La de San Quintín: 11


Escena X

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DON JOSÉ, ROSARIO, en traje de viaje, muy elegante.


ROSARIO.- Señor de Buendía...

DON JOSÉ.- (Abrazándola.) ¡Rosario, hija mía!

ROSARIO.- (Examinándole el rostro.) Viejecito, sí... pero muy bien conservado. ¡Qué hermosa ancianidad!

DON JOSÉ.- ¡Y qué hermosa juventud! (Se sientan.)

ROSARIO.- Paréceme que veo a mi abuelito... ¿Se acuerda usted?

DON JOSÉ.- (Con recordar penoso.) ¡Ah...!

ROSARIO.- Y a mi padre.

DON JOSÉ.- ¡Pobre Mariano! Si hubiera hecho caso de mí no te verías hoy en tan triste situación. Pero tanto a él como a tu mamá, las verdades de este viejo predicador, por una oreja les entraban y por otra les salían. Durante el tiempo que administré los cuantiosos bienes de la casa de San Quintín en esta provincia, luché como un león para poner orden en el presupuesto de la familia. ¡Ay! era como poner puertas al campo. Tuvo que dejar la administración. Enfriáronse nuestras relaciones, y al fin dejé de escribirle... no te acordarás... cuando salió a remate la Juncosa.

ROSARIO.- ¡Ay, qué tristeza al pasar hoy por la Juncosa! ¡Y pensar que aquellas hermosas arboledas fueron mías, y el monte, y las marismas!... Allí, en aquel caserón que parece un castillo feudal, con sus hiedras, su muro almenado, su soledad misteriosa y su romanticismo, pasé los mejores días de mi infancia. Y ahora, la Juncosa, y San Quintín, y el palacio de leyenda...

DON JOSÉ.- (Premioso.) Son míos... sí. Yo se los compré al rematante. Otras fincas valiosas de San Quintín han venido a mi poder por los medios más legítimos. La maledicencia, hija mía, que nada respeta, ha querido ofenderme, susurrando que hice préstamos usurarios a tu familia...

ROSARIO.- ¡Oh, no!... Si cité el caso de hallarse nuestra propiedad en manos de ustedes, no ha sido en son de censura, no... Señalo un caso, un fenómeno...

DON JOSÉ.- Fenómeno muy natural, y que está pasando todos los días. La riqueza, que viene a ser como la anguila, se desliza de las manos blandas, finas, afeminadas del aristócrata, para ser cogida por las, manos ásperas, callosas del trabajador. Admito esta lección, y apréndetela de memoria, Rosarito de Trastamara, descendiente de príncipes y reyes, mi sobrina en segundo grado...

ROSARIO.- Y a mucha honra...

DON JOSÉ.- Y añadiré, para que la lección agarre más en tu mente, que mi padre fue un triste pastelero de esta villa... No creas que carecía de timbres nobiliarios... Dice la tradición que inventó... ¡que inventó! (Con orgullo.) las sabrosas rosquillas que dan fama a Ficóbriga.

ROSARIO.- ¡Oh!...

DON JOSÉ.- Sesenta años ha, cuando tu abuelo, el Duque de San Quintín, escandalizaba este morigerado país con un lujo estrepitoso, José Manuel de Buendía se casaba con Teresita Corchuelo, hija de confiteros honradísimos. Pues bien, el día de mi boda no tenía yo valor de cuatro pesetas. Y me casé, y pusiéronme a llevar cuenta y razón de las rosquillas, que entonces empezaron a exportarse, y gané dinero y supe aumentarlo, y fui un hombre, y aquí me tienes.

ROSARIO.- ¡Soberano ejemplo!

DON JOSÉ.- ¡Ah, si yo te hubiera cogido por mi cuenta!... (Con ademán de pegarle.) En fin, dime lo que te pasa; cuéntame.

ROSARIO.- ¡Ah, Sr. D. José, mis desdichas son tantas que no sé por dónde empezar! A poco de perder a mi esposo, que era, como usted sabe...

DON JOSÉ.- Una calamidad. ¡Dios lo tenga en su santísima gloria! Adelante.

ROSARIO.- Me vi envuelta en pleitos y cuestiones muy desagradables con mis tías las de Gravelinas, con mi primo Pepe Trastamara. Esto y la ruina total de mi casa, hiciéronme la vida imposible en Madrid. Refugieme en París, y allí nuevos disgustos, humillaciones, conflictos diarios, una vida angustiosa.

DON JOSÉ.- Ya, ya entiendo... Y que no habrás sufrido poco, pobrecilla, dado tu carácter altanero...

ROSARIO.- ¿Altanero?

DON JOSÉ.- Lo dice la fama.

ROSARIO.- ¡Ay! las desdichas me han abatido el orgullo más de lo que usted cree... ¡Si viera usted...! Siento en mi una vaga tristeza, la pena de haber nacido en la más alta esfera social. Y al mismo tiempo, me cruzan por aquí (Por la mente.) no sé qué ideas, y sorprendo en mí aptitudes de mujer práctica, encerradita en un modesto hogar...

DON JOSÉ.- Un poco tarde, un poco tarde ya.

ROSARIO.- Apetezco la soledad, la quietud, la sencillez, vivir con verdad, sintiendo y pensando por cuenta propia...

DON JOSÉ.- Vamos; quieres retirarte del mundo. ¿Acaso te llama la vida religiosa?

