aún falta mucho que contar.

ROSARIO.- ¿De veras?

RAFAELA.- (Entra por la derecha; señala otro baúl.) También este... no sé qué tiene. (A VÍCTOR imperiosamente.) Oye, abre también este. (¡Qué obrerito más guapo!). (Coge ropa para llevarla.) Ya podías ayudarme a traer las bandejas.

ROSARIO.- Anda tú y déjale. (Mientras VÍCTOR abre el otro baúl.) (Si esto parece novela... ¡Qué gracioso! El príncipe ruso de Ostende, en Ficóbriga abriéndome los baúles).


(Vuelve a salir RAFAELA llevando ropa.)


VÍCTOR.- (Con una rodilla en tierra, abriendo la cerradura.) ¿Sigo contando?

ROSARIO.- Sí, sí... Me cautiva todo lo que sale de los caminos trillados y vulgares. Pero cuidadito, no me cuente usted nada que no sea verdad.

VÍCTOR.- Si usted me conociera, señora, sabría que adoro la verdad, y que a ella le sacrifico todo. (Abre el baúl.) Ya está.

ROSARIO.- Adora la verdad, y se fingió ruso, y príncipe.

VÍCTOR.- Una broma de estudiante. ¡Ah, qué día de Agosto! Entonces era usted recién casada, y hermosísima.

ROSARIO.- Va pasando el tiempo.

VÍCTOR.- Y ahora es usted mucho más hermosa.

ROSARIO.- (Paréceme que se propasa). Basta ya. Algo tendrá usted que hacer en otra parte.

VÍCTOR.- (Desconsolado.) Me despide... sin oír lo que... ¿Cree usted que se degrada oyéndome?

ROSARIO.- ¡Oh, no!... Hable, diga lo que quiera... Vamos, ¡qué picardías habrá usted hecho para que lo tengan así!

VÍCTOR.- Reconozco que mi padre está en lo justo. He sido malo, sí.

ROSARIO.- Rebelde al estudio quizás.

VÍCTOR.- Sí señora... Yo no estudiaba, digo, estudiar sí, y mucho; pero solo. Leía lo que me acomodaba, y aprendía lo más grato a mi mente. Repugné siempre la enseñanza en escuelas organizadas; me resistí a ganar grados y títulos. Lo que sé, lo sé sin diploma, y no poseo ninguna marca de la pedantería oficial. En Bélgica aprendí muchas cosas con más práctica que teoría. Soy algo ingeniero, algo arquitecto... sin título, eso sí. Pero sé hacer una locomotora; y si me apuran hago una catedral, y si me pongo, fabrico agujas, vidrio, cerámica...

ROSARIO.- ¡Cuántas habilidades, y venir a parar a esa triste condición de obrero!...

VÍCTOR.- Verá usted... En Bélgica me sedujo la idea socialista. Cautivome un alemán, hombre exaltado, que predicaba la transformación de la sociedad; y tomé parte en una huelga ruidosa, pronuncié discursos, agité las masas... ¡Terrible campaña, que terminó con mi prisión...!

ROSARIO.- Bien merecido.

VÍCTOR.- Seis meses me tuvieron en la cárcel de Amberes. Mi padre me escribió echándome los tiempos, y negándome todo auxilio.

ROSARIO.- Y con razón. ¡Vaya que defender esas barbaridades! Pero usted no creía eso; lo defendía por pasatiempo, por travesura.

VÍCTOR.- No señora; lo creía... y lo creo. Al salir de la prisión, me fui a Inglaterra. Mas no pude consagrarme al estudio de mis caras doctrinas, porque en Londres tropecé con un español que se empeñó en reconciliarme con mi padre... y lo consiguió. Fue mi padre en busca mía, y me trajo a España y me plantó en Madrid.

ROSARIO.- ¿Y allí era usted también obrero?

VÍCTOR.- No señora, era señorito. Mi padre tomó mil precauciones para apartarme de la propaganda socialista. Yo alternaba con multitud de jóvenes de la mejor sociedad, algunos muy ricos. Por las noches, me ponía mi fraquecito, y al amparo de la democracia mansa que allí reina, tenía acceso en todas partes.

ROSARIO.- Ya... (Comprendiendo.) Y alguna vez quizás me vio usted... Pues no recuerdo...

VÍCTOR.- Yo sí... Además, la veía a usted constantemente en teatros, paseos, en la iglesia...

ROSARIO.- ¿También frecuentaba las iglesias...?

VÍCTOR.- Como todos los sitios donde podía ver a una persona que me fascinaba, que me volvía loco, que...


(Entra RAFAELA.)


RAFAELA.- (Todavía el obrerito aquí. ¡Qué le estará contando a mi señora!).

ROSARIO.- ¿Y en Madrid también predicaba usted la destrucción de la sociedad, y todos esos desatinos?

VÍCTOR.- Hacía propaganda oral y teórica; pero sin resultado.

RAFAELA.- (Recogiendo más ropa.) (¡Vaya si es guapo el obrerito! A este le pesco yo, como tres y dos cinco).


(Sale llevando ropa.)


ROSARIO.- Vamos, que no se atrevía usted.

VÍCTOR.- Diré a usted con toda verdad, y sin altanería, que yo me atrevo a todo. Nada existe en lo humano, nada, nada que ponga miedo en mi corazón.

ROSARIO.- (Con admiración.) ¿De veras?

VÍCTOR.- Y las dificultades, los peligros, aumentan mi valor.

ROSARIO.- Bravísimo. Por valiente le tienen en esta esclavitud. ¡Sabe Dios las atrocidades que habrá usted hecho en Madrid!

VÍCTOR.- No, mi vida en Madrid era de lo más inocente... No vivía más que para seguir a la mujer que era mi encanto y mi suplicio, pues me fascinaba sin mirarme.

ROSARIO.- Y no le miraba a usted. ¡Qué pícara!

VÍCTOR.- Desconocía... y desconoce... mi loca pasión.

ROSARIO.- Amor solitario, delirio, embuste.

VÍCTOR.- (Con calor.) Pasión de una realidad indudable, pues en ella he vivido y viviré; pasión de acendrada pureza, pues nunca esperé ser correspondido, ni lo espero ahora; pasión en la cual tanto me enloquece la ausencia como la presencia de la soberana hermosura que...

ROSARIO.- (Echándose a reír.) Basta, basta. ¡Qué chaparrón de poesía! Deje usted que me guarezca... (Apártase de él.) Francamente, no creo en esas pasiones, que hasta en los dramas y novelas resultan ya de un gusto dudoso. ¡Prendarse insípidamente de una mujer de alta clase; espiar su coche; dar caza a su sombra en la calle, flechándola con miradas no devueltas, en paseos y teatros; adorarla en puro éxtasis nebuloso y...! Eso se lo cuenta usted... a quien conozca el mundo menos que yo.

VÍCTOR.- Se lo cuento a usted, porque es verdad y porque ha deseado saberlo. Vivo de esa ilusión y con ella moriré. Es la savia de mi existencia. No comprendo la vida sin la continua presencia de mi ídolo aquí, (En la mente.) y aquí la llevo, y aquí la adoro, criatura sin semejante, prodigio de la Naturaleza, trasunto de la divinidad...

ROSARIO.- Ja, ja, ja... Pero, hombre, dígame usted quién es esa diosa. Quiero saber quién es. ¿Acaso la conozco?

VÍCTOR.- Perdone usted mi atrevimiento, que viene a ser la compensación de mi insignificancia. Quien nada es, ni nada tiene, ni nunca será nada tal vez, bien puede permitirse el don de la sinceridad, de la claridad.

ROSARIO.- No, si la sinceridad me gusta muchísimo. Es el mayor de los goces para quien ha vivido, tanto tiempo en un mundo de ficciones y mentiras.

VÍCTOR.- (Con entusiasmo.) Bendita sea la boca que tal dice.

ROSARIO.- (Impaciente.) El nombre, venga el nombre.

VÍCTOR.- ¿Para qué?

ROSARIO.- Pronto... ¿quién es?

VÍCTOR.- No, no.

ROSARIO.- Mire que si usted no lo dice, lo digo yo, y le pongo la cara colorada. La dama de quien usted ha hecho un ídolo en tonto... (Pausa.) soy yo.

VÍCTOR.- ¡Oh!

ROSARIO.- Lo adiviné al momento. ¿Cree usted que yo no he leído novelas?

VÍCTOR.- Señora, observe usted que nada pretendo, que no tengo esperanzas, ni las tendré nunca.

ROSARIO.- Naturalmente.

VÍCTOR.- Y si lo que sabe le parece monstruoso, aplásteme con su indiferencia.

ROSARIO.- (Siempre con gracejo.) Hombre, tanto como aplastarle... Nadie se ofende por ser ídolo... más o menos falso.

VÍCTOR.- Y lo que he dicho no excluye el respeto más vivo. Yo le juro a usted que no hablaré más de...

ROSARIO.- Sí, estas cosas no deben repetirse. Tanta poesía empalaga. Porque usted se cree socialista, y no es más que poeta, un poeta que quiere demoler el mundo y ponerme a mí de pasmarote sobre las ruinas. ¡Qué gracioso!

VÍCTOR.- No se cuide usted de mí, no me mire siquiera...

ROSARIO.- ¡Pero, hombre, también prohibirme que le vea! Si delante se me pone... no voy a cerrar los ojos cuando usted pase...

VÍCTOR.- Pues si mi existencia significa algo para usted, hágame su esclavo.

ROSARIO.- Eso sí. Empecemos.


(Entra RAFAELA por la derecha.)


Haga el favor de ayudar a mi criada... (Señalando las bandejas de ropa que están sobre las sillas.)

RAFAELA.- (Dándoselas.) Toma. Es tarde... Ya están ahí los señores.

VÍCTOR.- Mi padre, el abuelo.


(Sale por la derecha llevando ropa.)


ROSARIO.- (Con admiración y acento de entusiasmo.) (¡Atrevido como él solo!).


(Entran por el fondo DON JOSÉ y RUFINA. Tras él, algo cohibido, DON CÉSAR.)