ROSARIO.- Será quizás mi única salvación. Sobre esto quiero consultar a usted.

DON JOSÉ.- Lo pensaremos, lo discutiremos; calma. Óyeme: has venido a pedirme consejo, y yo, sin negarte el consejo, te doy una cosa que vale más; te doy asilo en esta humilde morada.

ROSARIO.- (Con efusión.) ¡Oh, gracias, gracias!...

DON JOSÉ.- Mientras resuelves si entras o no en un convento, y en cuál ha de ser, te estás aquí tan tranquila.

ROSARIO.- Molestaré quizás.

DON JOSÉ.- Nada. Te juro que no he de alterar mis costumbres sencillotas. Donde comen cuatro, comen cinco. El clásico puchero: sota, caballo y rey; ya sabes. La casa es grandísima. Buenas vistas; luz, aire, alegría por todas partes.

ROSARIO.- No me tiente usted, señor de Buendía... ¡Cuánta dicha, qué dulce reposo, qué encanto!... ¡Y cómo me gustan estas casas patri arcales, este lujo del aseo, este nogal bruñido por el tiempo, y el trapo de manos hacendosas! (Levántase y tira por la vidriera del fondo.) ¿Pues y esa huerta? La he visto al pasar. ¡Qué delicia de manzanos, con tanta fruta! ¿Y el gallinero? ¿Y esa terraza, donde veo que planchan, bajo el fresco emparrado?... Y allá un horno... Y un palomar con tanto ru ru... Esto es un paraíso. (Vuelve al lado de DON JOSÉ.)

DON JOSÉ.- Además del reposo que ofrezco a tu espíritu enfermo, esta vida será para ti un curso de filosofía del hogar doméstico. El ejemplo de mi nieta te enseñará muchas cosas que ignoras.

ROSARIO.- (Batiendo palmas.) Sí, sí... He oído contar maravillas de esa preciosa joven...

DON JOSÉ.- Es un ángel, un verdadero ángel administrativo, y una gobernadora de casa que podría poner cátedra.

ROSARIO.- ¿Dónde está? Ya deseo conocerla.

DON JOSÉ.- Luego la verás.

ROSARIO.- Y aquí no tiene usted más familia.

DON JOSÉ.- También tengo a mi hijo.

ROSARIO.- ¡D. César! (Con repentino sobresalto, levantándose.)

ROSARIO.- Creí que su hijo de usted continuaba en Madrid.

DON JOSÉ.- Llegó el mes pasado.

ROSARIO.- (Muy inquieta.) No, no... No acepto su hospitalidad. Ese hombre y yo no podemos estar bajo un mismo techo.

DON JOSÉ.- ¡Pero qué tontería! ¿Por qué temes a César?

ROSARIO.- No es temor; es más bien repugnancia.

DON JOSÉ.- ¡Ah!... ya entiendo... Los rozamientos con tu papá hace algunos años...

ROSARIO.- (Muy nerviosa.) ¿Rozamientos? Es algo más. He visto a mi padre, ya casi moribundo, derramar lágrimas de ira por no hallarse con fuerzas, delante del mismo Dios sacramentado, para perdonar a don César.

DON JOSÉ.- Es que tu papá era la misma exageración... Hija de mi alma, olvida... y perdona... ¡Bah! Yo te aseguro que mi hijo no te molestará. Mira tú, en el fondo, César no es mala persona. Pero no me ciega el amor paternal, y reconozco en él un gravísimo defecto.

ROSARIO.- ¿Cuál?

DON JOSÉ.- Su desmedida afición al bello sexo. Ha sido en él una enfermedad, un ciego instinto... Mujer que veía, mujer que deseaba. De ese defecto provienen todos sus errores, y los graves disgustos que nos dio a su pobre mujer y a mí.

ROSARIO.- ¡Qué calamidad de hombre!

DON JOSÉ.- Con una buena cualidad, hay que ser justos, atenuaba esa locura; y era... que nunca les daba dinero, o muy poco.

ROSARIO.- Quería que le amasen de balde... Y a propósito... Mi primo Falfán me habló de... Parece que D. César tiene un hijo...

DON JOSÉ.- El cual nos ha traído un problema grave.

ROSARIO.- Dígame: ¿Ese joven no es hijo de una italiana llamada Sarah, que murió hace bastantes años?

DON JOSÉ.- Justo. ¡Vaya unos regalos que me hace mi hijo!

ROSARIO.- Y luego pretende usted que yo sea benévola con D. César, cuando usted mismo...

DON JOSÉ.- Pero tus agravios son pura cavilación, y además cosa ya pasada. Me haces una ofensa renunciando por tan fútil motivo a la hospitalidad que te ofrezco.

ROSARIO.- Ofensa no.

DON JOSÉ.- (Estrechándole las manos.) ¿Te quedas?

ROSARIO.- Por usted, por su nieta.

DON JOSÉ.- Bien. Yo cuidaré de que la vida te sea grata dentro de la humildad de este pacífico reino mío.

ROSARIO.- (Conmovida.) ¡Gracias, gracias! Sospecho, mi querido anciano, que ha de gustarme tanto, tanto esta vida, que al fin... tendrán ustedes que echarme.

DON JOSÉ.- (Bromeando.) ¡Bueno!... te echaremos cuando nos estorbes...